Adriana Veyra es la oveja negra de su familia. Nació mitad humana, mitad vampira, algo que para el linaje Veyra —una de las casas más antiguas y temidas del mundo nocturno— es poco menos que una mancha en el honor. Es inteligente, obstinada y con un sentido de justicia peligroso para alguien que vive entre depredadores. Pero una noche, durante una discusión universitaria que se sale de control, Adriana mata accidentalmente a un compañero... y el cadáver no es un problema menor cuando el mundo humano y el vampírico están al borde de una tregua frágil. Su abuelo, líder del clan, podría limpiarlo todo… pero en vez de eso, asigna a Adriana bajo la “protección” de Lucien Draeven: un vampiro milenario, frío como el hielo y conocido por coleccionar corazones rotos y secretos de sangre. Lucien le hace una oferta peligrosa: —Yo haré desaparecer tu error. A cambio… tú me perteneces. Lo que empieza como un trato por conveniencia se convierte en un juego retorcido de seducción, poder y peligro, donde Adriana tendrá que decidir si lucha contra él… o se rinde y se deja devorar.
Ler maisEl salón principal de la mansión Veyra resplandecía bajo la luz de mil velas. Candelabros de cristal tallado proyectaban destellos sobre los invitados, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Adriana observó la escena desde la escalera principal, demorando su entrada como si pudiera retrasar lo inevitable. Ajustó el escote de su vestido negro —demasiado conservador para su gusto, pero lo suficientemente provocativo para escandalizar a las tías— y respiró hondo.
*Sonríe, mantén la barbilla alta y no muestres los colmillos.*
El mantra que su madre le había enseñado desde niña resonaba en su cabeza mientras descendía los escalones. Cada paso era una pequeña batalla. Los tacones de aguja marcaban un ritmo constante contra el mármol, como si contaran los segundos que faltaban para que alguien notara que no pertenecía allí.
La gala anual del clan Veyra era, en teoría, una celebración. En la práctica, un desfile de poder y un recordatorio de jerarquías. Y ella, Adriana Veyra, ocupaba el último peldaño de aquella escalera invisible.
—Adriana, querida —la voz de su tía Eleonora cortó el aire como una navaja envuelta en seda—. Qué... interesante elección de atuendo. Tan... humano.
La palabra "humano" en labios de su tía sonaba como una enfermedad terminal. Adriana forzó una sonrisa.
—Gracias, tía. Tu opinión siempre es... invaluable.
Eleonora entrecerró los ojos, captando el sarcasmo, pero mantuvo su sonrisa perfecta. Sus colmillos, ligeramente más prominentes que los de Adriana, brillaron bajo la luz.
—Tu abuelo te busca. No lo hagas esperar... ya sabes cómo se pone cuando su sangre... diluida... lo hace esperar.
Adriana apretó la mandíbula. La referencia a su condición híbrida era tan sutil como un puñal entre las costillas. Asintió secamente y se alejó, sintiendo las miradas que la seguían. Algunas curiosas, otras despectivas, todas ellas conscientes de lo que era: una anomalía genética, una mancha en el linaje puro de los Veyra.
Mitad humana, mitad vampira. Ni lo suficientemente fuerte para impresionar a los vampiros, ni lo suficientemente normal para encajar entre los humanos.
El patriarca del clan, Augusto Veyra, presidía la reunión desde un sillón que bien podría pasar por un trono. A sus setecientos años, mantenía el aspecto de un hombre de sesenta, con el cabello plateado y los ojos de un azul tan claro que parecían translúcidos. Cuando Adriana se acercó, esos ojos la escanearon de pies a cabeza, evaluándola como quien examina una joya en busca de imperfecciones.
—Abuelo —saludó ella con una leve inclinación.
—Llegas tarde —fue su única respuesta. No había afecto en su voz, solo la constatación de un hecho—. La universidad te está volviendo descuidada.
—La clase se extendió. Estamos en periodo de exámenes y...
—Excusas —la interrumpió—. Los humanos y sus instituciones. Nunca entenderé tu fascinación por mezclarte con ellos cuando llevas su sangre contaminando la nuestra.
Adriana tragó saliva. Cada conversación con su abuelo era como caminar sobre cristales rotos.
—Estudio Derecho Internacional porque quiero contribuir a las negociaciones entre nuestros mundos —respondió, manteniendo la compostura—. La tregua que se avecina necesitará mediadores que entiendan ambas partes.
Augusto soltó una risa seca.
—¿Mediadores? Los Veyra no mediamos, niña. Dominamos. Pero supongo que esa mitad tuya no te permite entenderlo.
La música de la orquesta pareció intensificarse, como si quisiera ahogar la tensión que crecía entre ellos. Adriana sintió que le faltaba el aire, a pesar de que técnicamente no lo necesitaba tanto como un humano común.
—Si me disculpas, abuelo, necesito un momento.
No esperó respuesta. Se dio la vuelta y atravesó el salón, esquivando invitados y conversaciones, hasta alcanzar las puertas que daban al jardín. El aire frío de la noche la recibió como un bálsamo, y por primera vez en horas, respiró profundamente.
El jardín de la mansión Veyra era un laberinto de setos perfectamente recortados, estatuas de mármol y fuentes que murmuraban en la oscuridad. Adriana se adentró en él, buscando soledad, dejando que la música y las voces se desvanecieran a su espalda.
—¿Huyendo de tu propia fiesta, Veyra?
La voz masculina la sobresaltó. Julián Méndez, compañero de su clase de Derecho Constitucional, estaba recostado contra una estatua, con una copa de champán en la mano y una sonrisa torcida en los labios. Su corbata estaba floja y sus ojos brillaban con el inconfundible resplandor del alcohol.
—¿Qué haces aquí, Julián? Esta es una reunión privada.
Él se encogió de hombros, acercándose con pasos ligeramente inestables.
—Tu prima Valeria me invitó. Dijo que sería... educativo.
Adriana maldijo internamente. Valeria y sus juegos. Probablemente había invitado a Julián para provocarla, sabiendo que el chico llevaba meses intentando acercarse a ella.
—Pues ya has visto suficiente. Deberías irte.
—¿Por qué? ¿Temes que descubra tu pequeño secreto familiar? —Julián dio otro paso hacia ella, invadiendo su espacio personal—. Aunque ya no es tan secreto, ¿verdad? Hay rumores en la universidad. Sobre ti. Sobre lo que eres.
El corazón de Adriana se aceleró. ¿Rumores? ¿Qué tanto sabía él?
—Estás borracho, Julián. No sabes lo que dices.
—Sé exactamente lo que digo —su voz bajó a un susurro—. Sé que hay algo diferente en ti. La forma en que te mueves, cómo tus ojos cambian de color cuando te enojas... —extendió una mano para tocar su mejilla—. Siempre tan fría...
Adriana retrocedió, pero él la siguió, acorralándola contra un seto.
—Julián, para. Ahora.
—¿O qué? —sonrió, mostrando todos los dientes—. ¿Me morderás? ¿Es eso lo que hacen los de tu clase?
El pánico se mezcló con la ira. ¿Cómo se había enterado? ¿Quién había hablado? La tregua entre humanos y vampiros pendía de un hilo, y cualquier filtración podría desencadenar el caos.
—No sabes con qué estás jugando —advirtió, sintiendo cómo sus colmillos comenzaban a alargarse involuntariamente.
—Oh, creo que sí —Julián se inclinó, su aliento cálido y alcoholizado contra su cuello—. Y quiero jugar contigo, Adriana Veyra.
Cuando intentó besarla, sujetándola por las muñecas, algo se rompió dentro de ella. No fue un pensamiento consciente, sino puro instinto. Su mitad vampírica, esa parte que siempre intentaba controlar, emergió con fuerza. En un movimiento borroso, invirtió las posiciones, y ahora era ella quien lo sujetaba contra el seto.
—Te dije que pararas —gruñó, con una voz que apenas reconoció como propia.
El miedo reemplazó la arrogancia en los ojos de Julián. Intentó zafarse, pero la fuerza sobrehumana de Adriana lo mantenía inmóvil.
—Suéltame, monstruo —escupió.
Esa palabra. *Monstruo*. La misma que había escuchado susurrar a sus espaldas durante toda su vida. La que veía en los ojos de su abuelo cada vez que la miraba.
No supo exactamente qué pasó después. Un segundo estaba sujetándolo, y al siguiente, Julián se desplomaba a sus pies, con el cuello en un ángulo imposible y los ojos abiertos, vacíos, mirando hacia la nada.
El horror la paralizó. No había sangre, no había mordida. Solo un movimiento demasiado rápido, demasiado fuerte. Un accidente. Un terrible accidente.
—Oh, Dios mío —murmuró, cayendo de rodillas junto al cuerpo—. Julián, no... no quise...
El sonido de un aplauso lento y deliberado cortó el silencio de la noche. Adriana se giró, con el corazón martilleando contra su pecho.
Una figura alta y esbelta emergió de las sombras. Cabello negro como la noche, piel pálida como la luna, y ojos de un verde tan intenso que parecían brillar en la oscuridad. Lucien Draeven. El vampiro milenario cuyas historias habían aterrorizado incluso a los más antiguos del clan Veyra.
—Impresionante —dijo, con una voz suave como terciopelo y fría como el hielo—. Un poco torpe en la ejecución, pero efectivo.
Adriana se puso de pie, temblando.
—Fue un accidente. Yo no quería...
—Los accidentes son para los humanos, querida —Lucien se acercó, observando el cuerpo con desinterés clínico—. Los vampiros, incluso los mestizos como tú, no tenemos ese lujo.
Se inclinó sobre el cadáver, tocando ligeramente el cuello roto con dedos largos y elegantes.
—Limpio. Sin sangre. Casi podría parecer una caída desafortunada —sus ojos se elevaron hacia ella, evaluándola—. Pero hay testigos. Cámaras de seguridad. Y un tratado de paz a punto de firmarse que prohíbe explícitamente este tipo de... incidentes.
Adriana sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Su carrera, su vida, todo lo que había construido...
—Acabas de cavar tu propia tumba, pequeña Veyra... —Lucien sonrió, mostrando brevemente colmillos perfectos y afilados— a menos que yo decida enterrarla por ti.
El reloj de la mansión Veyra marcó las nueve de la noche con un sonido que retumbó por los pasillos como un presagio. Adriana, sentada en el borde de su cama, observaba la maleta a medio hacer mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con el colgante que llevaba al cuello. No sabía qué empacar para una estadía indefinida con un vampiro milenario. ¿Ropa formal? ¿Casual? ¿Algo para dormir, cuando ni siquiera estaba segura de si tendría la oportunidad de hacerlo?El timbre sonó abajo, y su corazón dio un vuelco. Puntual como la muerte misma.—Señorita Adriana —la voz de Greta, el ama de llaves, sonó al otro lado de la puerta—. Su... invitado ha llegado.Adriana cerró la maleta de golpe, metiendo lo primero que encontró. Ya era demasiado tarde para preocuparse por trivialidades.—Dile que bajo en un minuto.Cuando descendió por la escalera principal, la escena que encontró en el vestíbulo era exactamente lo que había temido. Lucien Draeven, impecable en un traje negro que parecía haber
El vino tinto brillaba como sangre fresca bajo la luz de las velas. Lucien Draeven lo hizo girar en la copa de cristal tallado, observando cómo el líquido formaba un remolino hipnótico antes de llevárselo a los labios. El sabor era exquisito, como todo lo que poseía. Había seleccionado personalmente esta botella de su bodega privada —un Château Margaux de 1787— no porque necesitara impresionar a su invitada, sino porque las ocasiones especiales merecían ser celebradas con la debida ceremonia.Y esta noche era, sin duda, una ocasión especial.Desde el ventanal de su estudio, contemplaba los jardines de su mansión victoriana en las afueras de la ciudad. La propiedad, aislada por hectáreas de bosque privado, era uno de sus muchos refugios alrededor del mundo. Este, sin embargo, tenía un encanto particular: estaba lo suficientemente cerca del territorio Veyra como para ser una provocación constante, pero lo bastante lejos como para mantener las apariencias diplomáticas.Sonrió para sí mis
El amanecer se filtraba por las cortinas cuando Adriana cruzó el umbral de la mansión Veyra. Cada paso sobre el mármol negro resonaba como un recordatorio de su crimen. La sangre de Julián ya no manchaba sus manos, pero su olor persistía en su memoria, metálico y acusador.La casa familiar, una fortaleza neogótica de tres siglos de antigüedad, permanecía en silencio. Los sirvientes —todos humanos bajo contrato de sangre— apenas comenzaban sus labores matutinas. Adriana agradeció ese momento de tregua mientras subía la escalinata principal, rogando llegar a su habitación sin ser detectada.—Madrugadora, ¿no es así?La voz de su abuelo la congeló en el último escalón. Giró lentamente para encontrarse con Augusto Veyra, patriarca del clan, sentado en su sillón favorito del salón principal. A pesar de sus novecientos años, mantenía la apariencia de un hombre de sesenta: cabello plateado, rostro aristocrático tallado en mármol y ojos negros que habían presenciado la caída de imperios.—Abu
La observaba desde la distancia, como un lobo estudia a su presa antes de atacar. Lucien Draeven permanecía inmóvil en la esquina más oscura del salón, sosteniendo una copa de cristal que apenas había tocado. El líquido escarlata —sangre de donante mezclada con vino tinto— giraba hipnóticamente mientras sus ojos, antiguos como el tiempo mismo, seguían cada movimiento de Adriana Veyra.La gala anual de la Universidad Nocturna era un evento tedioso para alguien que había presenciado la caída de imperios. Vampiros jóvenes —de apenas unos siglos— pavoneándose con sus logros académicos, mientras los ancianos del consejo fingían interés. Pero ella... ella era diferente.Adriana se movía entre los invitados como si no perteneciera a ningún mundo. Ni completamente humana, ni completamente vampira. Una anomalía. Un error genético que debería haber sido eliminado al nacer, según las antiguas leyes. Sin embargo, ahí estaba, desafiando su propia existencia con cada respiración.—Fascinante, ¿no e
El salón principal de la mansión Veyra resplandecía bajo la luz de mil velas. Candelabros de cristal tallado proyectaban destellos sobre los invitados, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Adriana observó la escena desde la escalera principal, demorando su entrada como si pudiera retrasar lo inevitable. Ajustó el escote de su vestido negro —demasiado conservador para su gusto, pero lo suficientemente provocativo para escandalizar a las tías— y respiró hondo.*Sonríe, mantén la barbilla alta y no muestres los colmillos.*El mantra que su madre le había enseñado desde niña resonaba en su cabeza mientras descendía los escalones. Cada paso era una pequeña batalla. Los tacones de aguja marcaban un ritmo constante contra el mármol, como si contaran los segundos que faltaban para que alguien notara que no pertenecía allí.La gala anual del clan Veyra era, en teoría, una celebración. En la práctica, un desfile de poder y un recordatorio de jerarquías. Y ella, Adriana Veyra, ocupaba el
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