Paula tomó la mano arrugada de la anciana y comenzaron a alejarse a toda prisa.
A cada paso, el miedo se hacía más pesado, como si llevara cadenas en los tobillos.
—¿Qué sucede, niña? —preguntó la anciana con voz entrecortada, apenas pudiendo seguirle el ritmo.
—¡Ella… la mujer que quiere matarme! ¡Está aquí! ¡Felicia me encontró! —dijo Paula, con los ojos desorbitados por el terror, como si acabara de ver a la misma muerte.
La anciana se detuvo un instante, sujetando sus manos. A pesar del temblor en sus piernas, su mirada era firme.
—Cálmate, mi niña. No corras como si fueras una presa. Camina. No hay nada que llame más la atención que una mujer huyendo.
La cubrió con un sombrero de sol que llevaba colgado del brazo, le bajó el rostro con delicadeza, y siguieron su camino por un atajo poco transitado.
Paula obedeció, aunque su cuerpo entero temblaba como una hoja mecida por una tormenta.
Sus manos sudaban, su corazón latía con fuerza desbocada, y su mente no dejaba de imaginar lo peor.
***
En otro punto del camino, Felicia se bajó del auto de golpe. Miró hacia atrás, entrecerrando los ojos.
Vio a la anciana y a la mujer caminando lentamente. Se cruzó de brazos, contemplando la escena con desdén.
—¿Qué estupidez es esta? —bufó entre dientes, con una mueca de burla—. ¿Paula vestida como una mendiga? ¡Imposible! ¡Ella no es! ¡Estoy dejando que mi conciencia me juegue malas pasadas!
Rio con una crueldad tan seca que erizaría la piel de cualquiera. Luego se giró y subió al auto con indiferencia.
Pero el destino no le permitiría relajarse: sonó su celular. Era su hija, Alicia, con voz alarmada.
—¡Madre! ¡Regresa a la mansión! Creo que Javier está perdiendo la razón… ¡Quiere buscar a Paula!
—¡¿Qué?! —Felicia se tensó—. Tranquilízate, no pierdas la compostura. Voy para allá.
Colgó, apretando el teléfono con furia.
Su hija no podía fallarle ahora, no cuando estaban tan cerca de quedarse con todo lo que era de esa mujer que les arruinó la vida.
A su modo de ver, Paula nunca debió existir.
***
Mientras tanto, de regreso en la cabaña, Paula se abrazaba las rodillas mientras sollozaba sin consuelo.
Su cuerpo aún estaba agitado. El aire que respiraba no era suficiente para calmar su pecho o sus pensamientos.
Imelda, la anciana, la observaba desde la puerta, con el corazón apretado.
—Tienes que irte, niña. Lo siento mucho… si te quedas aquí, no solo te encontrarán… te matarán.
Sus palabras fueron un puñal directo al alma. Paula sintió que se le helaban los huesos.
—Lo sé —murmuró con voz ronca—. Pero… necesito hacer una llamada. Necesito llamar a mi esposo.
La anciana se giró, horrorizada.
—¿Te volviste loca? ¿Después de verlo besarse con otra? ¿Y si él también te quiere muerta?
Paula no respondió. Sus labios temblaban. Lágrimas silenciosas caían por sus mejillas.
La duda la desgarraba por dentro.
¿Y si Javier también estaba del lado de Felicia? ¿Y si ya no era su Javier?
Pero antes de poder pensarlo más, la anciana la llevó con una vecina, que tenía un pequeño restaurante humilde.
Allí, con la promesa de pagar, Imelda pidió prestado un celular.
Paula sostuvo el aparato con manos temblorosas. No podía llamar a su padre, ni a Javier.
Entonces, pensó en Iñaki. Su amigo, su apoyo silencioso desde hacía años. Él era el único en quien podía confiar.
Marcó. La llamada fue breve.
—¡Iñaki! Soy Paula. Llama a este número. Es urgente.
Colgó sin más.
Apenas pasaron dos minutos cuando el teléfono volvió a sonar. Su corazón dio un vuelco.
—¿Paula? —dijo la voz preocupada de Iñaki—. ¿Qué está pasando? Me estás asustando.
—Necesito tu ayuda. No puedo explicarlo todo ahora, pero necesito quedarme en tu departamento. Nadie puede saber que estoy ahí. Ni mi padre. Ni Javier.
—Paula… esto suena muy serio.
—Lo es. Por favor, confía en mí. Solo ayúdame.
—Claro, cariño. Anota esto: es la contraseña de la puerta. Y escucha bien: en mi habitación, en el último cajón de la cama, hay dinero. Tómalo. Son diez mil euros. Lo guardé por si algún día necesitaba algo, ahora lo necesitas tú.
—Gracias, Iñaki. No sabes lo que esto significa.
—Prométeme que estarás a salvo.
—Lo intentaré.
***
Paula tomó un taxi con el dinero que Imelda le dio.
La cabaña quedó atrás, junto con la única persona que había sido buena con ella en mucho tiempo.
En el trayecto, su corazón no dejó de palpitar. Sentía que, en cualquier momento, alguien la seguiría, la descubriría, le arrebataría hasta el aire.
Cuando llegó al edificio, nadie la reconoció. Era apenas una sombra de sí misma: despeinada, sucia, ojerosa, deshecha.
Subió al departamento con pasos torpes y cerró la puerta como si, al hacerlo, pudiera detener el infierno.
Corrió al baño, se miró al espejo. El reflejo le devolvió la imagen de una mujer derrotada, desfigurada por la tristeza.
Lloró como nunca. Lloró hasta quedarse sin voz, hasta que su alma pareció desgarrarse.
—¿Por qué me pasa esto? —susurró—. ¿Qué hice para merecer tanto dolor?
Se bañó con agua fría, intentando borrar las huellas del miedo.
No funcionó, pero al menos sintió que recuperaba un poco de dignidad. Se vistió con la misma ropa, comió algo simple del refrigerador y volvió a llamar a Iñaki.
—¿Quieres que vuelva de París? —preguntó él.
—No, quédate allá. Solo no digas que estoy aquí. Esto es un caos. Necesito tiempo.
—Lo que necesites, Paula. Ya sabes: mi casa es tu refugio.
Colgaron.
Paula se quedó con el teléfono en las manos. Tentada. Quería llamar a Javier. Saber si aún la buscaba. Saber si la había traicionado… o si aún la amaba.
Pero no podía arriesgarse. Un paso en falso y Felicia la encontraría.
—Si él está con ellos… será mi fin —susurró.
Entonces pensó en otra persona. El abogado que llevó el testamento de su madre. Un hombre que creía honesto. Si alguien podía ayudarla, era él.
Buscó el número desde la computadora y llamó. Una asistente respondió.
—Soy Paula Bourvaine. Debo hablar con el señor López. Es urgente.
Mientras la asistente caminaba hacia la oficina, el destino volvió a cruzar hilos.
Dentro de la misma sala, Felicia conversaba con el abogado.
—Señor López —dijo la asistente—, la señora Paula Bourvaine le llama. Insiste que es urgente.
Los ojos de Felicia se abrieron de golpe. Se quedó sin aliento.
—¿Qué has dicho? —preguntó, helada.
El nombre de su enemiga había vuelto a sonar.
Paula estaba viva. Y eso lo cambiaba todo.
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