8

La sangre se extendía como un manto carmesí sobre el suelo de mármol. Adriana observaba, paralizada, cómo los dedos de Julián se crispaban en un último espasmo vital. Sus ojos, aún abiertos, la miraban sin ver, acusadores en su vacuidad.

"No fue mi intención," susurró ella, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta.

El rostro de Julián comenzó a transformarse. Sus facciones se volvieron angulosas, su piel pálida como la porcelana, y de pronto ya no era él quien yacía en el suelo, sino ella misma, con un agujero sangrante donde debería estar su corazón.

Adriana despertó con un grito ahogado, las sábanas empapadas en sudor. La habitación estaba sumida en penumbras, apenas iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. Se incorporó, llevándose una mano al pecho, donde su corazón latía desbocado.

Algo no estaba bien. La sensación de ser observada le erizó la piel. Escudriñó cada rincón de la habitación, pero estaba sola. Aun así, la inquietud persistía, como
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