Paula tiene una vida perfecta y un esposo que la ama, sin saber que su ambiciosa madrastra y su hermanastra, planean en secreto destruirla. Pronto, logran que Paula caiga en una cruel trampa, donde es acusada de infiel y es repudiada por su esposo y padre, para luego intentar quitarle la vida, y poder quedarse con la fortuna de la mujer. Sin embargo, Paula logra sobrevivir, ahora debe cuidar su vida, mientras descubre que está embarazada. Después, Paula volverá para recuperar todo lo que le pertenece y hacer pagar a quienes intentaron destruirla, pero, ¿podrá perdonar a quienes no creyeron en ella?
Leer másEl teléfono sonó con insistencia. Paula contestó de inmediato al ver el nombre de su hermanastra.
—¡Paula, sálvame! —gritó Alicia al otro lado de la línea—. ¡Amiga, por favor, ayúdame, han abusado de mí!
La voz quebrada de Alicia hizo que el corazón de Paula se detuviera un segundo.
—¿Qué? ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
—Hotel Handone... habitación treinta y tres... ven sola, no le digas a nadie, me da mucha vergüenza... tengo miedo —sollozó Alicia, casi sin aliento.
—¡Ya voy, no te preocupes! ¡Te juro que estaré ahí en minutos!
Colgó con manos temblorosas. Su respiración se agitaba mientras tomaba las llaves del auto. Dudó por un instante.
Pensó en llamar a su esposo, Javier Villegas. Contarle lo que pasaba. Pero algo en su pecho le dijo que debía ir sola. Alicia era su mejor amiga, su hermana del alma. No podía dejarla así.
La noche era espesa, oscura. Paula manejó con el corazón en la garganta, las manos sudorosas sobre el volante, los pensamientos revueltos.
Solo podía imaginar a su amiga herida, destrozada, sola. No había espacio para otra cosa.
Llegó al Hotel Handone. El lugar era un hotel de mala muerte, no entendía por qué Alicia vino hasta aquí, pero el aire se sentía pesado, y ella solo podía pensar en salvar a su amiga.
Paula caminó con prisa, se dirigió a la recepción, pero no esperó respuestas.
Subió por las escaleras hasta el tercer piso. Habitación treinta y tres.
Tocó con fuerza.
—¡Alicia! ¡Soy yo, Paula! ¡Ábreme!
La puerta se abrió de golpe, sin que nadie la recibiera. El silencio del cuarto le puso la piel de gallina.
Entró despacio, mirando a todos lados.
—¿Alicia? ¿Dónde estás?
Fue entonces cuando escuchó el "clic" sordo de la puerta cerrándose a sus espaldas.
Giró con rapidez.
Un hombre estaba allí. Alto, de mirada oscura, con un gesto perverso. Antes de que pudiera reaccionar, él se abalanzó sobre ella.
—¡No! ¡Suéltame! —gritó Paula, forcejeando con todas sus fuerzas.
La empujó hacia la cama, le tapó la boca.
El aliento apestaba a vino barato, y sus manos sucias la paralizaron.
Luchaba con desesperación, como una presa acorralada. El terror la invadía.
Pensó que ese era su final.
Pero en el instante en que sintió que iba a perder el control, la puerta se abrió de golpe. Javier irrumpió como un huracán.
—¡Paula!
El hombre se apartó de ella como si quemara.
Paula lloraba, temblaba.
—¡Amor, me quería abusar! ¡Por Dios, ayúdame!
El rostro de Javier, normalmente tan sereno, estaba transformado.
Pero antes de que dijera algo, ese hombre rio con cinismo.
—¿Abusarte? ¡Qué ironía! —dijo burlándose—. Esta mujer es mi amante. Nos hemos visto aquí muchas veces. Ella es mía. Pregunta en la recepción si no me crees.
Paula lo miró con espanto.
—¡Miente! ¡Por favor, escúchame! Alicia me llamó, me dijo que viniera. ¡Me pidió ayuda!
Javier clavó sus ojos en ella. Esa mirada no era la de su esposo. Era la de un hombre herido. Roto.
—¿Alicia? —preguntó, apretando los dientes.
Y entonces, como invocada, Alicia apareció en la habitación.
Llevaba el cabello suelto, los ojos llenos de lágrimas fingidas, las manos temblorosas.
—Paula... ¿Cómo pudiste? ¿Cómo fuiste capaz de hacerle esto a tu esposo? —preguntó en un tono entre escandalizado y compasivo—. Me usaste como excusa. Dijiste que venías a ayudarme, y mírate. ¡Lo engañaste! ¡Traicionaste tu matrimonio con un amante! ¡Yo... yo no puedo creerlo!
Paula no entendía nada. Todo daba vueltas.
—¿Qué? ¡Alicia, tú me llamaste! ¡Tú me pediste que viniera! ¡Me dijiste que habías sido abusada!
—¡Yo nunca haría algo así! —dijo Alicia con un tono de voz perfecto—. ¡Eres una mentirosa!
El alma de Paula se rompió. Javier se volvió hacia ella. Le tomó del brazo con fuerza.
—¿Qué clase de mujer eres? Te entregué mi vida, te amé más que a nada, ¡y tú me traicionas con ese desgraciado!
—¡Javier, no! ¡No es verdad! ¡Me tendieron una trampa!
—¡Cállate! —gritó él, su voz rasgada por el dolor.
El hombre fue sujetado por dos guardias que Javier había traído consigo. Forcejeaba, pero lo arrastraron fuera.
—¡Estás cometiendo un error! ¡Yo no hice nada!
—¡Y tú también pagarás! —le dijo Javier a Paula, temblando de rabia—. ¡Quiero el divorcio! ¡No quiero volver a verte jamás!
Paula sintió que algo dentro de ella se quebraba en mil pedazos, como si la muerte misma la estuviera abrazando por dentro.Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, pero no era solo tristeza; era un dolor brutal, desgarrador, el tipo de dolor que quema el alma y la deja vacía.«Él… ¿Está con ella? ¿Acaso… mi esposo también quiere mi muerte?»La sola idea le revolvió la mente, la volvió loca.¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía alguien a quien amó con tanta intensidad, con tanta fe, convertirse en el verdugo de sus sueños?Su respiración se aceleró, y un grito ahogado se le atoró en la garganta.—¡Debemos irnos! —exclamó, su voz quebrada por el miedo—. ¡Estoy en peligro!La anciana, con ojos llenos de preocupación, la tomó del brazo con fuerza, y juntas comenzaron a caminar apresuradas, como si el mundo estuviera a punto de derrumbarse a su alrededor.Mientras tanto, Paula no pudo ver la escena que se desataba poco lejos de ahí.Javier, con el rostro enrojecido por la rabia cont
—¿Sabes quién intentó matarte, niña?La voz de la anciana era firme, pero no dura.Paula, con el rostro aún cubierto por las sombras del trauma, asintió lentamente. Claro que lo sabía. Sabía exactamente quién había querido verla muerta. Podía escuchar sus risas en su cabeza, ver sus rostros, recordar la frialdad de sus manos traicioneras.—¿Puedes denunciarlos?El silencio cayó como un abismo entre ambas. Paula bajó la mirada. ¿Denunciarlos? ¿A quién? ¿Y con qué pruebas?Nadie iba a creerle. Nadie.La gente solo ve lo que quiere ver… y ella ya había sido condenada con miradas, con palabras que la señalaron como una vergüenza, como una traidora.Apretó los labios, conteniendo el llanto que le ardía en la garganta.—¡Debo ver a mi esposo! —dijo al fin, con voz temblorosa pero desesperada—. Solo él… solo él puede creerme. Él me conoce.La anciana asintió despacio, sin hacer preguntas. Se levantó en silencio, y volvió minutos después con una taza caliente entre las manos.—Bebe, mujer…
Las imágenes se tornaban borrosas en la mente de Paula. Todo a su alrededor comenzaba a desdibujarse, como si el mundo se alejara lentamente de ella.El rugido del mar, tan violento hace apenas unos minutos, ahora era un eco lejano, casi inexistente.El dolor… también se desvanecía. Ya no dolía, ya no apretaba su pecho ni desgarraba su cuerpo. Todo se sentía lejano, como si ya no le perteneciera.Una extraña calma la envolvía. Sentía que flotaba… o tal vez caía. No sabía dónde estaba, si aún era parte de este mundo o si ya había cruzado a otro.Y entonces, de pronto, un golpe seco la sacudió, un impacto contra algo firme, como si hubiese sido arrastrada por la fuerza del mar hasta la orilla. Su cuerpo inerte fue arrojado como una muñeca sin alma.¿Era real? ¿Seguía viva? ¿O era ese el final?No lo supo. Solo supo que el aire le faltaba, que sus pulmones no respondían y sus párpados, pesados como plomo, se cerraron por completo. Y entonces… todo se volvió negro. Silencio. Nada.***A k
La noche era oscura y el viento soplaba con una fuerza que parecía presagiar lo peor.El silencio de la madrugada se rompía solo por el eco de los pasos de FeliciaCaminó hacia su lujoso auto negro.Abrió la cajuela y sacó una maleta de cuero, pesada, llena hasta el tope.Caminó unos metros más hasta encontrarse con un hombre de rostro tosco y mirada vacía. Sin titubear, les arrojó la maleta a los pies.—Aquí está —dijo con voz fría como el hielo—. Todo el dinero que pediste.El secuestrador la miró, abrió un poco la cremallera y sonrió satisfecho al ver los fajos de billetes perfectamente ordenados.—Bien —murmuró mientras sus ojos brillaban de codicia—. ¿Y la chica?—Quiero que la maten. Que no quede rastro. Que nadie la encuentre jamás. Que su nombre se borre como si nunca hubiera existido —dijo ella con un desprecio casi demoníaco en su voz.Los hombres a su alrededor rieron con complicidad. No era la primera vez que hacían algo así. Para ellos, un cuerpo más o menos no cambiaba n
Alicia sonrió con esa mueca retorcida que Paula había aprendido a temer.—¡Oh, vamos! —dijo mientras se acercaba, moviéndose con elegancia cruel—. Quita ese gesto de tonta, que me mata… Solo me dan más ganas de destruirte.Paula tenía el rostro empapado en lágrimas. No era solo tristeza, era incredulidad, desgarro, rabia contenida.Su voz salió quebrada, como si se le rompiera el pecho al hablar.—No puede ser… tú eras mi amiga… —murmuró—. ¡Mi mejor amiga! ¿Cómo… cómo pudiste?Alicia rio, una carcajada vacía que le caló hasta los huesos.Y entonces rio Felicia. La mujer a la que Paula había llamado "tía" durante toda su infancia. La amiga íntima de su madre. La que le regalaba dulces y le acariciaba el cabello como si la quisiera cuando era niña.Felicia también sonreía. Pero su sonrisa era aún peor. Más amarga. Más despiadada.—Ay, niña… —dijo con tono burlón, como si hablara con una criatura ingenua—. ¿De verdad no lo ves? Esto no es una traición… es justicia. Justicia para mí.—¡¿P
Paula no sabía a dónde ir.Salió con lo puesto, con el corazón hecho pedazos y el alma colgando de un hilo. Tomó las llaves de su auto con las manos temblorosas, sintiendo que el aire dentro de esa casa se había vuelto irrespirable.Se subió al coche, cerró la puerta y encendió el motor con un suspiro entrecortado. No pensó demasiado. Solo quería alejarse. De todo. De todos. De sí misma.Las calles pasaban frente a sus ojos como un borrón, pero no veía con claridad. Las lágrimas caían sin control, quemándole las mejillas. En su pecho se agolpaban los pensamientos, las decisiones apresuradas, la culpa, el miedo.Por un instante pensó en ir a un hotel, esconderse unas horas, dormir si podía. Pero luego pensó en él. En su esposo. Tal vez debía regresar. Tal vez aún podía explicarle. Tal vez, si le hablaba con el corazón, él entendería.Pero ese “tal vez” se desvaneció en el aire cuando se internó por una carretera desierta, casi olvidada por el mundo.Y entonces ocurrió.Un auto negro, s
Último capítulo