De pronto, las sirenas rasgaron la noche como un presagio: lejanas al principio, luego acercándose con determinación, llenando el aire de una urgencia que clavó a todos en el lugar. El mundo pareció ralentizarse: el viento, el rumor de las olas contra el acantilado, incluso los corazones. Felicia clavó la mirada en Paula con una ferocidad que no era humana; la cara le palideció, los ojos centelleaban con la locura de quien cree que todo le pertenece.
—¡Maldita! —escupió—. ¡Trajiste a la policía! Bien, entonces pagas. Te mataré y que valga la pena.
Paula sintió que la sangre se le congelaba en las venas. El arma tembló en su mano, un frío de muerte que le rozó la boca del estómago. Pensó en sus hijas, en Javier, en cada momento que la había traído hasta ahí: la pérdida de sus padres, la traición, las noches sin dormir. Su respiración se aceleró, pero en esa sacudida encontró una claridad terrible.
Sin pensarlo, sin permitirse el lujo del arrepentimiento, apretó el gatillo. La bala impac