El salón principal de la mansión Veyra resplandecía bajo la luz de cientos de velas. Los candelabros de cristal reflejaban destellos dorados sobre las paredes de mármol, creando un ambiente casi onírico. La sangre fluía en copas de cristal tallado, y el murmullo de conversaciones llenaba el espacio con una energía contenida, expectante.
Adriana observaba todo desde lo alto de la escalera principal. Su vestido negro de seda se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, con un escote que descendía hasta la mitad de su espalda. El collar de rubíes que Lucien le había regalado —sangre cristalizada, le había dicho él— descansaba sobre su piel pálida, captando la luz con cada respiración.
Hacía apenas una semana que habían derrotado a la facción rebelde. Una semana desde que la sangre de sus enemigos había manchado el suelo