Capítulo: Un nuevo amanecer

Las imágenes se tornaban borrosas en la mente de Paula. Todo a su alrededor comenzaba a desdibujarse, como si el mundo se alejara lentamente de ella.

El rugido del mar, tan violento hace apenas unos minutos, ahora era un eco lejano, casi inexistente.

El dolor… también se desvanecía. Ya no dolía, ya no apretaba su pecho ni desgarraba su cuerpo. Todo se sentía lejano, como si ya no le perteneciera.

Una extraña calma la envolvía. Sentía que flotaba… o tal vez caía. No sabía dónde estaba, si aún era parte de este mundo o si ya había cruzado a otro.

Y entonces, de pronto, un golpe seco la sacudió, un impacto contra algo firme, como si hubiese sido arrastrada por la fuerza del mar hasta la orilla. Su cuerpo inerte fue arrojado como una muñeca sin alma.

¿Era real? ¿Seguía viva? ¿O era ese el final?

No lo supo. Solo supo que el aire le faltaba, que sus pulmones no respondían y sus párpados, pesados como plomo, se cerraron por completo. Y entonces… todo se volvió negro. Silencio. Nada.

***

A kilómetros de distancia, en una casa convertida en prisión emocional, Javier se encontraba encerrado en su despacho.

Aferrado a una copa de whisky que no dejaba de llenar una y otra vez, bebía con desesperación.

Cada sorbo era una puñalada directa a su conciencia. El licor ardía en su garganta, pero no le importaba. Bebía para olvidar… o al menos intentarlo.

Su cuerpo temblaba. Pasaba de la rabia al llanto en cuestión de segundos.

Lanzaba objetos contra la pared, maldecía el nombre de Paula entre dientes, y luego, al recordar su sonrisa, se derrumbaba otra vez.

Las imágenes de ella con ese otro hombre eran cuchillas atravesando su mente. Celos. Dolor. Un odio que nacía de la impotencia… y del amor que aún le tenía.

—¡¿Por qué, Paula?! —gritó, con la voz quebrada—. ¡¿Por qué me hiciste esto?!

Su copa cayó al suelo. El vidrio se rompió, pero él ni lo notó. Apenas podía mantenerse en pie. La cabeza le daba vueltas y el corazón… le pesaba como una losa.

Entonces, escuchó pasos acercándose. Pensó que deliraba. Cerró los ojos un momento… y cuando los abrió, creyó verla.

—¿Paula…?

Una figura femenina se acercó. Alicia. Se arrodilló frente a él, le acarició el rostro con ternura.

—No tomes más, Javier… te estás destruyendo. No mereces esto…

Él parpadeó, confundido. Por un instante, confundió esa caricia con la de Paula. Su corazón le jugó una cruel broma. Alicia lo besó, y él… le devolvió el beso.

Fue solo un segundo, pero ese segundo le bastó para recordar el perfume de Paula… y darse cuenta de que no era ella.

La apartó con brusquedad.

—¡No eres Paula!

Alicia cayó al suelo. Se quedó quieta, con los ojos muy abiertos, herida, humillada.

Él la miró, y al ver su expresión, comprendió lo que acababa de hacer.

—¿Alicia…?

Ella se levantó, con lágrimas en los ojos, y le abrazó sin fuerza.

—Déjame estar contigo… déjame consolarte. Yo te amo, Javier. Siempre te he amado.

Pero él la miró con un dolor aún más profundo. Un rechazo que nacía desde lo más hondo de su alma.

—No… lo siento. No puedo. Mi corazón… aún le pertenece a Paula.

Alicia apretó los labios, furiosa y dolida.

—¡Pero ella te traicionó! ¡Te humilló! ¡Te destruyó!

—¡Y aun así la amo!

La furia en su voz hizo temblar las paredes. Alicia retrocedió, herida. Él ya no era el mismo hombre que conocía. Estaba roto. Deshecho.

—Vete, Alicia. Por favor.

—Javier…

—¡Vete!

Alicia salió corriendo, llevándose consigo el eco de un amor no correspondido. Nunca lo había visto tan perdido, tan vulnerable, tan desesperado.

Javier cayó de rodillas. Sus manos golpearon el suelo. El llanto se desbordó sin medida. Bebía, gritaba, maldecía… pero sobre todo, extrañaba.

Extrañaba a Paula con cada fibra de su ser. La odiaba por lo que hizo… y al mismo tiempo, la amaba como nunca había amado a nadie.

***

Al día siguiente.

Un rayo de luz atravesaba un agujero diminuto en el techo de madera, cayendo como una caricia tibia sobre el rostro de Paula.

Abrió los ojos con esfuerzo. Sus párpados pesaban como si llevaran siglos cerrados.

El mundo a su alrededor era una mezcla de silencio y confusión, como si hubiese despertado en una dimensión distinta.

Por un segundo, pensó que estaba muerta.

—¿Es… esto el paraíso o el infierno? —susurró, con la voz ronca y rota, apenas audible.

Una risa inesperada y rasposa la hizo estremecerse.

—Niña tonta… —dijo una voz de mujer—. Si estuvieras muerta, ¿cómo sabrías si esto es el infierno o el paraíso? Te digo algo, los muertos nunca lo saben... simplemente dejan de preguntar.

Paula se incorporó de golpe, como impulsada por una descarga. El corazón le martillaba el pecho.

Miró hacia un costado y entonces la vio: una anciana de piel morena, surcada por arrugas profundas, la observaba desde un rincón con una taza en la mano.

Llevaba un camisón rosado deslavado y los ojos pequeños le brillaban como dos carbones encendidos.

—¿Quién…? ¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? —logró articular con la voz entrecortada.

La mujer sonrió, sin apuro, como si ya hubiera esperado esas preguntas.

—Soy quien te arrancó de las fauces de la muerte, hija —dijo con tono sereno—. Mi hijo te salvó y te trajimos a tierra firme, te lanzaron al mar, como si fueras un trapo viejo que alguien quiso desechar… como si no valieras nada. Pero aún no era tu hora. Hoy fue tu día de suerte.

Paula tragó saliva con dificultad. Todo su cuerpo dolía, pero había algo más... algo que la inquietaba sin nombre.

—¿Me… salvaron?

—Sí. Pero no solo a ti.

La anciana se acercó con pasos lentos y se arrodilló junto a ella. Colocó una mano cálida y huesuda sobre su vientre.

Paula se tensó.

—Salvamos tres vidas. La tuya… y la de tus hijos. —La voz de la mujer bajó un tono, como si revelara un secreto sagrado.

—¿Qué…? —Paula palideció aún más—. ¿Qué estás diciendo?

—Estás preñada, niña. Tus bebés siguen ahí, fuertes como tú. Lucharon contigo por cada aliento. No sabías, ¿verdad?

Paula llevó las manos temblorosas al vientre. Sintió una punzada distinta esta vez, no de dolor… sino de miedo. De amor. De vértigo.

—No… no lo sabía…

—Pues ahora lo sabes. Y escucha bien —la anciana la tomó del mentón, con dulzura, pero con firmeza—. Ese que te odia, que quiso hundirte en la oscuridad, no va a detenerse. No hasta verte convertida en un cadáver. Pero tú no estás hecha para morir fácil, mujer. Has vuelto. Así que corre. Lucha. Porque ahora no solo sobrevives por ti.

Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.

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