El sol se filtraba a través de las cortinas de seda cuando Adriana abrió los ojos. Por un instante, la desorientación la invadió. Aquella no era su habitación universitaria, ni tampoco la austera recámara que tenía en la mansión Veyra. Las paredes de un gris perla, los muebles de caoba tallada y las sábanas de algodón egipcio que se deslizaban como agua entre sus dedos le recordaron dónde estaba: en la mansión Draeven.
Se incorporó lentamente, sintiendo cada músculo protestar. La noche anterior había sido un torbellino de emociones y ahora, con la claridad que otorgaba la mañana, todo parecía una pesadilla distante. Pero no lo era. El cadáver de su compañero, la sangre, la intervención de su abuelo y, finalmente, el trato con Lucien... todo era dolorosamente real.
Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Adelante —murmuró, sabiendo que cualquier vampiro podría escucharla.
Una mujer de mediana edad, con un uniforme impecable y ojos que delataban su naturaleza no humana, entró con una bandeja.
—Buenos días, señorita Veyra. El señor Draeven ordenó que le trajera el desayuno y le informara que la espera en su despacho en una hora.
Adriana observó la bandeja: fruta fresca, tostadas, jugo de naranja recién exprimido y... un vaso de líquido rojo oscuro. Sangre. Su mitad vampírica se estremeció de anticipación mientras su lado humano se revolvía incómodo.
—Gracias —respondió secamente—. ¿Puedo preguntar tu nombre?
La mujer pareció sorprendida por la pregunta.
—Elisa, señorita.
—Gracias, Elisa. ¿Podrías decirme dónde está mi teléfono? Necesito hacer algunas llamadas.
La expresión de Elisa se tensó.
—El señor Draeven mencionó que hablaría con usted sobre... sus nuevas circunstancias. Será mejor que espere a su reunión.
Cuando Elisa se retiró, Adriana sintió que algo no encajaba. Se vistió rápidamente con la ropa que encontró en el armario —prendas nuevas, todas de su talla, todas con etiquetas de diseñador— y salió al pasillo.
La mansión Draeven era un laberinto de pasillos de mármol, obras de arte que databan de siglos atrás y ventanales que ofrecían vistas panorámicas de jardines perfectamente cuidados. En cualquier otra circunstancia, Adriana habría quedado maravillada. Ahora, solo sentía que las paredes se cerraban a su alrededor.
Tras varios intentos fallidos de encontrar una salida, llegó a un amplio despacho donde Lucien la esperaba, sentado tras un escritorio de ébano, con documentos esparcidos frente a él.
—Llegas temprano —comentó sin levantar la mirada—. Siéntate.
Adriana permaneció de pie.
—¿Dónde está mi teléfono? ¿Y por qué hay ropa nueva en mi habitación?
Lucien finalmente alzó los ojos, aquellos ojos de un azul tan frío que parecían congelar el aire entre ellos.
—Tu teléfono está confiscado. En cuanto a la ropa, consideré apropiado proporcionarte lo necesario para tu estancia aquí.
—¿Mi estancia? ¿Cuánto tiempo pretendes mantenerme prisionera?
Una sonrisa lenta, casi depredadora, se dibujó en los labios de Lucien.
—No eres una prisionera, Adriana. Eres mi protegida. Legalmente.
Le extendió un documento. Adriana lo tomó con manos temblorosas y comenzó a leer. Era un contrato, firmado por su abuelo y por Lucien, que la colocaba bajo la custodia oficial de Lucien Draeven "hasta que se considere que ha aprendido a controlar sus impulsos y a respetar las leyes del mundo vampírico".
—Esto es... —las palabras se atascaron en su garganta— una locura. No puede ser legal.
—En el mundo vampírico, lo es. Tu abuelo ha cedido temporalmente su autoridad sobre ti. Ahora me perteneces, Adriana. Y mientras estés bajo mi techo, seguirás mis reglas.
La rabia bullía dentro de ella, mezclándose con una impotencia que nunca había experimentado.
—No soy una posesión —espetó, arrojando el documento sobre el escritorio.
—No, eres mucho más interesante que eso —respondió él, levantándose con una gracia sobrenatural—. Eres un enigma. Mitad humana, mitad vampira, incapaz de encajar completamente en ninguno de los dos mundos. Y ahora, eres mi responsabilidad.
Adriana retrocedió instintivamente.
—No puedes mantenerme encerrada aquí.
—Puedo y lo haré. Por tu seguridad y la de otros. Pero no te preocupes —añadió, rodeando el escritorio para acercarse a ella—, tu jaula está llena de comodidades. Tienes acceso a la biblioteca, los jardines, la piscina... Todo lo que necesites para sentirte cómoda.
—¿Todo excepto mi libertad?
Lucien se detuvo a centímetros de ella, tan cerca que Adriana podía oler su perfume, una mezcla de sándalo y algo más oscuro, más primitivo.
—La libertad es un concepto sobrevalorado, especialmente para alguien que no sabe controlar sus impulsos.
Durante las siguientes horas, Adriana recorrió la mansión, buscando desesperadamente una salida, una grieta en la perfecta prisión que Lucien había construido para ella. Cada puerta que conducía al exterior estaba vigilada por personal de seguridad. Cada ventana, sellada con sistemas que solo respondían a la huella dactilar de Lucien.
La mansión era inmensa, con salones de baile abandonados, bibliotecas que albergaban tomos antiguos en idiomas que ni siquiera reconocía, y habitaciones llenas de tesoros acumulados a lo largo de siglos. En cualquier otro momento, habría estado fascinada. Ahora, solo veía los barrotes dorados de su jaula.
Fue durante su exploración cuando encontró una puerta diferente. No estaba cerrada con llave, pero algo en ella —quizás la madera más oscura, o los intrincados tallados que la decoraban— le advirtió que no debía abrirla. Y precisamente por eso, lo hizo.
La habitación al otro lado era austera comparada con el resto de la mansión. Una cama simple, estanterías con libros antiguos, y en el centro, una vitrina de cristal que contenía lo que parecía ser un medallón de plata ennegrecida.
Adriana se acercó, hipnotizada por el objeto. Cuando estaba a punto de tocar el cristal, una mano se cerró alrededor de su muñeca con fuerza suficiente para hacerla jadear.
—Esta habitación está prohibida —la voz de Lucien, usualmente controlada, vibraba con una furia apenas contenida.
Antes de que pudiera reaccionar, se encontró acorralada contra la pared, el cuerpo de Lucien presionando el suyo, sus rostros a centímetros de distancia.
—¿Acaso no entiendes lo que significa pertenecer a alguien, Adriana? —susurró, su aliento rozando los labios de ella—. Significa que cada parte de ti, cada pensamiento, cada latido, me pertenece. Y cuando establezco límites, espero que se respeten.
Sus ojos, normalmente fríos, ardían ahora con una intensidad que la dejó sin aliento. Adriana sintió que algo dentro de ella se despertaba, una respuesta primitiva al peligro y al deseo entrelazados.
—No te pertenezco —logró articular, aunque su voz traicionaba su incertidumbre.
Lucien sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Eso es lo que tu mente racional quiere creer —deslizó un dedo por su mejilla, bajando hasta su cuello, donde su pulso latía desbocado—. Pero tu cuerpo sabe la verdad. Puedo olerlo en tu sangre, sentirlo en tu piel. La forma en que tiemblas cuando me acerco... no es solo miedo, ¿verdad?
Adriana quería negarlo, quería empujarlo y salir corriendo, pero su cuerpo la traicionaba. Cada nervio parecía vibrar bajo su toque, cada célula anhelaba más.
—Este tipo de desobediencia tiene consecuencias —continuó Lucien, sus labios rozando ahora su oído—. Y me aseguraré de que las recuerdes.
Se apartó tan repentinamente como se había acercado, dejándola jadeante y confundida.
—Vuelve a tu habitación, Adriana. Y no te atrevas a entrar aquí de nuevo.
Cuando la puerta se cerró tras él, Adriana se deslizó hasta el suelo, sus piernas incapaces de sostenerla. Su corazón latía con fuerza, su respiración era irregular, y todo su cuerpo temblaba.
Lo peor era que no sabía si temblaba de miedo... o de deseo.