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La observaba desde la distancia, como un lobo estudia a su presa antes de atacar. Lucien Draeven permanecía inmóvil en la esquina más oscura del salón, sosteniendo una copa de cristal que apenas había tocado. El líquido escarlata —sangre de donante mezclada con vino tinto— giraba hipnóticamente mientras sus ojos, antiguos como el tiempo mismo, seguían cada movimiento de Adriana Veyra.

La gala anual de la Universidad Nocturna era un evento tedioso para alguien que había presenciado la caída de imperios. Vampiros jóvenes —de apenas unos siglos— pavoneándose con sus logros académicos, mientras los ancianos del consejo fingían interés. Pero ella... ella era diferente.

Adriana se movía entre los invitados como si no perteneciera a ningún mundo. Ni completamente humana, ni completamente vampira. Una anomalía. Un error genético que debería haber sido eliminado al nacer, según las antiguas leyes. Sin embargo, ahí estaba, desafiando su propia existencia con cada respiración.

—Fascinante, ¿no es cierto? —murmuró Elias Veyra, acercándose a su lado—. Mi nieta, la vergüenza de nuestro linaje.

Lucien no se molestó en mirar al anciano vampiro.

—Tiene fuego —respondió con voz neutra—. Algo que tu clan ha perdido hace siglos.

—Tiene sangre débil —espetó Elias—. La humanidad en sus venas la hace vulnerable.

—La vulnerabilidad puede ser... tentadora.

Lucien observó cómo Adriana discutía acaloradamente con un joven vampiro de cabello rubio. Podía escuchar fragmentos de su conversación incluso a esa distancia. Algo sobre derechos humanos y zonas de alimentación. Ideas peligrosas para alguien en su posición.

—Demasiado idealista —continuó Elias—. Cree que puede cambiar siglos de tradición con discursos universitarios.

—Los idealistas son los primeros en caer —respondió Lucien, dejando su copa en una bandeja—. Y los más interesantes de observar mientras lo hacen.

El patriarca Veyra lo miró con suspicacia.

—¿Por qué aceptaste mi invitación esta noche, Draeven? Nunca has mostrado interés en nuestros asuntos familiares.

Lucien sonrió, un gesto calculado que nunca alcanzaba sus ojos.

—Digamos que me aburría. Y tu nieta... promete entretenimiento.

La discusión al otro lado del salón se intensificaba. El joven vampiro rubio —Lucien recordaba vagamente que se llamaba Marcus— agarraba ahora el brazo de Adriana con fuerza. Ella se resistía, sus mejillas sonrojadas por la ira y la humillación.

—Parece que tu entretenimiento está a punto de comenzar —comentó Elias con desdén—. Ese chico es hijo de los Blackwood. Temperamento volátil, como todos los de su línea.

Lucien asintió levemente.

—Si me disculpas.

Se deslizó entre la multitud con la gracia de un depredador, sin prisa. Sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Lo había visto en los ojos de Adriana: ese destello de rabia incontrolable, esa chispa que los mestizos no podían controlar cuando la sangre vampírica y humana entraba en conflicto.

No llegó a tiempo. No quiso llegar a tiempo.

Cuando el grito desgarró el aire y los invitados se apartaron horrorizados, Lucien simplemente observó. Adriana sostenía un trozo de cristal roto, probablemente de alguna copa que había caído durante el forcejeo. La sangre manaba del cuello de Marcus Blackwood, quien se desplomaba lentamente en el suelo, con los ojos abiertos por la sorpresa.

El caos estalló inmediatamente. Algunos vampiros más jóvenes se alejaron, otros sacaron sus teléfonos. Los ancianos permanecieron inmóviles, evaluando la situación.

Adriana parecía congelada, con el cristal ensangrentado aún en su mano temblorosa.

Lucien se acercó a ella con calma estudiada y le susurró al oído:

—Suelta eso y sígueme. Ahora.

Ella lo miró, sus ojos desorbitados por el pánico.

—Yo no... no quería...

—Tres segundos antes de que alguien llame a las autoridades —murmuró él—. Dos...

Adriana dejó caer el cristal y lo siguió.

La condujo por un pasillo lateral hasta una habitación vacía. Cerró la puerta tras ellos y observó cómo ella se derrumbaba contra la pared, temblando incontrolablemente.

—Lo has matado —dijo Lucien, sin emoción alguna—. Un vampiro de linaje puro. En medio de una gala universitaria. Con testigos.

—Fue un accidente —susurró ella, las lágrimas comenzando a formarse—. Él me agarró y yo solo...

—Los accidentes tienen consecuencias, pequeña mestiza —interrumpió, acercándose hasta quedar a centímetros de su rostro—. Especialmente cuando ocurren en vísperas de la primera tregua formal entre humanos y vampiros en siglos.

Adriana levantó la mirada, desafiante a pesar del miedo.

—¿Qué quieres de mí?

Lucien sonrió, mostrando brevemente sus colmillos.

—La pregunta correcta es: ¿qué puedo hacer yo por ti?

—No necesito tu ayuda.

—¿No? —Lucien arqueó una ceja—. Acabas de asesinar al hijo de una de las familias más influyentes del consejo vampírico. Si las autoridades humanas se enteran, serás ejecutada por homicidio. Si el consejo vampírico toma el caso, serás ejecutada por traición a la especie. Tu abuelo no puede protegerte de esto. Nadie puede.

—Nadie excepto tú, supongo —respondió ella con amargura.

—Precisamente.

Lucien se alejó, dándole espacio para respirar. Saboreaba su miedo, tan palpable que casi podía degustarlo en el aire.

—Puedo hacer desaparecer el cuerpo. Puedo borrar la memoria de los testigos. Puedo convertir esta noche en un mal sueño —explicó con frialdad calculada—. Pero todo tiene un precio, Adriana Veyra.

Ella se enderezó, recuperando algo de compostura.

—¿Cuánto quieres?

Lucien rio, un sonido bajo y peligroso.

—No me insultes. El oro no significa nada para alguien que ha vivido milenios.

Se acercó nuevamente, esta vez rozando con sus dedos el cuello de Adriana, sintiendo cómo su pulso se aceleraba bajo su toque.

—Me pagarás con algo que vale más que el oro —susurró—. Una noche... conmigo.

Los ojos de Adriana se abrieron de par en par, una mezcla de horror e indignación.

—Eres un maldito bastardo —escupió, apartando su mano de un manotazo—. Prefiero entregarme a las autoridades.

Lucien sonrió, imperturbable.

—Qué noble. ¿Y qué hay de tu familia? ¿De tu madre humana? ¿Crees que los Blackwood la dejarán vivir cuando descubran lo que has hecho?

El color abandonó el rostro de Adriana. Había dado en el clavo.

—Tienes veinticuatro horas para decidir —concluyó Lucien, dirigiéndose hacia la puerta—. Mientras tanto, me ocuparé de mantener este... incidente en secreto. Por ahora.

Se detuvo en el umbral y la miró por encima del hombro.

—Una última cosa, pequeña mestiza. No intentes huir. No hay lugar en este mundo donde no pueda encontrarte.

Y con esas palabras, desapareció en la oscuridad, dejando a Adriana sola con su decisión imposible y el eco de su oferta envenenada.

  

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