Cada palabra que salía de mi garganta era un golpe directo hacia su pecho. Quería que viera lo que su propuesta me había hecho sentir, que viera la humillación y el dolor reflejados en mis ojos.
—¡Te has vuelto loco si crees que voy a dar a luz a un hijo y dejarlo como si fuera un maldito cachorro! —grité, mi voz cargada de furia, casi desconociéndome a mí misma. —¿Qué clase de mujer crees que soy?
—La clase de mujer que se vende por unos miles de dólares. —La voz de Alejandro cortó el aire, fría, venenosa, como una daga afilada. No lo miré, pero lo sentí. Su desprecio, palpable, me atravesó como una flecha.
Mi cuerpo se tensó. ¿De verdad estaba diciendo eso? ¿Eso pensaba de mí? Las palabras me golpearon, me despojaron de mi dignidad, pero la rabia en mi pecho se encendió con una furia que ya no podía controlar. No iba a callarme.
—Yo no me vendí, imbécil —respondí, mis ojos clavados en el suelo, mi indignación quemándome por dentro. —Te recuerdo que fue mi padrastro el que me metió en este maldito lío. Y tú te aprovechaste de la circunstancia.
El silencio cayó como una losa. La habitación se volvió densa, el aire espeso. Pero él no parecía afectado. Alejandro simplemente me miró, como si todo lo que estuviera diciendo fuera irrelevante, como si no importara en lo más mínimo.
—¿Ah, no? —dijo, acercándose un paso, sin bajar la mirada. —Pues te recuerdo que una de tus condiciones para casarte conmigo fue que pagara el tratamiento de tu madre. ¿Se te olvidó?
Las palabras me golpearon como un mazazo directo al corazón. Mi madre… ¿cómo se atrevía a usarla como moneda de cambio? Este matrimonio nunca fue mi elección, pero ¿realmente pensaba que podía manipularme de esa manera?
La rabia me subió hasta la garganta. No iba a dejar que me pisoteara más. No esta vez.
—Ah, ya que lo mencionas… te recuerdo que ya cumplí con mi parte. Ahora cumple con la tuya —mi voz salió cortante, desafiante, y no me importó. Ya no podía callarme.
Él giró sobre sus talones, el movimiento tan rápido que apenas pude seguirle. Se acercó a mí en pasos largos, y antes de que pudiera reaccionar, me sujetó el brazo con una fuerza brutal, apretando como si quisiera arrancarme el aliento.
—Cumpliré mi parte cuando firmes —dijo, su rostro tan cerca del mío que pude sentir su respiración caliente. —¡Cuando firmes ese maldito contrato! —Las palabras salieron como un gruñido de frustración, y luego, su mirada cayó hacia el suelo. Allí estaba el papel que yo había destrozado, arrugado.
»Que ahora tendré que volver a sacar, porque tú lo rompiste —dijo, su tono tan furioso que el aire mismo se congeló.
La tensión era insoportable. Mi cuerpo estaba ardiendo de rabia, pero de repente, algo ocurrió. Mis pies tropezaron con la alfombra desordenada por el caos de la discusión. En un parpadeo, caímos al suelo con un estruendo que resonó por toda la habitación. Yo quedé encima de él, mi cuerpo presionado contra el suyo. Nos miramos fijamente. Su mirada era una mezcla de dureza y algo que no pude identificar al principio, pero me hizo estremecer. Mi respiración se aceleró, y sentí cómo su cuerpo se tensaba bajo el mío, como si luchara contra algo más que solo el contacto físico. Mis manos, apoyadas en su pecho, sintieron su corazón latir rápidamente, pero no era rabia lo que me transmitía. Era otra cosa.
De repente, con una brusquedad que me dejó sin palabras, Alejandro se levantó de un salto. Me empujó hacia un lado con tal fuerza que caí al suelo de nuevo, quedando de espaldas.
Me miró desde arriba, su rostro frío, calculador, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, como si esa tensión, esa conexión, nunca hubiera existido.
El sonido de su teléfono vibró en el aire, cortando la tensión como un cuchillo afilado. Alejandro sacó el teléfono del bolsillo, sin perder la compostura ni por un segundo. Me miró, luego miró la pantalla. Era el asistente de Alejandro, llamando por videollamada.
Sin decir palabra, Alejandro se giró y salió hacia el balcón. Yo me quedé allí, quieta, aún sintiendo el calor de su toque en mi brazo, la presión de su cercanía y la desolación de lo que acababa de pasar. Pero no podía dejarlo ir así. No podía quedarme callada.
Con el corazón acelerado, me levanté y sin pensarlo, me fui trás él. Atravesé el umbral que daba hacia un balcón y la ciudad madrileña se desplegó ante mí, fría, distante. Pero lo que más me llamó la atención fue él. De pie allí, mirando las luces, más distante que nunca, pero con algo más en su postura. Algo oscuro. Algo calculador.
—Todo está listo —dijo sin volverse, con la voz tan fría que me heló por completo. —El plan ya se puso en marcha.
Mi corazón dio un vuelco. No me moví, no quería que me viera, pero necesitaba escuchar. Necesitaba respuestas. Mi cuerpo se tensó, mis sentidos se agudizaron cuando escuché esas palabras. ¿Qué plan? ¿De qué hablaba?
»Carlos ha entrado en el hospital donde está tu madre. La tiene secuestrada… con un cuchillo.
El aire se me escapó de los pulmones. Mi mente no podía procesar lo que acababa de oír. Mi madre… ¿secuestrada? ¿Carlos? Todo se desmoronó en un segundo. Mi cuerpo se quedó paralizado, como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies y me estuviera tragando.
En ese preciso momento, mi teléfono vibró en mi bolsillo. El sonido fue como una alarma que me despertó de la pesadilla en la que acababa de caer. Mis manos temblaban mientras sacaba el teléfono, desbloqueándolo. Abrí Wh@ts@pp, y los mensajes comenzaron a llegar.
Primero fueron los audios. No quería escucharlos, pero algo me obligó a hacerlo. Abrí el primero. Mi voz, distorsionada, resonó en mis oídos.
—Por Dios, mamá, de verdad que a veces me provoca asesinarte...
Las palabras me golpearon como un martillo. Mi respiración se cortó. ¿Yo había dicho eso? Yo jamás... pero cuando abrí el siguiente, entendí.
—Mamá ya me tiene harta con esa actitud... ojala se muriera de una buena vez.
Eran conversaciones sacadas de contexto, las tensiones con mi madre, todo estaba distorsionado, manipulado. Yo, la hija desquiciada, la culpable de todo. La que estaba dispuesta a asesinarla.
Más mensajes llegaron. Videos. Yo discutiendo con ella, gritandole... Fragmentos de conversaciones en las que hablaba de otras cosas, material manipulado para convertirlo en lo que no era.
La impotencia me paralizó. Mi madre estaba en peligro, y yo era la villana de la historia. Las lágrimas amenazaron con caer, pero las retuve.
Alejandro estaba allí, observándome. Vi su mirada fija en mi rostro. No sabía si había escuchado los mensajes, pero lo sabía. Lo sabía todo. Y esa sonrisa arrogante, esa que solo él sabía poner, apareció en su rostro.
—¿Prefieres darme un hijo, o ser acusada de asesinato? —su voz era veneno puro, y esas palabras quedaron flotando entre nosotros, pesadas, letales.
Mi corazón latió con fuerza. ¿Cómo podía hacerme eso? ¿Cómo podía ser tan cruel, tan despiadado? Mi madre secuestrada, mi vida desmoronándose. Y él me ponía frente a una elección imposible.
—Tú… no tienes alma, Alejandro —fue lo único que pude decir, con la voz rota, casi inaudible, pero cargada con todo el odio que sentía.
Me quedé allí, inmóvil, mientras él me miraba con esa mirada de alguien que sabía que tenía el control.
Mi vida y todo lo que quedaba de mí, estaba en sus manos.