—Pensé que se lo habías dicho —dijo Valentina, su voz suave, pero impregnada de veneno. Sus ojos brillaban con furia contenida, una furia que sabía manejar con maestría. —Que los términos estaban bastante claros entre ustedes dos.
Estaban en el departamento de ella.
Alejandro, de pie junto a la ventana, chasqueó la lengua, pasándose una mano por el cabello, visiblemente irritado. Como si este tema fuera una simple distracción, un inconveniente en su vida.
—Por Dios, Valentina, he estado tan ocupado esta semana que no he tenido tiempo ni para pensar en eso. —Respondió, restándole importancia con un gesto vago, como si todo eso fuera una molestia que ni siquiera merecía su atención.
Valentina se levantó lentamente, acercándose a él con paso decidido. Cada movimiento suyo era calculado, una mujer que no se detenía ante nada ni nadie.
—Ya veo… —dijo, sus palabras como cuchillos, afiladas y cargadas de rabia contenida. —La idiota esa se cree que tiene derecho a algo más. Como si ella fuera algo más que un estorbo.
Alejandro la miró con una chispa de irritación, pero también algo más, algo que distorsionaba el tono de la conversación. Valentina, sin embargo, no esperaba compasión, ni paciencia. Sabía lo que estaba en juego.
—¿Y tú? ¿Qué haces poniéndote a discutir con ella en plena calle? —dijo Alejandro, acercándose lo suficiente como para que sus cuerpos casi se tocaran. La energía en el aire se volvía densa, cargada de una atracción tóxica que ninguno de los dos podía ignorar.
Él la abrazó, pero Valentina no era tonta. Sabía que ese gesto era solo para suavizar el golpe, para aparentar que las cosas entre ellos estaban bien. Pero nada entre ellos era simple.
—Qué fastidio que no pueda ser yo la que te dé un heredero —murmuró Valentina, la tristeza en su voz era palpable, pero más que tristeza, lo que expresaba era una amargura cruel. —La presión de tu familia para que tengas un heredero es insoportable…
Alejandro la miró, sus ojos suavizándose por un instante, pero solo por un segundo. La verdad estaba ahí: su amor nunca podría llenar el vacío de la familia rica que los veía como piezas, no como personas.
Valentina no podía tener hijos. No era solo un problema médico; era una maldición genética que había arrasado con su capacidad de ser madre. Los tratamientos, las esperanzas, todo había fallado. Pero lo que nunca había fallado era la ambición de Alejandro.
—Lo sé —dijo él, su voz grave, como si no hubiera lugar para más palabras. Ellos lo sabían, y ese conocimiento los unía en su miseria.
—No quiero renunciar a ti, Alejandro —dijo Valentina, tomando sus manos con una firmeza inesperada.
—Lo sé, cariño. Yo tampoco quiero renunciar a ti —respondió él, con el tono de alguien que ya no tenía dudas. —Por eso hemos planeado todo esto. Todo está bajo control.
Valentina se acercó más, sus labios rozando su oído.
—El plan era simple. Tú debías encontrar a una mujer joven, saludable, que te sirviera de vientre para lo que necesitamos. Tenía que ser de bajos recursos, alguien que no pueda pelear la custodia legal del niño.
Alejandro asintió, los recuerdos del plan revoloteando en su mente, cada uno de ellos oscuro, calculado. Sabía que lo que tenían que hacer era lo que su familia esperaba, lo que él necesitaba para seguir adelante sin perder el control.
—Ya me casé con ella, ahora debo embarazarla y, después, cuando tengamos al niño, la desechamos. —Su voz era implacable, como un hombre que ya había sellado su destino. —Después de todo eso, te tomaré a ti, Valentina. Nos casaremos y viviremos la vida que siempre hemos querido.
Valentina sonrió con frialdad.
—El bebé será nuestro, Alejandro. Nosotros lo criamos, y ella... ella será solo una memoria. Un objeto más. Nada más que un vientre alquilado.
Isabel solo era una pieza en su juego. Un instrumento que debía servirles para obtener lo que querían.
Alejandro la abrazó en silencio, y en ese abrazo sellaron el destino de Isabel.
***
Isabel
Todo a mi alrededor era un lujo de mierd@. Muebles de diseño, paredes que brillaban con una perfección absurda, como una burla cruel hacia mi falta de valentía. Hacia mi incapacidad de haberme negado a este maldito juego desde el principio. Este lugar, tan hermoso para cualquiera, era mi prisión dorada.
Desde el principio supe que mi unión con Alejandro no era por amor. Pero jamás imaginé que él estaba enamorado de otra.
"Tendrás que darme un hijo para saldar la deuda".
Las palabras de ese hijo de puta resonaron en mi cabeza, como una sentencia, como el eco de una condena sin apelación. ¿Qué m****a había sido eso? ¿Ahora me quería como su maldita incubadora personal?
Mi estómago se revolvía solo de pensar en él, en cómo me miraba, como si yo fuera un contrato, un mal necesario, una firma en su maldito papel. Me trataba como un objeto, como un medio para un fin. Y yo, ¿qué? ¿Acaso iba a acostarme con ese cretino? ¿Con el hombre que solo me veía como una herramienta para su egoísmo?
Mis ojos se clavaron de nuevo en la ventana, en ese vacío infinito bajo el cielo nocturno. Un suspiro me escapó. Y luego, como una chispa, algo oscuro se encendió dentro de mí. ¿Y si sí existía una manera de escapar de eso?
La tentación era fuerte. Tan liberadora. Saltar desde ese quinceavo piso. Terminar con esta tortura de una vez por todas. Dejar que mi alma se liberara de esa maldita jaula de oro.
Pero me sentía cobarde, incluso para eso. Mis piernas no respondían. El cuerpo se paralizaba solo de pensar en el salto. Ni siquiera podía hacerlo. No podía hacerle eso a mi madre.
El pensamiento de ella me atravesó como un puñal. Su rostro, demacrado por el lupus, la enfermedad que la devoraba lentamente. Ocho años… Ocho años desde que la vida le había dado esa sentencia. Sus riñones estaban fallando, y yo no podía hacer nada. Ni siquiera mi sangre servía. AB negativo. No era compatible. Y lo peor no era no poder salvarla. No. Lo peor era depender de él. De Alejandro.
La rabia me subió hasta la garganta, hiriente, ardiente. Alejandro iba a pagar por todo. No me importaba lo que tuviera que hacer, iba a arrastrarlo por el suelo si hacía falta, y que no se le ocurriera mencionar esos malditos cinco millones. Si lo hacía, le miraría a los ojos y le diría lo que era: un hombre egoísta, despreciable, que se aprovechaba de la desesperación ajena.
Y entonces, en mi mente volvió a retumbar la misma pregunta que llevaba dos semanas haciéndome: ¿Por qué no me aceptaron en la universidad? Todo apuntaba a que sí me aceptarían. Mis diseños habían sido bien recibidos, los profesores me halagaron. Incluso me sentí cerca de un sí rotundo, y de repente, todo se fue al carajo. ¿Qué pasó? ¿Por qué no me aceptaron? Eso seguía rondando mi mente, mientras intentaba encontrar algún rincón de esperanza. No podía conformarme con esa vida. Tenía que averiguar que había sucedido, y si tal vez había una forma de solucionarlo...
La puerta sonó. Eran las 10 de la noche. Me giré lentamente, pero ni siquiera me molesté en levantarme del sofá.
Alejandro entró como si nada. Paso firme, mirada perdida, como si yo estuviera ahí solo como una formalidad que debía cumplir. Mi garganta se cerró. La furia me inundó. ¿Por qué había insistido en que viviéramos juntos si solo se iba a comportar como un maldito desconocido?
—¡Oh! Allí estás —dijo, sin mirarme siquiera.
Pasó de largo, directo al final del pasillo. Regresó segundos después con una carpeta en las manos, sin ninguna delicadeza. Me la lanzó. La carpeta cayó sobre el sofá como una condena.
—Necesito que firmes eso —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Otro contrato?
No contestó. Ya había desaparecido en su habitación.
La carpeta pesaba en mis manos, como si fuera una losa que me aplastara, como si supiera que nada bueno podía salir de allí. Mis dedos temblaban cuando la abrí, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al leer las primeras palabras.
Contrato de Maternidad Subrogada.
El aire se me escapó de los pulmones como si me lo hubieran arrancado todo de golpe. No podía respirar. Los nombres estaban ahí, perfectamente claros: Isabel Rodríguez y Alejandro Castillo.
¿Qué coño era eso?
El contrato decía que debía concebir un hijo en el primer año de matrimonio. Un hijo que se entregaría a él, a Alejandro, inmediatamente después del nacimiento, sin ningún derecho de custodia para mí. Y no solo eso. Después de parirlo, mi deuda con él quedaba saldada. Y luego… ¿y luego qué? ¿Era eso todo? ¿Un favor para él? Como si parir su hijo fuera una moneda de cambio para pagar lo que su estúpido amigo Carlos le debía.
Sentí como si me arrancaran las entrañas con cada palabra que leía. No era una mujer. No era una persona. Era un objeto, una máquina para hacer hijos. Para darle a él lo que quería. Mi mente se nubló, pero la rabia creció más, más fuerte, como un incendio que se descontrolaba.
No podía quedarme ahí. No podía dejar que se saliera con la suya.
Me levanté de un salto, sin pensar, solo actuando por instinto. Caminé hacia su habitación, sin medir los pasos, sin controlar la furia que me quemaba por dentro. Cuando llegué, la puerta estaba entreabierta. Vi cómo se quitaba la chaqueta, ajeno a lo que estaba por suceder.
No pensé, simplemente lo hice.
Entré en su cuarto como una tormenta. Vi el contrato en mis manos y, con un solo movimiento, lo destrocé. El sonido del papel rompiéndose resonó como un grito ahogado.
—¡Te volviste loco si crees que voy a dar a luz a tu hijo y dejarlo como si fuera un maldito cachorro! —grité, mi voz cargada de furia, de dolor. —¿Qué clase de mujer crees que soy?