Paula cayó de rodillas, con el alma hecha pedazos. Sus piernas simplemente no pudieron sostenerla más.
—¡Me das asco! —escupió Javier con una voz helada, sin mirarla, sin vacilar.
Y se fue. Sin más.
El portazo resonó como un trueno en su pecho, un eco que la dejó temblando. Ella se quedó allí, en el suelo, deshecha.
A su lado, Alicia la observaba con los brazos cruzados y una sonrisa burlona que la atravesaba como un cuchillo.
El corazón de Paula latía con violencia, con desesperación, con ese tipo de angustia que ahoga, que consume. No entendía nada. Todo su cuerpo temblaba, y el miedo le escalaba por la garganta como una serpiente venenosa. Un miedo profundo, paralizante, que la estaba enloqueciendo.
Levantó lentamente la mirada y la clavó en Alicia, buscando respuestas, algún atisbo de humanidad en su rostro… pero solo encontró burla.
—¿Por qué lo hiciste, Alicia? —preguntó con la voz rota, apenas un susurro ahogado.
Alicia soltó una risa seca, cruel, sin alma.
—¿Qué hice? Ay, Paula… estás loquita, ¿no? —dijo, ladeando la cabeza con fingida preocupación.
La sangre de Paula hirvió. Se levantó de golpe, impulsada por la ira, por la traición, por la humillación. Se lanzó sobre ella, la tomó del brazo y la arrinconó contra la pared con fuerza.
—¡Tú me engañaste! —gritó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Me tendiste una trampa! ¡Al menos ten el valor de admitirlo en mi cara!
Alicia apenas parpadeó.
—No sé de qué hablas, amiga. Creo que estás mal… ¿No deberías buscar ayuda médica? ¿Será que estás perdiendo la razón? Yo no te llamé, tú fuiste sola… fuiste tú quien traicionó a tu esposo. Y lo sabes, Paula. La fidelidad es la base del amor —agregó con voz dulce, casi maternal, como si de verdad creyera cada palabra.
Paula retrocedió, temblando. El aire se le fue del pecho. Esa mujer… esa que había sido su mejor amiga desde la infancia y ahora era su hermanastra, la que compartió su casa, su comida, sus secretos… esa mujer era una farsa. Y ahora la entendía. Alicia era una serpiente vestida de hermana, esperando su momento para clavar el colmillo.
Y entonces recordó a su madre. Aquel funeral tan frío el año pasado, y cómo, apenas unos meses después, Felicia, la madre de Alicia, se casó con su padre. Ella lo aceptó. Pensó que era lo correcto, que ambas familias eran una sola. Qué ingenua había sido…
De pronto, la puerta se abrió de golpe. Javier volvió a entrar.
Caminó hacia ella como un torbellino furioso, sin escuchar razones.
Le tomó el brazo con brusquedad.
—¡Javier! ¿A dónde me llevas? —preguntó ella, aún confundida.
—¡A tu padre! —rugió él, con los ojos inyectados de odio—. Te dejaré con él. No quiero que me acusen de haber abandonado a una zorra como tú. ¡Te vas ahora mismo! ¡Y no quiero volver a verte jamás!
Paula lloraba desconsoladamente mientras él la arrastraba por el pasillo.
Subieron al auto y el silencio en el interior era más cortante que cualquier grito.
Ella suplicaba, intentaba explicarse, pero cada vez que abría la boca, Javier la callaba con veneno.—¡Cállate! ¡No quiero escuchar ni una sola palabra de una mujer como tú! ¡Eres basura! ¡Una esposa infiel no vale nada!
—¡Te juro que intentó abusar de mí! ¡Javier, por favor, escúchame!
—¡Mentira! —gruñó—. ¡Te vi con mis propios ojos, Paula! ¡Entraste a ese cuarto por tu propia voluntad!
Ella bajó la mirada. El mundo se desmoronaba. Nadie le creía. Era como vivir dentro de una pesadilla de la que no podía despertar, una donde todos la acusaban, donde la verdad no importaba.
***
Al llegar a la mansión Bourvain, el auto se detuvo. Javier bajó y abrió la puerta con furia.
La tomó con tal fuerza que casi la arrastró fuera. Paula tropezó, pero no se atrevió a resistirse.
La condujo hasta el gran salón, y ahí, frente a los ojos atónitos de su padre y de Felicia, la empujó sin piedad al suelo.
Aureliano, su padre, se levantó como si le hubieran clavado un hierro caliente.
—¡¿Cómo te atreves, Javier?! ¡¿Cómo te atreves a tocar a mi hija así?! —bramó como una fiera.
Javier no retrocedió. Su rabia era más fuerte que el respeto.
—¿Quieres saber por qué? Pregúntale a tu hija perfecta —espetó, temblando de indignación—. ¡Porque es una infiel! ¡Una ramera! La encontré en la cama con otro hombre. No hay más qué decir. Me voy a divorciar, ¡y no quiero verla nunca más!
—¡Javier, por favor, escúchame! ¡No es cierto! —suplicó Paula, arrastrándose en el suelo, buscando desesperadamente a alguien que la defendiera.
Pero entonces, un nuevo golpe la destrozó.
Su padre cruzó la habitación en un segundo… y la abofeteó con tanta fuerza que cayó al suelo como una muñeca rota.
El dolor físico fue menor que el impacto emocional. El mareo, el zumbido en sus oídos, la traición… Todo se mezcló en una tormenta insoportable.
—¡Eres una ramera igual que tu madre! —escupió Aureliano, con los ojos llenos de asco—. ¡Ya no eres mi hija! ¡Lárgate ahora mismo!
El mundo de Paula colapsó en ese instante. Su padre. Su esposo. Su mejor amiga. Todos la odiaban. Todos la habían condenado sin escucharla, sin preguntar, sin permitirle una explicación.
Sola. Humillada. Destruida.
Y con el corazón roto en mil pedazos, Paula entendió que, en esa casa, en esa familia, ya no quedaba amor para ella.