4

El vino tinto brillaba como sangre fresca bajo la luz de las velas. Lucien Draeven lo hizo girar en la copa de cristal tallado, observando cómo el líquido formaba un remolino hipnótico antes de llevárselo a los labios. El sabor era exquisito, como todo lo que poseía. Había seleccionado personalmente esta botella de su bodega privada —un Château Margaux de 1787— no porque necesitara impresionar a su invitada, sino porque las ocasiones especiales merecían ser celebradas con la debida ceremonia.

Y esta noche era, sin duda, una ocasión especial.

Desde el ventanal de su estudio, contemplaba los jardines de su mansión victoriana en las afueras de la ciudad. La propiedad, aislada por hectáreas de bosque privado, era uno de sus muchos refugios alrededor del mundo. Este, sin embargo, tenía un encanto particular: estaba lo suficientemente cerca del territorio Veyra como para ser una provocación constante, pero lo bastante lejos como para mantener las apariencias diplomáticas.

Sonrió para sí mismo. Los Veyra lo detestaban con la intensidad de mil soles, un odio cultivado durante siglos. Pero no podían tocarlo. Su posición en el Consejo de Antiguos, su fortuna acumulada durante milenios y, sobre todo, los secretos que guardaba sobre cada familia importante del mundo vampírico, lo hacían intocable. Un depredador entre depredadores.

El reloj de péndulo marcó las once. Ella llegaría pronto. Lo sabía con la certeza de quien ha jugado este juego incontables veces.

—Señor —la voz de su mayordomo interrumpió sus pensamientos—. La señorita Veyra ha llegado.

Lucien no se giró de inmediato. Se permitió un momento para saborear la anticipación.

—Hazla pasar, Elias.

Escuchó los pasos del mayordomo alejarse y luego el sonido más ligero, casi imperceptible, de unos tacones sobre el mármol. Respiró profundamente, captando su aroma antes de que entrara: una mezcla de jazmín, adrenalina y algo único, ese toque de humanidad que la hacía tan... fascinante.

—Señor Draeven —su voz sonaba firme, pero Lucien podía detectar el ligero temblor bajo la superficie.

Se giró lentamente, estudiándola. Adriana Veyra permanecía en el umbral, vestida con jeans oscuros y una blusa de seda negra. Casual pero elegante. Su cabello oscuro caía en ondas sobre sus hombros, y sus ojos, esos ojos que mezclaban el ámbar vampírico con el marrón humano, lo miraban con desafío.

—Adriana —pronunció su nombre como si lo saboreara—. Puntual. Una cualidad admirable.

Dio unos pasos hacia ella, observando cómo se tensaba pero se negaba a retroceder. Interesante.

—No vine a recibir cumplidos —respondió ella, cerrando la puerta tras de sí—. Vine a discutir... alternativas.

Lucien arqueó una ceja, acercándose más, invadiendo deliberadamente su espacio personal. Podía escuchar cómo su corazón aceleraba su ritmo, bombeando esa sangre mezclada que la hacía única.

—¿Alternativas? —sonrió, mostrando apenas un atisbo de colmillo—. Me temo que no hay alternativas, querida. Un trato es un trato.

—Aún no he aceptado ningún trato —replicó ella, levantando la barbilla.

Lucien rodeó a Adriana como un depredador, estudiando cada detalle: la tensión en sus hombros, la forma en que sus pupilas se dilataban, el pulso visible en su cuello.

—Pero estás aquí —murmuró cerca de su oído—. Lo que significa que sabes que no tienes otra opción.

Adriana se giró bruscamente, enfrentándolo.

—Puedo pagar mi deuda de otras formas. Dinero, servicios, información...

Lucien rio suavemente, un sonido que había hecho temblar a reyes y reinas a lo largo de los siglos.

—¿Crees que me interesa el dinero? Tengo fortunas que ni siquiera recuerdo haber acumulado —se acercó más, hasta que apenas unos centímetros los separaban—. ¿Servicios? ¿Qué podrías ofrecerme que no pueda obtener con un chasquido de dedos? ¿Información? —negó con la cabeza—. Los secretos de los Veyra son interesantes, pero no tanto como... tú.

Adriana retrocedió hasta chocar con el escritorio de caoba. Lucien la siguió, colocando ambas manos sobre la superficie, a cada lado de ella, encerrándola sin tocarla.

—¿Qué quieres exactamente de mí? —preguntó ella, con voz baja pero firme.

Lucien inclinó la cabeza, estudiando sus labios por un momento antes de volver a sus ojos.

—Todo —respondió simplemente—. Tu tiempo, tu lealtad, tu... compañía.

—¿Mi sangre? —desafió ella.

—Si la ofreces —sonrió—. Nunca tomo lo que no se me da voluntariamente. Hace que todo sea más... dulce.

Adriana sostuvo su mirada, y Lucien vio algo que lo intrigó: no era solo miedo lo que brillaba en esos ojos bicolor. Había curiosidad, determinación y algo más oscuro, más primario.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó ella.

—Un año —respondió él—. Un año en el que me pertenecerás completamente.

—¿Y después?

—Después serás libre. Si sobrevives —añadió con una sonrisa enigmática.

Adriana pareció considerar sus opciones, aunque ambos sabían que realmente no tenía ninguna. El cadáver en la universidad, la frágil tregua entre especies, la negativa de su familia a ayudarla... todo la había conducido inevitablemente hasta él.

Con un movimiento fluido, Lucien tomó su muñeca. Sintió su pulso acelerarse bajo sus dedos, la sangre corriendo como un río salvaje bajo esa piel delicada.

—Firmemos un trato de sangre —susurró, inclinándose hasta que sus labios rozaron su oído—. No podrás romperlo. Ni tú, ni yo.

La sintió estremecerse, pero no intentó liberarse.

—Acepto —dijo finalmente Adriana, con voz clara—. Pero con una condición.

Lucien se apartó ligeramente, genuinamente sorprendido. Pocos se atrevían a ponerle condiciones.

—¿Y cuál sería esa condición, pequeña mestiza?

—Mi familia —respondió ella, con una intensidad que lo tomó por sorpresa—. No importa lo que pase entre nosotros, nunca tocarás a mi familia. Ni directa ni indirectamente.

Lucien la observó con renovado interés. Incluso en su desesperación, pensaba en proteger a quienes la habían abandonado. Admirable. Estúpido, pero admirable.

—Trato hecho —respondió, permitiéndose una sonrisa que revelaba más de lo que pretendía.

Porque en ese momento, mientras veía la determinación brillar en los ojos de Adriana Veyra, Lucien Draeven supo que había ganado la guerra antes de que la primera batalla comenzara. La tenía exactamente donde quería: atrapada por su propio sentido del honor y su instinto protector.

Y eso la hacía infinitamente más valiosa que cualquier otra posesión en su colección milenaria.

  

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