Paula tomó la mano arrugada de la anciana y comenzaron a alejarse a toda prisa.
A cada paso, el miedo se hacía más pesado, como si llevara cadenas en los tobillos.
—¿Qué sucede, niña? —preguntó la anciana con voz entrecortada, apenas pudiendo seguirle el ritmo.
—¡Ella… la mujer que quiere matarme! ¡Está aquí! ¡Felicia me encontró! —dijo Paula, con los ojos desorbitados por el terror, como si acabara de ver a la misma muerte.
La anciana se detuvo un instante, sujetando sus manos. A pesar del temblor en sus piernas, su mirada era firme.
—Cálmate, mi niña. No corras como si fueras una presa. Camina. No hay nada que llame más la atención que una mujer huyendo.
La cubrió con un sombrero de sol que llevaba colgado del brazo, le bajó el rostro con delicadeza, y siguieron su camino por un atajo poco transitado.
Paula obedeció, aunque su cuerpo entero temblaba como una hoja mecida por una tormenta.
Sus manos sudaban, su corazón latía con fuerza desbocada, y su mente no dejaba de imaginar lo peo