Solo le tomó un segundo soltarse el cinturón de seguridad y cruzar la distancia entre ellas, como una fiera que acecha a su presa. Los tacones de Valentina resonaron en el pavimento con un sonido metálico, agresivo. No era una mujer que se detuviera por nada. Su furia era un monstruo que la empujaba hacia adelante.
Isabel ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar antes de que Valentina la tomara del cabello con tal fuerza que un grito ahogado se le escapó de los labios.
—¿Qué te has creído, zorra inmunda? —gritó Valentina, su voz repleta de veneno, la furia desbordándose de sus ojos mientras la empujaba sin piedad.
Isabel se estrelló contra el costado de la camioneta con un ruido sordo que le robó el aliento, pero su orgullo era más fuerte que el dolor. Con las manos en el suelo, se levantó de un solo impulso, temblando de rabia, su corazón latiendo a un ritmo frenético. No podía creer lo que acababa de suceder.
Miró a la mujer que tenía frente a ella, su ira casi palpable. No pudo evitar que las palabras brotaran de su garganta con la rabia de quien ha sido humillada:
—¿Cómo me has dicho?
Valentina, cruzada de brazos, le devolvió la mirada con una sonrisa de desprecio. El brillo desafiante en sus ojos hizo que Isabel se estremeciera.
—Te he dicho "zorra inmunda" porque eso eres. —Su voz era gélida, pero su cuerpo temblaba ligeramente, una mezcla de enojo y satisfacción.
—¿Cómo se te ocurre tocar a mi prometido?
Isabel alzó una ceja, el sarcasmo quemando sus palabras.
—¿Prometido? —inquirió, la risa burlona brotando de sus labios—. ¿Estás delirante? ¿No ves que él acaba de casarse conmigo?
Valentina la miró de arriba abajo, con esa arrogancia que la caracterizaba, un desdén palpable en su mirada.
—Ay, por favor. No me hagas reír. Solo se casó contigo porque necesitamos… —dijo con veneno, como si cada palabra fuera un intento de pisotearla más. Pero antes de que pudiera seguir, Alejandro carraspeó con fuerza, mirando a Valentina con una dureza que paralizó la escena.
Isabel lo miró, sorprendida por la reacción de él, pero no se detuvo.
“Cállate.” Esa era la única orden que su mirada transmitió.
Valentina sintió un escalofrío al ver la frialdad de su mirada, y por un segundo, se quedó petrificada.
—Me importa un bledo cuál sea la razón enfermiza por la que armaron todo este circo —dijo Isabel con voz firme, implacable, mientras un fuego abrasador recorría su cuerpo—. Yo merezco respeto, y no voy a permitir que ninguno de ustedes dos me humille de esta forma.
—¿Humillarte? —Valentina replicó, sarcástica—. Solo te recuerdo cuál es tu lugar.
Isabel respiró hondo, y con voz desafiante, respondió:
—Pues si no te has dado cuenta —su tono se volvió aún más cortante—, el anillo está en mi dedo, no en el tuyo. Yo soy su esposa en los papeles legales, no tú.
El aire se cargó de tensión. Los transeúntes comenzaron a detenerse, pero para Isabel, el ruido de la calle desapareció. Solo quedaban ellas dos, enfrentándose en un duelo de miradas que quemaba como ácido.
Valentina no podía creer que alguien tuviera la osadía de enfrentarse a ella.
—¿Qué has dicho? —preguntó, lanzándose hacia Isabel con furia ciega. La intensidad del momento subió al instante. Las palabras ya no eran suficientes para calmar el odio que ambas sentían.
Ambas se empujaron con tal fuerza que casi pierden el equilibrio. Los murmullos de los transeúntes crecieron, pero de repente, el sonido del hilo de un collar que se rompía cortó el aire. El collar de Valentina, adornado con diamantes resplandecientes, se soltó de su cuello, y las piedras, como fragmentos de un rompecabezas roto, cayeron sobre el asfalto, rebotando en todas direcciones.
—¡Mira lo que hiciste, estúpida! —gritó Valentina, su rostro rojo de furia. Los diamantes que tanto valoraban ahora yacían a sus pies, destrozados.
Isabel levantó las manos, sus ojos llenos de confusión y asombro, pero una rabia que no podía contener.
—¿De qué hablas? No he tocado esa cosa. —Su voz era sincera, pero la incredulidad de la situación la invadió.
El caos a su alrededor parecía surrealista, como un mal sueño, pero Valentina, completamente fuera de control, no la dejó pensar.
—¡Mira lo que me hizo, Alejandro! —gritó, volteando hacia él, buscando una solución, un rescate.
El sonido del collar rompiéndose aún retumbaba en el aire cuando Alejandro dio un paso hacia Isabel. Su mirada fría y calculadora nunca se apartó de ella mientras se agachaba, recogiendo algunos de los diamantes dispersos en el suelo. Con una frialdad helada, levantó la vista y la miró.
—Recoge esos diamantes —ordenó con voz grave, y su tono era autoritario, como si fuera algo que le correspondiera hacer.
Isabel lo observó sin moverse. Su orgullo le quemaba las entrañas. No iba a agacharse, no iba a darle el gusto.
—No voy a recoger nada —respondió con voz firme, mirando sus ojos como si fuera lo único que existiera en ese momento. No era una súplica, era un desafío.
Alejandro frunció el ceño, su mirada se endureció, y el aire entre ellos se cargó de amenaza.
—Hazlo, Isabel —dijo, su tono bajo y peligroso—. Porque eres mía, y debes hacer todo lo que yo diga. Si no lo haces, tendrás que atenerte a las consecuencias.
Isabel no se movió ni un centímetro. La furia ardía en su pecho, la humillación se convertía en una llama imparable.
—No soy tuya, Alejandro —le dijo, su voz llena de veneno—. Y no voy a hacer lo que tú me digas. Soy una mujer, no una... cosa para que me pongas a tus pies.
—Eres mía, te guste o no. Estás atada a mí, y me darás algo mucho más útil que berrinches y escenitas. No tienes otra salida que obedecerme. ¿Lo has entendido? —dijo él.
Isabel no le respondió, pero le sostuvo la mirada. No se iba a dejar intimidar ni por él ni por nadie.
El desprecio en los ojos de Alejandro no pasó desapercibido. Se acerco de prisa y la sujetó con fuerza del brazo.
—Ahora vete y deja de hacer el ridículo —le ordenó.
Isabel, con los dientes apretados, sintió que las lágrimas amenazaban con brotar, pero no las dejaría salir. No más humillación.
—Me voy... —susurró, casi como si esas palabras fueran su única salvación—. Pero tú te vas conmigo —añadió entre dientes, mirando con furia a sus ojos vacíos.
La indiferencia de Alejandro fue inmediata. Su rostro se endureció aún más, y la indiferencia que transmitió en su mirada dolió más que cualquier palabra.
—No seas absurda, Isabel —dijo, su voz gélida como un cuchillo afilado—. Deja de comportarte como una estúpida y lárgate con Jairo.
La mención de Jairo hizo que Isabel respirara más rápido, como si intentara llenarse de aire limpio, pero algo dentro de ella no entendía. ¿Por qué? ¿Por qué se había casado con ella?
—¿Por qué te urgía tanto casarte conmigo si ya tenías a otra mujer? —preguntó, el susurro de su voz estaba cargado de confusión y furia—. No lo entiendo.
Alejandro la soltó y cruzó los brazos sobre el pecho en señal de superioridad.
—Porque tú solo eres un medio para un fin. —Su frialdad la atravesó como un rayo.
—No soy un objeto, imbécil —le escupió, su cuerpo vibrando con la furia acumulada. Y antes de que pudiera pensar en las consecuencias, su mano voló hacia la cara de Alejandro.
El golpe resonó en la calle como un trueno. La bofetada, llena de rabia, rebotó en su mejilla con un sonido explosivo. Valentina soltó un grito de asombro, y todo se congeló en ese instante.
Isabel sintió cómo todo su ser se liberaba, pero Valentina no tardó en reaccionar. Con un rugido de furia, avanzó hacia ella, lista para lanzarse sobre ella. Pero antes de que pudiera tocarla, Alejandro extendió el brazo, deteniéndola con una simple orden.
—No te rebajes, Valentina —dijo, su voz fría y firme, como un comando al que ella no podía desobedecer.
Luego, mirando a Isabel con total desdén, hizo un gesto con la cabeza, y el guardaespaldas apareció, como siempre, al servicio de su indiferencia.
—Llévatela de aquí —ordenó, como si fuera solo un mandado. Su tono le desgarró el alma.
El guardaespaldas la sujetó con fuerza, impidiéndole moverse, mientras ella luchaba con todas sus fuerzas. En su mente, todo se desmoronaba. No era suficiente que la tratara como si no fuera nada, ahora la arrastraban como a una prisionera.
Isabel no dijo una sola palabra. No hacía falta. Sus ojos, llenos de rabia, hablaban por ella. Miró a Alejandro, su figura impasible, su expresión indiferente.
Oficialmente, Alejandro Castillo es un grandísimo imbécil.