Una semana después, la sala quedó en silencio expectante hasta que el juez alzó la voz y pronunció la condena. El sonido de aquellas palabras cayó en el pecho de
Paula como una lluvia densa:
“Cincuenta años de prisión”. Fueron segundos que se estiraron hasta volverse eternos. Dentro de ella algo se quebró y, a la vez, algo se alivió.
No era alegría. Era un respiro profundo, como la primera bocanada de aire después de haber estado ahogada. Cincuenta años. Era la prisión hecha número, la cifra que transformaba en concreto lo que antes había sido rumor y amenaza.
Felicia —la mujer que le había robado la paz, que había intentado arrancarle todo— quedaría encerrada tras barrotes por el resto de su vida.
La justicia, por fin, le ponía un cerrojo a la violencia.
Paula recordó, casi en automático, la mirada de Felicia cuando se oyó la sentencia: fría, fulminante, como una piedra que rebota.
Ella la devolvió con otra mirada, sostenida, que no buscaba ya venganza, sino que reclamaba reconocimie