Mundo ficciónIniciar sesión«Me enamoré del hombre equivocado. Y ahora, el único que puede salvarme... es su hermano». ♡⁀➷♡ La familia Borbón la señaló culpable. La condenaron sin juicio. Le arrebataron su nombre, su dignidad… y lo más importante: su hijo. Marcada como prófuga y sin nadie a quien acudir, Laura encuentra un aliado inesperado en Antonio, el abogado penalista más temido del país. Él quiere exponer a los Borbón. Ella solo desea recuperar a su bebé y reconstruir su vida. Una alianza peligrosa donde la venganza y la justicia se entrelazan para desenterrar verdades prohibidas. Pero ¿qué ocurrirá cuando una chispa de atracción y deseo surja entre ambos?
Leer másLaura Martínez
¿Soy yo la asesina de la mujer que me humilló toda la vida?
La pregunta resonaba en mi mente mientras la furia ardía en los ojos de Carlos, ese hombre para el cual mi amor nunca fue suficiente.
—¿Qué le hiciste? —me gritó, empujándome tan fuerte que casi caí al suelo.
Mis manos se ciñeron a mi vientre abultado, instintivamente protegiendo al hijo que llevaba dentro.
—¡Nada! ¡Yo no hice nada! —supliqué entre lágrimas, con la voz rota.
***
Su madre, la mujer que yacía desplomada, había llegado convertida en un vendaval de furia. Azotó la puerta principal, se sirvió un coñac y, mientras el trago bajaba por su garganta, notó mi presencia en el descansillo. Subió la escalera con pasos pesados; el eco de sus tacones resonaba como disparos en mis sienes.
—¿Se le ofrece algo, doña Emilia? —pregunté en un hilo de voz, con la cabeza gacha.
No me atrevía a mirarla, pero sentía su respiración cargada de veneno, como una bestia a punto de lanzarse sobre su presa.
—Sí, Laura. —Su voz era un látigo—. Perdí una fuerte suma de dinero en unas inversiones. Dime, ¿acaso tú tienes con qué cubrir mis pérdidas?
Tragué saliva. El silencio se volvió insoportable. Cuando pensé que no volvería a insistir, su voz me atravesó de nuevo.
—¡Respóndeme!
—No-no, señora… —murmuré, encogida.
Entonces explotó. El vaso de coñac voló de su mano y se estrelló a mis pies; los vidrios se esparcieron como cuchillas.
—¡Pobre diabla! ¡Eres la culpable de toda mi desgracia! —Cada palabra me caía encima como ácido—. Desde que entraste en esta casa, todo se vino abajo. ¡Tú y ese bastardo que cargas en el vientre son una maldición! ¡Una maldita maldición!
Retrocedí instintivamente, pero sus ojos me perseguían con el mismo odio de siempre.
De pronto su rostro se desfiguró. Su mano buscó torpemente el barandal mientras la comisura de su boca se torcía. Sus párpados comenzaron a cerrarse y su cuerpo perdió rigidez, como si los huesos dejaran de sostenerla.
—¡Doña Emilia! —alcancé a gritar, corriendo hacia ella.
La sujeté por los brazos, tratando de sostenerla, pero su cuerpo era un peso muerto que se me escurría entre las manos. Sus ojos, enturbiados y desorbitados, aún me miraban con desprecio incluso en medio del colapso.
En ese preciso instante, los gritos habían alertado a Carlos. La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y él salió al pasillo.
Lo primero que vio fue a su madre tambaleándose en mis brazos, segundos antes de rodar por los escalones.
El estruendo de su caída retumbó en la casa igual que una sentencia.
Y cuando levanté la mirada, Carlos ya estaba frente a mí, mirándome como si acabara de empujarla con mis propias manos.
Solo quise ayudarla.
Carlos bajó corriendo las escaleras. Yo me paralicé por un instante, hasta que lo seguí. En su rostro no había miedo por su madre, sino rabia hacia mí.
—Carlos…
Ni siquiera me dejó hablar.
—¡Cállate! —rugió mientras se agachaba junto a la mujer—. Mamá…
Sacó su celular y llamó a emergencias, pero sin apartar de mí esa mirada de fuego, como si yo fuera el monstruo que había esperado ese momento para acabar con la mujer que nunca me aceptó.
Yo, Laura, la sirvienta que un día se convirtió en su amante por accidente, estaba siendo juzgada sin defensa. Y lo peor era que ese hombre, el padre de mi bebé, no parecía tener intención de creerme.
Temía lo que pudiera pasar, más por mi hijo que por mí. Esa familia tenía el poder de hundirme en la peor mazmorra, y lo harían… aunque eso significara condenar también a la criatura que llevaba en mi vientre.
—Ella llegó enojada… me acusó de provocarle mala suerte…
—¡Deja de mentir! —Carlos me fulminó con la mirada al levantarse.
—Por favor, escúchame… yo no hice nada… —insistí, con la voz temblorosa.
No terminé de hablar cuando su mano cayó sobre mi mejilla. El golpe me arrancó un sollozo ahogado. Sentí el ardor expandirse hasta el oído, y las lágrimas brotaron sin control.
Me quedé paralizada, con la piel quemando y el corazón deshecho. Nunca antes me había golpeado. Carlos siempre había tenido un temperamento fuerte, pero esa bofetada… esa bofetada partió algo dentro de mí.
«¿Cómo llegamos hasta aquí?», pensé mientras la sangre me zumbaba en las sienes.
No siempre fue así.
Hubo un tiempo en que él no me miraba con odio. Yo lo amaba en silencio, convencida de que bajo ese traje de soberbia existía un hombre capaz de ver más allá de mi humilde condición.
Recordé la primera vez que crucé la puerta de aquella mansión. Tenía mi título en contabilidad, pero las deudas del préstamo estudiantil me asfixiaban. Cuando recibí la oferta de trabajar como sirvienta en la casa de los Borbón, pensé que era lo mejor para salir adelante; después de todo, el salario era muy superior al de muchos trabajos de oficina a los cuales podría aspirar una recién graduada. “Solo será un tiempo”, me dije.
Carlos no me dirigía la palabra. Apenas me lanzaba órdenes secas, como si yo fuera invisible. Y sin embargo, me enamoré perdidamente a primera vista.
Entonces pasó. Aquella noche, él había bebido más de la cuenta. Yo entré a limpiar el despacho cuando lo encontré desparramado en el sofá, con la corbata suelta y la mirada perdida.
—Laura… —murmuró mi nombre, arrastrando las palabras como un secreto prohibido.
Yo me congelé, pero había en su voz una urgencia, un anhelo contenido que buscaba liberarse. Así le permití a mi corazón traicionarme. El alcohol en sus venas y la ilusión en las mías se unieron en una mezcla peligrosa. Terminamos besándonos, devorándonos porque ambos llevábamos demasiado tiempo esperando ese instante.
Al día siguiente, yo quería desaparecer de la vergüenza, pero él me convenció de quedarme, volverme su amante, sin que el resto de la familia lo supiera. Acepté, porque era mejor recibir su amor y atención en secreto que no tenerlo.
Entonces, lo inevitable sucedió: quedé embarazada.
Le conté a Carlos, con nerviosismo, a las pocas semanas, cuando los primeros síntomas aparecieron. Creí que reaccionaría con ternura, que quizá vería en esa vida nueva un motivo para luchar por nuestro amor. Al principio guardó silencio, y luego se limitó a decir:
—Tendrás a ese hijo.
Había indiferencia y frialdad en sus palabras. Desde entonces, todo cambió entre nosotros. Ya no había sonrisas robadas, ni besos secretos, ni miradas furtivas. Solo hielo, distancia… y un muro levantado por la voz de su madre.
Esa mujer nunca me soportó; para ella yo era menos que una cucaracha. Un día la escuché gritarle a Carlos en la biblioteca:
—¡¿Cómo pudiste ser tan estúpido?! ¡De todas las mujeres del mundo, tenías que embarazar a esa sirvienta! ¡Eres igual a tu padre!
Mi corazón se encogió. Él no decía ni una palabra para defenderme.
—Diviértete lo que quieras con esa, pero no me traigas a la pobre diabla como madre de un heredero.
Me quedé helada tras la puerta, con la bandeja en las manos temblorosas. Entonces, entendí que para esa familia nunca sería suficiente. Que mi amor, mi esfuerzo y hasta mi sacrificio valían menos que nada frente a sus prejuicios.
***
El recuerdo se desvaneció con el sonido de la sirena de la ambulancia. La mejilla aún me ardía y las lágrimas nublaban mi visión.
Los paramédicos entraron deprisa, revisaron a la madre de Carlos y comenzaron a trasladarla en la camilla. Yo los observaba con un nudo en la garganta, sintiendo que con cada paso se me escapaba también la poca esperanza que me quedaba.
Carlos se giró hacia mí. Me miró de una forma que jamás olvidaré. No había rastro de compasión en sus ojos, solo odio.
—Si mi madre muere, tú pagarás con tu vida —susurró con un veneno que me heló hasta los huesos.
Yo abracé mi vientre con ambas manos. No solo me amenazaba a mí. También lo hacía al ser inocente que crecía dentro de mí.
Y mientras la ambulancia se alejaba con las luces rojas reflejándose en las paredes de la mansión, supe que mi vida había cambiado para siempre. Ya no era la sirvienta enamorada ni la joven ingenua que soñaba con un futuro a su lado.
Me convertí en la enemiga número uno de esa familia.
Andrea me ayudó a vestirme como si fuera una niña enferma: unos jeans limpios, blusa clara y una chaqueta que me quedaba un poco grande. Nada de colores fuertes, nada que atrajera miradas. Yo temblaba tanto que los botones se me escapaban de los dedos.—Tranquila, Laurita —me dijo ella, sujetándome la mano—. No estás sola.Quise creerlo, pero la sensación era la misma que cuando doña Emilia se desplomó en la escalera y no pude hacer algo para ayudarla, ese nefasto día que cambió mi vida para siempre. El vacío en el pecho era insoportable. Cerré los ojos un instante y pensé en mi bebé. Recordé su piel suavecita, su boquita pegada a mi pezón esa única vez que pude sentir el calor de su cuerpecito, sus manitas apretando débilmente mi pecho… Y luego, la irrupción de los hermanos Borbón que lo alejaron de mí en un instante.El portazo seco me sacó del ensueño. Antonio apareció en el umbral. Llevaba un maletín de cuero en la mano y ese aire de tiburón que me helaba los huesos.—Es hora. No
Abrí los ojos lentamente. Por un instante, la luz colada desde la ventana ofuscó mi visión. Sin embargo, un murmullo de risas suaves me sacó del sopor. Parpadeé y lo vi.Un niño pequeño, de no más de tres años, estaba de pie junto a la cama, con el cabello castaño alborotado y unos ojos grandes que brillaban de picardía. Inflaba los labios, formando una boquita de pato exagerada, y luego estallaba en una risita clara que me atravesó como un relámpago.El corazón me dio un vuelco.Por un momento creí que era mi hijo. Pensé que el tiempo había corrido de golpe, que la incubadora y los llantos quedaron atrás, que la separación impuesta por esa familia era cosa del pasado y ahora lo tenía ahí, de pie, sano, riendo para mí. Una sonrisa me brotó sin permiso.La realidad me cayó encima como agua helada. No podía ser. Mi bebé apenas había nacido y fue arrancado cruelmente de mis brazos. Aunque por dentro lo anhelaba con tanta fuerza que las lágrimas me nublaron la vista, ese niño era ajeno.—
Laura MartínezAbrí los ojos con dificultad. Mi cuerpo pesaba, la garganta me ardía y un dolor sordo cruzaba mi vientre. Por un segundo pensé que me regresaron al hospital, vigilada como una criminal; mi pecho se apretó con la misma angustia de siempre. Pero el techo no era familiar, tampoco el aroma; olía a madera encerrada, y la manta que me cubría tenía otro tacto, otro calor.Sin duda, me encontraba en un sitio distinto. Entonces lo noté, había alguien en la habitación. Un hombre, sentado, erguido con un vaso en la mano. La luz que se colaba desde el pasillo apenas delineaba su figura y un escalofrío me bajó por la espalda.—¡Carlos! —el grito me supo a pesadilla repetida.Él no hizo el ademán de moverse. Exhaló como quien esperaba ese sobresalto. Luego habló; fue como una cuchillada sin empuñadura.—Hasta que despiertas, Laura.No era la voz de Carlos. Era más grave, cortante; un tono que no buscaba calmar, sino medir. Lo observé mejor: el cabello peinado hacia atrás, el traje os
Antonio GuzmánLas cámaras me siguieron como un enjambre hambriento apenas crucé la puerta del juzgado hacia la calle. Micrófonos, flashes, reporteros que gritaban mi nombre como si fueran acreedores y yo un deudor acorralado.—¡Doctor Guzmán, unas palabras!—¿Ganará el caso contra Cárdenas?—¿Es cierto que lo acusan de manipular testigos?Me acomodé el saco y sonreí. Esa sonrisa que tantos odiaban, la que decía: ustedes creen que me tienen, pero ni me rozan.—Lo único que manejo es la verdad —respondí, dejando que cada sílaba sonara como un tiro al aire.Las carcajadas nerviosas de algunos reporteros me siguieron hasta la puerta del Mercedes. Mi chofer, impecable en su traje negro, me abrió como si yo fuera un rey bajando al campo de batalla.Adentro, por fin, respiraba tranquilidad. Los vidrios polarizados mantenían a raya a los curiosos. El cuero champán y los acabados finos le daban a cada trayecto el lujo y la calma de un despacho privado. La mesa desplegable era idónea para segu
Los siguientes días, aquella habitación blanquecina se convirtió en mi celda sin barrotes. Oficiales se turnaban en la puerta para custodiar cada movimiento de “la peligrosa asesina”, o sea, yo. Solo tenía permitido salir para los respectivos estudios que demostrarían mi buen estado de salud y así conseguir el alta médica lo antes posible.Creí que lo peor fue la traición frontal ejecutada por el hombre que amaba. Sin embargo, me di cuenta, luego de dos días del parto, de que ese lugar lo ganó la ausencia de mi bebé. Apenas lo vi cuando nació; desde entonces ni siquiera podía acercarme al retén. Anhelaba abrazarlo, sentir el calor de su pequeño cuerpecito, alimentarlo de mi pecho cargado.En cada visita, Andrea era el único consuelo, la única voz que me trataba con dulzura y empatía sin importar lo que todos decían. La única persona que me hablaba sobre el estado de mi hijo.—Andrea, yo quiero verlo —le dije uno de esos días mientras me preparaba para el chequeo médico.Ella apretó lo
¿Es este el precio a pagar por amar al hombre equivocado?El vientre me dolía como si quisiera partirme a la mitad. Una presión insoportable en mi zona baja me arrancó un grito animal.—¡Carlos, ayúdame… Aaaaah! —imploré a gritos su apoyo, pero ni siquiera se movió.El caos estalló. Manos desconocidas me sujetaron, voces gritaron órdenes, una camilla apareció de la nada.—¡Entró en labor de parto, hay que trasladarla ya! —dijo alguien.Negué con desespero, aferrada a mi vientre.—¡Nooo! Mi bebé… ¡No, aún falta!Las contracciones me desgarraban sin piedad. El dolor me atravesaba la espalda, las caderas, las piernas, como si me arrancaran los huesos desde dentro. Jadeaba, grité hasta quedarme sin aire, mientras lágrimas calientes nublaban mi vista.—¡Carlos! —volví a gritar—. ¡Ven, por favor!Las luces del corredor pasaban delante de mí como destellos blancos. Sentía el sudor correr por mis sienes, empapándome el cabello. El aire era insuficiente, cada respiración un sollozo quebrado.—





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