El amanecer se filtraba por las ventanas del salón de armas, un espacio amplio y austero en el subterráneo de la mansión Draeven. Adriana observaba su reflejo en el espejo que cubría una de las paredes mientras ajustaba las correas de cuero que sujetaban las dagas a sus muslos. Su rostro mostraba determinación, pero sus ojos no podían ocultar el miedo que sentía ante lo que se avecinaba.
—No sobrevivirás ni cinco minutos si sigues tensando así los hombros —la voz de Lucien resonó a sus espaldas.
Adriana lo miró a través del reflejo. Él estaba apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía completamente de negro, como siempre, pero hoy su atuendo tenía un propósito táctico: pantalones de combate, botas reforzadas y una camiseta que se ajustaba a su torso como una segunda piel.
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