Mundo de ficçãoIniciar sessãoTras la repentina muerte de su madre, Valeria queda bajo el cuidado de Alejandro, el hombre que hasta hacía poco era solo su padrastro. Él es un empresario de éxito, frío y autoritario, veinte años mayor que ella, y nunca pensó que tendría que hacerse cargo de la hija de su difunta esposa. Valeria, que está acostumbrada a la libertad y a la rebeldía, choca de inmediato con las estrictas normas de Alejandro. Lo detesta... hasta que descubre que bajo esa fachada de dureza se esconde un hombre atormentado, marcado por la pérdida y un oscuro secreto. Lo que comenzó como rechazo pronto se transforma en una atracción peligrosa e imposible de ocultar. Ella sabe que amarlo está mal, y él sabe que desearla es un pecado. Pero, cuando el deseo se enciende, ¿quién puede detener lo prohibido? 🔞 HISTORIA CON CONTENIDO PICANTE. SE REQUIERE DISCRECIÓN.🌶️
Ler maisEl sonido de las campanas de la iglesia retumbaba en mis oídos como un eco lejano, marcando un ritmo que no coincidía con los latidos desbocados de mi corazón.
Afuera, la lluvia caía con fuerza, golpeando los ventanales como si el cielo entero llorara la misma pérdida que yo.
Delante de mí, el ataúd de madera clara estaba cubierto de lirios blancos, las flores favoritas de mi madre.
El perfume dulce se mezclaba con el incienso, envolviendo el ambiente en un aroma sofocante que me hacía sentir que apenas podía respirar.
No lloraba. No porque no quisiera, sino porque las lágrimas simplemente se me habían agotado.
Desde que me dieron la noticia del accidente, una especie de vacío se instaló en mi interior, como si alguien hubiera arrancado de raíz mi alma y me hubiera dejado hueca.
Tenía diecinueve años. Y me había quedado sola en el mundo.
A mi lado, algunas voces murmuraban condolencias, frases repetidas, huecas, que no lograban atravesar la barrera de mi dolor.
«Lo siento mucho», «tu madre era una gran mujer», «ahora descansa en paz…»
Eran palabras que rebotaban en mis oídos sin sentido. Y entonces, mi mirada se encontró con él.
De pie, frente al altar, estaba Alejandro. Mi padrastro. Vestía un traje negro impecable, la corbata perfectamente anudada, y su rostro, serio y pétreo, no mostraba ni una grieta.
No temblaba, no lloraba, no mostraba ningún signo de emoción. Era la encarnación de la serenidad.
La gente lo miraba con respeto, como si él fuera el que más lo estaba pasando mal, como si su entereza fuera admirable. Pero a mí me hervía la sangre.
Lo odiaba. Odiaba esa calma, esa frialdad, esa manera de recibir las condolencias con un apretón de manos y un leve asentimiento, como si hubiera ensayado el papel del viudo perfecto.
Yo quería verlo roto, devastado, de rodillas como yo lo estaba por dentro. Quería verlo humano. Pero Alejandro parecía hecho de mármol.
—Valeria —su voz grave me sacudió de golpe—. Es hora de irnos.
Me volví hacia él, con los ojos ardientes por la rabia. ¿Irnos? Apenas acababan de cerrar la lápida y él ya hablaba de marcharse, como si todo fuera un trámite más en su agenda.
—No voy a vivir contigo —le escupí, con un hilo de voz que temblaba entre la furia y la desesperación.
Sus ojos grises se clavaron en mí. No había enojo en ellos, tampoco compasión. Solo firmeza, una dureza que no admitía réplica.
—No tienes opción. Tu madre lo dejó escrito en su testamento. Estoy a cargo de ti hasta que seas independiente.
Era una sentencia. Una cadena invisible que se cerraba a mi alrededor.
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La mansión Cruz se alzaba imponente al final de una larga avenida privada, rodeada de altos muros de piedra y árboles perfectamente podados.
La conocía de visitas pasadas, cuando mi madre aún vivía, pero nunca había pasado más de una tarde allí. Ahora, la perspectiva de dormir entre sus paredes heladas me hacía sentir atrapada.
Las puertas de hierro se abrieron automáticamente al paso del automóvil negro que Alejandro conducía.
Yo me encogí en mi asiento, observando cómo el camino empedrado nos llevaba hasta la entrada principal.
Dos columnas blancas daban la bienvenida, sosteniendo un pórtico elegante que parecía sacado de una revista de arquitectura.
Al bajar, una ráfaga de viento frío me golpeó. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía gris, igual que el edificio frente a mí.
—Bienvenida a tu nuevo hogar —dijo Alejandro, con un tono que no sonaba a bienvenida en absoluto.
Entramos al vestíbulo. El mármol blanco relucía bajo la luz de las lámparas de araña. Cuadros de paisajes colgaban de las paredes, cada cosa en su lugar, perfecto, ordenado y vacío.
No había ni un solo rastro de mi madre. Ni una foto, ni un recuerdo, nada que gritara que ella había vivido allí.
El eco de mis pasos me hizo sentir como una intrusa en un museo.
—Señorita —una mujer uniformada apareció enseguida, inclinando la cabeza—. Su habitación está lista.
Asentí en silencio, siguiéndola por la amplia escalera que conducía al segundo piso. Alejandro caminaba detrás, como una sombra que no podía sacudirme.
Al entrar en la habitación, me encontré con un espacio impecablemente decorado. Cama amplia con sábanas blancas, un escritorio nuevo, cortinas de terciopelo en color beige.
Todo perfectamente dispuesto, como si hubiera sido diseñado por un decorador de interiores. Y, sin embargo, no había vida. No era mi cuarto.
Solté mi pequeña maleta en el suelo y comencé a sacar mis cosas. Mis jeans doblados, mis camisetas arrugadas, mis pocos libros. Cosas normales que contrastaban con aquella perfección asfixiante.
No escuché que la puerta se abriera hasta que lo vi. Alejandro entró sin llamar, ocupando el umbral con su imponente presencia.
—Hay reglas en esta casa —dijo con voz grave —. No quiero fiestas, ni salidas sin avisar. Aquí hay horarios. Se cena a las ocho y espero respeto.
Me giré hacia él, con el ceño fruncido y el corazón golpeando en mi pecho.
—¿Respeto? —espeté con sarcasmo—. No eres mi padre.
Un músculo se tensó en su mandíbula, pero su expresión permaneció inmutable.
—No lo soy —admitió sin titubear—. Pero mientras vivas aquí, tendrás que acatar mis reglas.
El silencio se volvió pesado. Yo lo miraba con odio, pero en el fondo algo más me descolocaba: la forma en que sus ojos grises me atravesaban, esa intensidad que me erizaba la piel sin que yo lo quisiera.
Sacudí la cabeza, intentando borrar la absurda idea que se cruzaba por mi mente. Era mi padrastro. El esposo de mi madre muerta. Pensar en él de otra manera era un sacrilegio.
Él sostuvo mi mirada unos segundos más y luego, sin una palabra, salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
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Esa noche me tumbé en la cama, incapaz de conciliar el sueño. El silencio de la mansión era sepulcral, roto solo por el tic-tac lejano de un reloj.
Me revolvía entre las sábanas, recordando una y otra vez el funeral, la voz de mi madre, su risa, sus caricias. El dolor me oprimía el pecho hasta dejarme sin aire.
Y, contra mi voluntad, la imagen de Alejandro se colaba entre esos recuerdos. Su mirada intensa, su voz grave, su presencia imponente.
Me odiaba por eso.
Me repetía que lo detestaba, que lo culpaba de no haber cuidado a mi madre, de no haberla salvado. Me convencía de que era solo rencor lo que me hacía temblar cuando estaba cerca.
Pero en el fondo, muy en el fondo, sabía que no era solo odio.
Algo dentro de mí se estremecía cada vez que pensaba en él. Algo prohibido, algo que no debería sentir.
Cerré los ojos con fuerza, intentando acallar esa voz interna. Pero mientras el sueño me arrastraba lentamente, lo último que vi en mi mente fue el rostro de Alejandro, serio y distante, como si me vigilara incluso en la oscuridad.
El camino de tierra que conducía a la cabaña parecía más largo que de costumbre.Quizás era el peso de mi vientre, o quizás era la ansiedad que me recorría la columna vertebral, pero cada bache del sendero me recordaba que nos estábamos alejando del mundo para encerrarnos en nuestro propio universo.Al detener el auto, el silencio del bosque de Texas nos rodeó como un abrazo protector.Alejandro apagó el motor y se quedó un momento mirando hacia la estructura de madera. La cabaña seguía igual: rústica, solitaria, guardando entre sus paredes los ecos de nuestros primeros encuentros prohibidos.—Ya estamos aquí —susurró él, rompiendo el silencio.Se bajó del auto y, antes de que yo pudiera siquiera intentar abrir mi puerta, ya estaba allí, ofreciéndome su mano con una caballerosidad que ahora nacía de la devoción, no de la obligación.Entrar en la cabaña fue como dar un paso atrás en el tiempo, pero con una piel diferente. El olor a cedro y a hogar encerrado me golpeó de inmediato.Alej
El aire de Toronto era una navaja helada que me cortaba la cara mientras caminábamos por la pista privada hacia el jet.Mis pasos eran lentos y pesados, no solo por los siete meses que cargaba en el vientre y que me hacían sentir que cada músculo de mi espalda estaba a punto de rendirse, sino por la angustia que me apretaba el pecho.Volver era necesario, pero volver significaba enfrentarse a la realidad que habíamos dejado en pausa.Me detuve a unos metros de la escalerilla del avión. El ruido de las turbinas calentándose era un rugido constante, pero mi mente hacía más ruido todavía.Me giré hacia Alejandro, que caminaba a mi lado con esa seguridad que a veces me reconfortaba y otras tantas me sacaba de quicio.—No quiero volver a la mansión —le dije, alzando la voz para que me oyera sobre el viento—. No hasta que sepa que todo es seguro para mí y para mi hijo.Él se detuvo y me miró, entornando esos ojos grises que parecían querer leer cada uno de mis miedos.—Valeria, ya hablamos
Después de dejar la habitación de Alejandro, regresé a mi pequeño apartamento con el corazón a mil por hora.Él había sido tajante: quería que volviéramos juntos a Estados Unidos. Insistía en que debíamos retomar nuestras vidas, pero esta vez de verdad, sin escondites, para que nuestro hijo naciera allá "sin caretas".Pero la sola idea me producía un terror que me congelaba mis cinco sentidos. ¿Qué iban a decir las amistades de mi mamá?¿Qué pensarían los socios de mi difunto padre cuando se enteraran de que estoy embarazada de quien fue mi padrastro? ¿Cómo explicar que el hombre que juró protegerme como tutor terminó siendo el padre de mi hijo?El miedo me paralizaba y me asfixiaba al mismo tiempo. Era como saltar de un precipicio sin saber si habría alguien abajo para atraparme.De pronto, mi teléfono vibró sobre la mesa. Era un mensaje de Alejandro:“En un rato paso por ti. Te amo.”Me quedé mirando la pantalla como una idiota, sonriendo a pesar del caos. Esa pequeña declaración, u
Me había engañado. Creí que su huida al verme con Damon significaba su rendición. Pero Alejandro nunca se rinde. Se las ingenió, como siempre. De alguna forma, dio con la firma de abogados donde trabajaba y, cuando salía, me interceptó.Me tomó sin darme opción. No hubo discusión, solo la urgencia de su mano en mi brazo, llevándome a su coche. Ahora estábamos en la suite del hotel donde se hospedaba, y la tensión entre nosotros era tan intensa que casi cortaba el aire.Él estaba de pie, cerca de la ventana, con el traje arrugado y el cabello revuelto. Yo estaba en el centro de la habitación, temblando. Los siete meses de vacío y soledad se estrellaron contra su presencia inmediata.Dio un paso hacia mí. Y luego otro. No preguntó nada, no exigió. Simplemente, me besó.Y el deseo explotó a través de mi cuerpo, aun embarazada. Lo besé de vuelta, igualando su fervor. Era un beso de rabia, de reproche, de todos los meses de abstinencia y dolor.Mis manos se enredaron en su cabello oscuro,
Alejandro, me tomó sutilmente por el brazo. Era un agarre firme, no violento, pero me sentí arrastrada.Me adentró al apartamento, cerrando la puerta detrás de sí con un sonido seco y definitivo. Era un sonido que sellaba el fin de mi huida.Me soltó y dio un paso atrás, de repente sus ojos grises se fijaron en mi vientre. La intensidad era abrumadora.—¿Cómo es posible? ¿Quién es el padre? —preguntó, con la voz áspera, muy consternado. Su pregunta era una bala directa, cargada de una mezcla de celos y horror.Me quedé en silencio. Verlo allí parado, en mi pequeña sala de estar en Toronto, me paralizó por completo. No me lo esperaba. Me oculté todo este tiempo, ¿cómo demonios me encontró? Diablos.—Vete —balbuceé, la palabra apenas si salió de mi boca.—Valeria, respóndeme. —Dio un paso hacia mí.—¡Que te vayas, carajo! —grité, encontrando por fin la voz. El miedo me daba la fuerza para exigir mi espacio.Justo en ese instante, el sonido de la cerradura al abrirse hizo un clic inconfu
Narrador Omnisciente.Desde que Valeria se fue, la vida de Alejandro se había convertido en un ciclo de agonía. Su rutina era brutal: levantarse, trabajar, y luego sucumbir al recuerdo que lo perseguía hasta en sus sueños.Sus ardientes ojos grises, antes llenos de control y cálculo, ahora andaban con la mirada perdida, fijos en un horizonte que se había vuelto desolado.Se veía a sí mismo totalmente devastado, un cuerpo sin alma, arrastrándose por un entorno donde nada crecía, donde los colores se habían apagado con la huida de Valeria.La firma era el único lugar donde podía imponer orden a su caos interno, pero incluso allí, su mente estaba dividida. Pasaba horas encerrado, recorriendo frenéticamente cada red social, cada cuenta bancaria inactiva que Valeria pudiera haber usado.Justo se hallaba perdido en sus pensamientos, sentado en su oficina con la corbata aflojada y el whiskey intacto en la mesa auxiliar, cuando la puerta se abrió discretamente. Fabio, su socio y confidente, e
Último capítulo