Mundo ficciónIniciar sesión¿Prefieres ser acusada de asesinato o darme un hijo? Si no quieres ir a la cárcel, firma el maldito contrato." Con esas palabras, Alejandro Castillo atrapa a Isabel en un destino del que no puede escapar. La deuda de su padre de cinco millones de dólares ha dejado a Isabel en una encrucijada mortal: ceder a las exigencias de un hombre frío y calculador, o arriesgarlo todo, incluida su vida. Lo que comienza como una amenaza despiadada se convierte en una condena en la que Isabel se ve obligada a casarse con Alejandro y ser la madre de su hijo. Sin embargo, la lucha de ego y el odio entre ellos será solo el principio. A medida que las tensiones aumentan y los secretos oscuros de Alejandro se revelan, Isabel se enfrenta a una tormenta de emociones y manipulaciones que desafían todo lo que pensaba sobre sí misma, su familia y este hombre que la tiene atrapada. Pero a medida que la lucha de poder entre ellos se intensifica, algo inesperado comienza a florecer: una conexión innegable, un tira y afloja de deseo y resistencia. Entre las sombras de su odio, Isabel y Alejandro se verán atrapados en una batalla aún más peligrosa: la de sus corazones.
Leer más—¡SUELTAME, IDIOTA! ¿QUÉ SE SUPONE QUE ESTÁS HACIENDO? —gritó Isabel, luchando con cada fibra de su ser, pero Carlos la mantenía atrapada, su agarre era un yugo de hierro. El dolor de su muñeca era un fuego abrasador que se intensificaba con cada intento de zafarse, pero él no cedía, ni un ápice.
Sus ojos, vacíos como un pozo sin fondo, no mostraban ni rastro de arrepentimiento. Carlos no la veía, no la sentía. Sólo veía una pieza más en un tablero de ajedrez que ya había perdido. Y el aliento de licor barato lo delataba.
Isabel luchaba por respirar, por mantener el pánico a raya, pero el aire se hacía cada vez más denso, asfixiante.
¿Qué estaba pasando?
¿Por qué su padrastro la trataba así?
Ella solo había ido a buscarlo, a sacarlo del casino antes de que empeñara la casa, y él la había arrastrado fuera, por una puerta trasera, como si fuera una cualquiera. El callejón estaba impregnado con el hedor nauseabundo de orines.
—¡Suéltame, Carlos! ¿Qué te pasa? ¿Por qué haces esto? —siguió forcejeando, su voz quebrándose, desesperada.
De repente, un rugido de motor rompió el aire, y una camioneta negra se detuvo abruptamente. Los faros cegaron su vista por un segundo, pero no fue la luz lo que la paralizó. Fue lo que vino después...
Un hombre alto, delgado, de unos treinta y tantos años, emergió del vehículo. Su traje negro parecía esculpido sobre su cuerpo, tan perfecto que no podía ser accidental. La oscuridad parecía abrazarlo, como si fuera una extensión de su propia sombra. Y esos malditos lentes oscuros… ¿Por qué los usaba a esa hora de la noche?
Isabel lo observó, un escalofrío recorriéndole la espalda. No, no era un hombre común. Su presencia era como un vórtice de tensión que la aplastaba, como si el aire a su alrededor fuera más denso, más peligroso.
El hombre se quitó los lentes. Sus ojos, fríos, calculadores, la miraban como si fuera una pieza en un tablero de ajedrez, una presa a la que estudiar.
—¿Es ella? —preguntó en voz baja, grave, con un tono que no dejaba espacio a dudas. Su voz no tenía emociones, no trataba con una persona. Había hablado de un objeto.
Isabel, atónita, no entendía nada.
¿Qué quería de ella?
¿Quién demonios era ese tipo?
Carlos asintió, una sonrisa vacía curvando sus labios. No era una sonrisa, era una mueca. La satisfacción en su rostro era inquietante, como si estuviera a punto de disfrutar de algo macabro.
—Sí, es ella. No te vas a arrepentir. Es muy habilidosa.
—¡Suéltame, Carlos! —exigió Isabel, su voz rasgada por la rabia, mientras forcejeaba, pero él la mantenía firmemente sujeta, como un muñeco roto.
El hombre de la camioneta chasqueó los dedos. Un segundo después, otro hombre apareció del vehículo. Su caminar era preciso, casi mecánico, como si estuviera cumpliendo una misión que no podía fallar. Con calma, abrió un maletín.
Isabel sintió cómo su piel se helaba al ver la hoja que sacó de dentro. El aire a su alrededor se volvió más pesado, cada respiración más difícil.
El hombre de lentes oscuros la miró, sin inmutarse, mientras su voz rompía el aire:
—Fírmenlo —dijo, su tono cortante como un cuchillo. La frialdad de su voz no dejaba espacio para la negociación.
Isabel sintió como si las palabras fueran dagas clavándose en su mente, atravesándola.
—No creo en la palabra de un borracho ludópata —continuó, y sus palabras la golpearon con fuerza—. Así que quiero asegurarme de que cumplas lo que prometiste.
Isabel dio otro tirón, pero Carlos, como una roca, no la dejaba ir.
—¿Qué es todo esto? —susurró, las lágrimas empezando a asomar en sus ojos, su voz rota, casi inaudible.
El hombre sonrió, pero no era una sonrisa. Era una mueca cruel.
—Oh... así que tu "padre" no te dijo nada. Qué mal padre eres, Carlos —dijo, despectivo.
Carlos se acercó al oído de Isabel y, con una voz temblorosa de miedo, le susurró:
—Si no lo hacía, me iban a quebrar las piernas.
El estómago de Isabel dio un vuelco. ¿Qué estaba escuchando? ¿Cómo podía su vida haber llegado a esto?
—¿Qué hiciste, Carlos? —su voz estaba llena de incredulidad y horror.
Carlos la miró, apenado y con miedo. Con una expresión descompuesta, murmuró:
—Tu padre, a cambio de perdonarle los 5 millones de dólares que me debe, ha acordado darme a su hija como pago. Y yo, bueno... soy un hombre generoso que necesita los servicios de una mujer como tú.
Isabel sintió el suelo desmoronarse bajo sus pies. ¿Había escuchado bien? ¿Estaba diciendo que su vida, su futuro, valía lo mismo que una deuda de juego? ¿Qué clase de monstruo era su padrastro?
—¡No! ¡NO! ¡Claro que NO! —gritó, su voz estaba desgarrada por la furia. Cada intento por liberarse era inútil, pero no podía dejar que Carlos se saliera con la suya—. ¡SUÉLTAME! —vociferó, con el llanto brotando de sus ojos por la impotencia de no tener más fuerza que su padrastro.
Mientras forcejeaba, su mente no dejaba de pensar en un único escape: la universidad. «Yo tengo una vida. Tengo sueños. Me voy a la universidad. Puedo con esto. Aceptaré temporalmente, y cuando llegue el momento, me largaré y este maldito asunto se acabará. Podré huir de todo esto».
—Sueltame, Carlos. Sabes muy bien que no puedo. En unas semanas me iré a París, a la universidad —dijo ella, sin dejar de forcejear.
Un pensamiento fugaz, pero en su mente significaba todo. Si lograba escapar, si lograba irse... todo lo demás no importaría. La presión, el dolor, la humillación, quedaría atrás.
—Con respecto a eso... —dijo Carlos con frialdad—. Esta mañana llegó una carta a la casa. No fuiste admitida.
BOOM.
«¿Qué?». El golpe de esas palabras fue como una explosión en su mente, dejándola completamente paralizada. Sus pensamientos se congelaron en el aire, como si el tiempo hubiera dejado de moverse. No podía ser. No podía ser cierto. Su mundo se desmoronó de inmediato, todo lo que había creído y planeado se derrumbó a su alrededor. Había sido la mejor en su clase. Había trabajado hasta el agotamiento, superado todas las expectativas. No podía no haber sido admitida.
—Eso no puede ser cierto... —susurró con voz quebrada y los ojos inundados de incredulidad. ¿Cómo? ¿Por qué la habían rechazado? Si sus diseños eran los mejores entre todos los postulados, si había puesto su alma en ese trabajo, ¿por qué no la habían admitido? El dolor en su pecho se intensificó. Vio sus sueños romperse frente a sus ojos.
Carlos, al ver su reacción, sonrió cruelmente, disfrutando del sufrimiento de Isabel.
—Sí, es cierto. Y ahora no te queda otra opción. Firma el maldito documento.
Isabel, completamente desbordada, sintió cómo sus esperanzas se desvanecían...
Cinco millones de dólares. ¿Eso era lo que ella valía?
—Firma, Isabel —dijo el hombre de lentes oscuros—. Por lo visto, ya no tienes planes para dentro de unas semanas —el comentario fue totalmente burlón.
Entonces, algo en la mente de Isabel se rompió, y la determinación surgió de lo más profundo de su ser.
—Firmaré... pero con una condición.
—No estás en posición de hacer exigencias —respondió el hombre de traje, impasible. —Tu padre me debe 5 millones de dólares.
—En primer lugar, este imbécil no es mi padre —dijo, fulminando a Carlos con la mirada, liberándose por fin de su agarre con un fuerte tirón—. Y segundo... intuyo que usted me necesita mucho, si está dispuesto a perdonar una deuda de 5 millones de dólares. ¿Estoy en lo cierto?
El hombre tragó saliva.
Isabel se plantó frente a él, decidida.
—Firmaré, pero solo si cubre todos los gastos médicos de mi madre.
Carlos intentó protestar, pero el hombre levantó una mano, silenciándolo.
—Trato hecho. Ahora firma el maldito contrato.
El peso de la decisión la aplastaba. Con el corazón roto, Isabel tomó el bolígrafo, sus manos temblando. Cerró los ojos, respiró hondo, y firmó.
El sonido del bolígrafo sobre el papel resonó en su mente, como el eco de una sentencia. Ya no había marcha atrás.
Scott subió las escaleras con un ritmo pausado, casi metódico, como si tratara de aplastar cada uno de los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza. Sabía que no debía dejarse arrastrar por las emociones. Había aprendido, a lo largo de los años, que el control sobre uno mismo era la única forma de sobrevivir en un mundo donde, muchas veces, las reglas las dictaban los poderosos, aquellos que ni siquiera sabían que existían otras personas por debajo de ellos. Pero esta vez era diferente. Los recuerdos, aquellos viejos recuerdos que había creído olvidados, se habían colado, se habían infiltrado, como una sombra que lo perseguía, con una fuerza renovada.No podía dejar que esa sombra lo atrapara de nuevo.En cuanto llegó a su habitación, cerró la puerta con un leve crujido, casi imperceptible. La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de la luna que se colaba tímidamente por la ventana. El aire estaba quieto, como si todo el mundo hubiera dejado de girar, pero dentro
꧁ ISABEL ꧂La primera noche en el nuevo lugar, fue más difícil de lo que había imaginado.Creí que, al cerrar la puerta del dormitorio, al apoyar la espalda contra el suave y tibio colchón, y sentir el silencio envolviéndome como una manta espesa, algo dentro de mí iba a aflojarse. Que el cuerpo, agotado por el viaje, por los días de tensión acumulada, por el parto reciente, se rendiría al descanso sin condiciones.No ocurrió.Me acosté con Luna a mi lado, en una cuna portátil apenas separada de la cama, lo suficientemente cerca como para extender la mano y tocarla si despertaba. La observé respirar durante largos minutos, contando mentalmente cada movimiento de su pecho, como si al hacerlo pudiera asegurarme de que el mundo no me la arrebataría mientras dormía.Pero el sueño no llegó.El silencio de la casa era un silencio orgánico, vivo, lleno de sonidos mínimos: la madera acomodándose, el viento rozando las hojas, un crujido lejano que no supe identificar. Y en ese silencio, mi me
Alejandro estaba sentado detrás de su escritorio, con sus manos firmemente apoyadas sobre la superficie de madera pulida, mientras sus ojos se mantenían fijos en los papeles y fotografías desplegados frente a él.Isabel.El pensamiento se repetía en su mente con la misma insistencia que las olas golpean una roca. Cada minuto que pasaba sin encontrarla lo sumía un poco más en la desesperación. Su rostro, normalmente sereno y calculador, estaba marcado por una preocupación visible. Sus hombres le traían nuevas pistas todos los días. A veces, parecía que se estaban acercando; otras, todo caía en saco roto. Pero esa tarde, algo había cambiado. Un rumor recién llegado desde Estados Unidos indicaba que alguien había sido visto con la descripción de Isabel. Estaba cerca. La esperanza volvió a encenderse en su pecho, aunque apagada por la incertidumbre de que, tal vez, solo fuera otra pista errónea.El sonido de la puerta se abrió y cerró suavemente. Fue Lorenzo quien entró, su expresión algo
Tragó grueso, intentando que el dolor no la invadiera, pero la presión en su pecho no la dejaba respirar con normalidad. No iba a llorar. Las lágrimas ya no tenían cabida. El vacío que sentía por dentro era mucho más grande que cualquier dolor físico, pero ella iba a mantener la compostura. No podía permitirse quebrarse.Alejandro, ese hombre que había sido su todo. El que, por una breve fracción de tiempo, le había hecho creer que ella era la mujer de su vida. La elegida. Esa mentira fue lo que más la devastó, lo que más le dolió. Pero él, él nunca había dejado de pensar en otra mujer, una desgraciada que ni siquiera merecía estar en su misma órbita.El aire parecía escaparse de su pecho mientras sus pensamientos se aceleraban, una vorágine de rabia y decepción. No, no iba a ser su víctima. No otra vez. Ya no. Nunca más. Ya no tenía nada más que perder.No iba a permitir que él siguiera pisoteando su dignidad.La puerta de su habitación se cerró tras ella con un leve clic, y sus paso
꧁ VALENTINA ꧂No pensé. No razoné. Solo sentí. Sentí que el aire se me acababa cuando lo vi sobre la cama.No rompí el vestido solo por rabia.Lo rompí porque era lo único que todavía podía destruir sin que me destruyera a mí.El blanco me insultó.La perfección me escupió en la cara.Ese vestido no entendía que yo ya no era una mujer completa. Que me habían vaciado. Que me habían quitado algo que era mío y que nadie me iba a devolver.Mi hijo.Lo quise.Lo quise de verdad.Lo quise porque, por primera vez, algo me pertenecía sin condiciones. Algo no podía irse. Algo no podía traicionarme. Algo no podía elegir a otra.Cuando lo perdí, sentí que el mundo me estaba diciendo lo que siempre había temido: que todo lo que amo se va.Y entonces Alejandro apareció.Eso fue lo único que me importó.No me importó el dolor.No importó el desastre a mi alrededor.Él estaba allí.Cuando me sostuvo, cuando me pidió que respirara, cuando me dijo que me calmara, sentí algo torcido y poderoso abrirse
꧁ ISABEL ꧂Cuando la llamada terminó, no logré pensar en otra cosa. El silencio que quedó después fue peor que cualquier grito. Hugo dejó el teléfono sobre la mesa, pero yo ya no lo miraba a él. Mi mente se llenó de una sola imagen, repetida hasta el cansancio: Alejandro tocando la puerta. Alejandro entrando. Alejandro llevándose a mi hija.Sentí un frío espeso instalarse en el pecho.No pude relajarme.Ni siquiera con Luna dormida contra mí, tibia, confiada, aferrada a mi pecho como si el mundo fuera todavía un lugar seguro. Ni siquiera con el murmullo distante de la ciudad filtrándose por la ventana del apartamento. Cada sonido —el ascensor deteniéndose en algún piso, una sirena lejana, unos pasos en el pasillo— me tensó los músculos como si alguien estuviera a punto de derribar la puerta.Me limité a mecer a mi hija con suavidad, a observar cómo su respiración subía y bajaba, ajena al pánico que me atravesaba. Pensé, con una punzada de terror, que ella no tenía idea de lo frágil qu
Último capítulo