Subí al auto que me esperaba frente a la clínica. El cuero olía a nuevo y a una fragancia masculina; las ventanillas, tintadas; el chófer, inmóvil, como si fuera un robot. Me dejé caer contra el respaldo y cerré los ojos un segundo, solo para intentar recomponer algo que ya no existía: mi dignidad.
A medida que avanzábamos, el trayecto me sonó distinto. Las calles se fueron estirando en kilómetros que no recordaba haber recorrido esa mañana. Miré la hora; habíamos tardado el doble. Cogí el móvil, por un impulso, como para buscar un número, una salida. No marqué nada.
—¿Dónde vamos? —dije desde la parte trasera.
El hombre me miró por el espejo retrovisor y respondió con voz neutra, sin concesiones.
—El señor Alejandro me pidió que la llevase a la casa.
La frase me cayó como una losa. “La casa”. No el apartamento. “La casa”: una palabra que llevaba un presagio de posesión. Pensé en Alejandro y en sus propiedades, en cómo él debía moverse por su ciudad como quien tiene varios reinos. Qui