«¿Cómo llegué hasta aquí?», pensó Isabel, con las manos temblando, la piel fría como si el hielo se hubiera apoderado de su cuerpo. Cada paso resonaba en el pasillo de mármol como el martilleo de su condena. Cada uno la acercaba más a su perdición, al abismo que había comenzado a cavar el mismo día en que firmó ese maldito contrato.
El aire estaba quieto, denso, como si el propio edificio estuviera conteniendo la respiración. No era una boda. Era una transacción. Un acuerdo. Una deuda que saldar.
Dos semanas habían pasado desde aquella noche, y no había vuelto a saber de él. Sabía su nombre, Alejandro Castillo, porque así decía el contrato que le entregaron, como si fuera una simple formalidad, un trámite sin alma.
Se detuvo frente a la puerta del registro, el nudo en su garganta tan apretado que la asfixiaba. Pero no lloraría. No, no lo haría. No importaba lo que pasara dentro, lo soportaría. Ya no había vuelta atrás.
La puerta se abrió con un crujido que la sacó de su trance. Entró, sus tacones resonando en el silencio, pero no miró atrás. El notario estaba allí, un hombre tan impersonal que ni siquiera alzó la vista. Solo él. Y Alejandro. De pie junto al escritorio, su figura era una sombra que la observaba en silencio. Su traje negro estaba tan ajustado que parecía esculpido sobre su cuerpo, pero su rostro… Su rostro era una pared de indiferencia.
La frialdad de su mirada la atravesó como un cuchillo, directo al corazón. Esa indiferencia le dolió más de lo que imaginaba. Más de lo que quería admitir.
El notario comenzó a leer los procedimientos, su voz monótona, sin vida, como si estuviera leyendo una receta. Isabel ni siquiera lo escuchó. Alejandro tampoco. Él solo quería que todo terminara rápido, que el juego siguiera. Que su vida siguiera.
Cuando el notario dio la señal, Alejandro se acercó a ella, con pasos firmes, inquebrantables, como un depredador que se acerca a su presa. No era solo que debía fingir, era que lo hacía por obligación. Por apariencia.
La agarró de la mano, su contacto helado, y en voz baja, casi distante, le susurró al oído:
—Salgamos de esto, de una vez.
Isabel lo miró con furia contenida, pero lo que le costó más fue la sonrisa que se dibujó en su rostro. No llegó a sus ojos. Nunca llegaba a sus ojos.
La ceremonia comenzó. Isabel intentó bloquear todo, sus pensamientos, sus emociones… No había amor. No había promesas. Solo un negocio. Un contrato.
Pero entonces, su voz rompió el aire, grave, controlada, como una ráfaga helada. Alejandro susurró en su oído:
—No solo te casarás conmigo... También tendrás que darme un hijo para saldar la deuda.
El aire se congeló. Isabel sintió cómo un estremecimiento recorrió su columna, su alma. ¿Un hijo? ¿Él pensaba que podía hacer lo que quisiera con ella? ¿Con su vida?
«No soy más que mercancía en este juego». Lo entendió al fin. Ya no había dudas. Ya no había esperanza.
Con un movimiento automático, firmó el último papel. Ya no importaba lo que pensara, lo que sintiera. Ya era tarde. No había retorno.
Cuando salió, el sol la cegó momentáneamente, pero ni siquiera la luz la tocó. Un vendaval de emociones la arrastraba: furia, desilusión, tristeza, una rabia hiriente.
Un paso más, y sus tacones resonaron en el frío asfalto, como un eco de su condena.
Caminaron juntos hacia el auto, pero de repente, Alejandro se detuvo. Se acercó a una mujer recostada contra una camioneta lujosa, su postura arrogante, casi cruel, irradiaba una superioridad que Isabel no podía ignorar. Esa mujer… no tenía lugar allí. Isabel no tenía lugar allí.
La mujer tenía el cabello oscuro, perfectamente peinado, y su ropa era tan opulenta que parecía más un desfile que una persona. Isabel se quedó inmóvil, atrapada entre la confusión y una sensación visceral de desajuste, de que no pertenecía a ese mundo, a esa escena. No debía estar allí.
Alejandro la abrazó con una familiaridad tan insoportable que le cortó la respiración, y luego, un beso en los labios. Ese beso… ante todos. Isabel, sintiendo que el suelo se desmoronaba, no pudo evitar preguntar:
—¿Quién es ella?
Su voz salió más rota de lo que había planeado.
Alejandro, con la misma indiferencia, respondió con frialdad:
—Ella es Valentina. Mi novia.
El suelo se desmoronó por completo. ¿Novia? ¿Entonces todo este teatro? ¿Por qué? La incomodidad se transformó en confusión. Y la confusión se convirtió en furia.
Un gruñido escapó de sus labios, y de repente, la risa salió. Pero no era una risa. Era amarga, desquiciada, desesperada.
—Dios mío… los ricos están muy locos.
Pero no pudo evitar mirar a Valentina, que no desvió la mirada ni un segundo. La estaba evaluando, escaneando con una frialdad glaciar que la hizo sentirse como nada, como una simple sombra. Como si fuera un objeto.
Sin decir palabra, Valentina giró hacia Alejandro, ignorando a Isabel como si no existiera. Y cuando lo miró, su rostro se relajó, se volvió juguetón, tan despreciativo que Isabel sintió que su alma se retorcía.
—Ya que terminaste aquí, ¿vamos a comer? Muero de hambre.
Isabel, completamente atónita, apenas pudo reaccionar mientras Alejandro rodeaba a Valentina con los brazos. Ese abrazo… era tan familiar, tan intencionado. Isabel sintió un puñal clavado en el alma, no porque sintiera algo por él, sino por la humillación, por cómo estaba siendo pisoteada en ese mismo instante. ¿Así que ese era su lugar? ¿Era eso todo lo que le quedaba? Una espectadora.
El beso fue largo, exhibicionista. Ante el mundo. Ante todos. Isabel, parada allí, mirando como una tonta, vestida de novia, viendo cómo su recién esposo besaba a otra mujer.
«Mal nacido». El improperio retumbó en su mente.
El beso continuó, como una exhibición cruel, humillante. Isabel, sintiendo que la humillación se convertía en una ola imparable, se desbordó.
—¿Podrían dejar de ser tan descarados? —masculló, su voz cargada de veneno.
Alejandro, sin apartar la vista de Valentina, giró hacia ella lentamente, su rostro lleno de desprecio, como si nada de lo que Isabel pudiera sentir importara.
—Tú no eres nadie para decirme qué hacer.
Y en ese preciso instante, el guardaespaldas apareció. Antes de que Isabel pudiera decir algo, Alejandro levantó una mano, con un gesto que exudaba desdén.
—Llévatela. Sácala de mi vista.
El guardaespaldas no dijo una palabra. Su mirada vacía fue lo único que Isabel necesitó para entender. No tenía opción. El hombre la agarró del brazo con fuerza, arrastrándola hacia el vehículo de lujo. Sus tacones golpeaban el asfalto, pero su cuerpo se sentía como una marioneta, arrastrada por el fracaso. ¿Era esa su vida ahora? ¿Ser arrastrada como un objeto sin valor?
La humillación la atravesó como una ola. Él se estaba yendo con otra, a minutos de haberse casado con ella.
Algo dentro de Isabel estalló.
La furia la desbordó, y en un impulso cegador, se soltó del guardaespaldas. Sin pensar, corrió hacia la camioneta. Con el corazón latiendo como un tambor, abrió la puerta del copiloto de un tirón y, en un arrebato de rabia, sacó a Alejandro de un solo movimiento.
—¿Qué te pasa? —masculló él, su desprecio a flor de piel—. ¿Te volviste loca?
Isabel lo miró con ojos ardiendo, respirando con dificultad, su cuerpo vibrando con adrenalina.
—Una cosa es que todo esto sea una farsa, Alejandro —su voz retumbó con ira—. Y otra muy distinta es que me humilles de esta manera. ¡Y eso no lo voy a permitir!
Alejandro la miró como si fuera un ser de otro planeta. La incredulidad en su rostro era tan grande que ni siquiera se molestó en responder. Solo la miraba, esperando que volviera a su rol de víctima, de marioneta.
Pero Isabel no iba a ceder. No se iba a dejar pisotear.