El vestido negro se deslizaba sobre mi piel como agua oscura. Frente al espejo, apenas reconocía a la mujer que me devolvía la mirada: cabello recogido en un moño bajo que dejaba mi cuello expuesto —un gesto de confianza entre vampiros—, labios pintados de carmesí y un escote que descendía peligrosamente entre mis pechos.
—Perfecto —la voz de Lucien resonó desde el umbral de mi habitación.
Me giré para encontrarlo apoyado contra el marco de la puerta. Su traje negro, impecablemente cortado, contrastaba con una camisa de seda gris que parecía fundirse con el color de sus ojos. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, revelando los ángulos afilados de su rostro.
—No recuerdo haberte invitado a entrar —respondí, intentando que mi voz no traicionara el efecto que su presencia causaba en mí.
Una sonrisa ladeada curvó sus labios.
—No necesito invitación, Adriana. Todo en esta casa me pertenece —hizo una pausa deliberada—. Incluida tú.
El calor subió a mis mejillas. Odiaba cómo mi cuerpo reac