5

El reloj de la mansión Veyra marcó las nueve de la noche con un sonido que retumbó por los pasillos como un presagio. Adriana, sentada en el borde de su cama, observaba la maleta a medio hacer mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con el colgante que llevaba al cuello. No sabía qué empacar para una estadía indefinida con un vampiro milenario. ¿Ropa formal? ¿Casual? ¿Algo para dormir, cuando ni siquiera estaba segura de si tendría la oportunidad de hacerlo?

El timbre sonó abajo, y su corazón dio un vuelco. Puntual como la muerte misma.

—Señorita Adriana —la voz de Greta, el ama de llaves, sonó al otro lado de la puerta—. Su... invitado ha llegado.

Adriana cerró la maleta de golpe, metiendo lo primero que encontró. Ya era demasiado tarde para preocuparse por trivialidades.

—Dile que bajo en un minuto.

Cuando descendió por la escalera principal, la escena que encontró en el vestíbulo era exactamente lo que había temido. Lucien Draeven, impecable en un traje negro que parecía haber sido confeccionado por manos divinas, conversaba con su abuelo en voz baja. La tensión entre ambos era palpable, como dos depredadores antiguos midiendo sus fuerzas sin necesidad de mostrar los colmillos.

—Ah, aquí está mi nieta —dijo Augusto Veyra, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Puntual, como corresponde a una Veyra.

Lucien se volvió hacia ella, y Adriana sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Bajo la luz de las lámparas de cristal, sus ojos parecían más profundos, como pozos de agua helada donde uno podría ahogarse sin remedio.

—Señorita Veyra —saludó con una leve inclinación—. Espero que esté lista.

No era una pregunta, sino una afirmación. Adriana asintió, incapaz de articular palabra.

—Confío en que cuidarás bien de ella, Draeven —dijo su abuelo, y aunque su tono era cordial, había una advertencia implícita—. Es, después de todo, mi única nieta.

—La protegeré como si fuera mi propia sangre —respondió Lucien con una sonrisa enigmática—. Tiene mi palabra.

Augusto entrecerró los ojos, claramente desconfiado de aquella promesa.

—Abuelo —intervino Adriana, acercándose para despedirse—. Estaré bien.

El anciano vampiro la tomó por los hombros, estudiándola con intensidad.

—Recuerda quién eres —susurró—. Una Veyra no se doblega, ni siquiera ante la muerte.

Adriana asintió, sintiendo un nudo en la garganta. Por un instante, vio preocupación genuina en los ojos de su abuelo, algo tan raro que casi la desarmó.

—Es hora de irnos —anunció Lucien, tomando la maleta de Adriana como si no pesara nada—. La noche es joven, pero tenemos asuntos que atender.

El trayecto en el Bentley negro de Lucien transcurrió en un silencio sepulcral. Adriana observaba por la ventanilla cómo la ciudad iba quedando atrás, dando paso a carreteras secundarias flanqueadas por bosques cada vez más densos. Después de casi una hora, el vehículo giró por un camino privado custodiado por una imponente verja de hierro forjado que se abrió automáticamente a su paso.

La propiedad de Lucien Draeven emergió ante sus ojos como una fortaleza de otro tiempo: una mansión victoriana de tres plantas, con torres puntiagudas y ventanales altos que brillaban tenuemente en la oscuridad. El jardín, perfectamente cuidado pero dominado por rosas negras y esculturas sombrías, parecía diseñado para intimidar a los visitantes.

—Bienvenida a mi humilde morada —dijo Lucien con ironía mientras el coche se detenía frente a la entrada principal.

—¿Humilde? —replicó Adriana, encontrando por fin su voz—. Parece el escenario perfecto para una película de terror.

Una sonrisa fugaz cruzó el rostro de Lucien.

—La estética es importante para los de nuestra especie. Intimidar es un arte que se cultiva con los siglos.

El interior de la mansión era aún más impresionante: techos altos con artesonados intrincados, muebles de época que debían valer fortunas, y una colección de arte que abarcaba siglos de historia. Pero lo que más inquietó a Adriana fueron los retratos. Decenas de ellos colgaban en las paredes, mostrando diferentes épocas y estilos... y en muchos aparecía Lucien, inmutable a través de los siglos, con la misma mirada penetrante que ahora la observaba.

—¿Cuántos años tienes realmente? —preguntó, deteniéndose frente a un óleo donde Lucien aparecía vestido a la usanza del siglo XVII.

—Es de mala educación preguntar la edad a un vampiro —respondió él, acercándose tanto que Adriana pudo sentir su aliento frío en la nuca—. Digamos que he visto imperios nacer y caer, y que tus antepasados Veyra eran apenas unos recién llegados cuando yo ya era temido.

Adriana se estremeció, pero se obligó a mantener la compostura.

—¿Y ahora qué? ¿Me mostrarás mi celda?

Lucien rió, un sonido bajo y melodioso que reverberó en las paredes.

—Nada tan dramático. Cenaremos primero. Debes estar hambrienta.

La condujo hasta un comedor donde una mesa ya estaba servida para dos. La vajilla era de porcelana fina, los cubiertos de plata antigua, y las copas de cristal tallado reflejaban la luz de las velas como pequeños diamantes.

—¿Esperas invitados a menudo? —preguntó Adriana, notando la elaborada presentación.

—Rara vez —respondió Lucien, acomodándole la silla con una cortesía anticuada—. Pero siempre estoy preparado.

La cena transcurrió en un extraño equilibrio entre tensión y fascinación. Adriana descubrió que Lucien podía ser un conversador brillante cuando se lo proponía, hablando de arte, literatura y música con la pasión de quien ha sido testigo directo de la creación de grandes obras.

—¿Por qué aceptaste el trato de mi abuelo? —preguntó finalmente, cuando el postre fue servido por un mayordomo silencioso que parecía materializarse y desaparecer como una sombra—. Podrías haber pedido cualquier cosa. Dinero, poder, influencia...

Lucien la miró por encima de su copa, que contenía un líquido rojo demasiado espeso para ser vino.

—Quizás lo que deseo es algo que solo tú puedes darme.

—¿Mi sangre? —aventuró ella, sintiendo un escalofrío—. ¿Mi cuerpo?

—Tu compañía, para empezar —respondió él con una sonrisa enigmática—. El resto... vendrá cuando sea el momento adecuado.

Adriana sintió que el calor subía a sus mejillas.

—¿Y cuándo será eso?

Lucien se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con un hambre que iba más allá de lo físico.

—Podría ser esta noche —susurró, y su voz pareció acariciar cada centímetro de la piel de Adriana—. Podría llevarte ahora mismo a mi habitación y reclamar lo que me debes.

El corazón de Adriana latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo. Una parte de ella, una que no quería reconocer, se estremeció de anticipación ante la idea.

Pero entonces Lucien se reclinó en su silla, rompiendo el hechizo.

—Pero no lo haré —declaró con calma—. No todavía.

—¿Por qué no? —las palabras escaparon de los labios de Adriana antes de que pudiera detenerlas.

La sonrisa de Lucien se ensanchó, revelando la punta de sus colmillos.

—Porque la espera, querida Adriana, es parte del placer. Quiero que cada noche te acuestes preguntándote si será mañana cuando reclame mi deuda. Quiero que la anticipación te consuma lentamente, hasta que desees que ocurra tanto como lo temes.

Se puso de pie con un movimiento fluido y le tendió la mano.

—Ahora, permíteme mostrarte tu habitación. Debes estar cansada.

La habitación que le asignó era lujosa pero inquietante: una cama con dosel de madera oscura, cortinas de terciopelo rojo, y ventanales que daban a un balcón con vista al bosque. Todo parecía sacado de otra época, como si el tiempo se hubiera detenido dentro de aquellas paredes.

—Descansa bien —dijo Lucien desde el umbral—. Mañana comenzaremos a establecer las reglas de nuestra... convivencia.

Cuando la puerta se cerró tras él, Adriana se dejó caer en la cama, exhausta física y emocionalmente. Se sentía como un pájaro en una jaula dorada, atrapada pero extrañamente fascinada por su captor.

Lo peor no era estar bajo la custodia de Lucien Draeven. Lo peor era que una parte de ella, una parte que crecía con cada minuto que pasaba en su presencia, no quería escapar.

  

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