La mansión Draeven, antes un monumento a la elegancia atemporal, se había convertido en un campo de batalla. El aire olía a sangre, cenizas y miedo. Adriana se movía entre las sombras del gran salón, con cada músculo tenso y los sentidos amplificados por la adrenalina. Su naturaleza híbrida, antes una maldición, ahora le otorgaba ventajas que ningún vampiro puro podría imaginar: podía moverse bajo la luz mortecina del amanecer que comenzaba a filtrarse por los ventanales destrozados, mientras los vampiros puros debían retroceder ante su toque.
Lucien se encontraba al otro extremo, su figura imponente recortada contra el fuego que devoraba parte del ala este. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ardían con una furia milenaria. Sangre seca manchaba su camisa de seda negra, pero se movía como si no sintiera dolor alguno.
Entre ellos, rodeado por lo