Paula no sabía a dónde ir.
Salió con lo puesto, con el corazón hecho pedazos y el alma colgando de un hilo. Tomó las llaves de su auto con las manos temblorosas, sintiendo que el aire dentro de esa casa se había vuelto irrespirable.
Se subió al coche, cerró la puerta y encendió el motor con un suspiro entrecortado. No pensó demasiado. Solo quería alejarse. De todo. De todos. De sí misma.
Las calles pasaban frente a sus ojos como un borrón, pero no veía con claridad. Las lágrimas caían sin control, quemándole las mejillas. En su pecho se agolpaban los pensamientos, las decisiones apresuradas, la culpa, el miedo.
Por un instante pensó en ir a un hotel, esconderse unas horas, dormir si podía. Pero luego pensó en él. En su esposo. Tal vez debía regresar. Tal vez aún podía explicarle. Tal vez, si le hablaba con el corazón, él entendería.
Pero ese “tal vez” se desvaneció en el aire cuando se internó por una carretera desierta, casi olvidada por el mundo.
Y entonces ocurrió.
Un auto negro, sin placas visibles, salió de la nada y le cerró el paso de forma brusca.
Paula apenas alcanzó a frenar. El chirrido de las llantas fue como un alarido que se fundió con su grito ahogado.
Su cuerpo tembló, sus manos se aferraron al volante con desesperación.
—¿Qué… qué es esto? —susurró, paralizada por un miedo, casi animal.
La puerta del vehículo desconocido se abrió.
Tres hombres bajaron. Grandes, imponentes, vestidos de negro. Iban armados.
Paula apenas y podía respirar. Su corazón golpeaba su pecho con furia, como si quisiera escapar antes que ella.
Quiso poner reversa. Quiso huir. Pero no hubo tiempo. Uno de ellos se abalanzó contra su auto y, con brutal fuerza, rompió la ventana del conductor. El sonido del cristal cediendo retumbó en su mente. Paula gritó.
—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Alguien que me ayude!
Pero en medio de aquella carretera, su voz fue tragada por el silencio del desierto.
La arrastraron fuera del coche.
Paula se resistió, pataleó, suplicó. Pero eran más fuertes. Eran fríos. Eran como sombras sin alma.
La empujaron hasta el auto de ellos y la metieron a la fuerza. Sus uñas rasguñaron el interior de la puerta, intentando dejar alguna marca, una señal, algo…
Mientras el auto arrancaba, Paula sollozaba sin consuelo.
El miedo le apretaba el pecho, el horror se le metía en los huesos.
Quería vivir. ¡Quería vivir!
Pensaba en su esposo, en su padre, en los días que ya no volvería a ver.
El temblor de su cuerpo no era solo físico: era un grito contenido, una angustia que le quemaba por dentro.
Y aunque nadie podía escucharla en ese momento, su alma gritaba con fuerza. Gritaba por su vida.
***
Cuando Paula abrió los ojos, lo primero que sintió fue el ardor en las muñecas.
Estaban atadas con fuerza a los brazos de una silla de metal. No podía moverse, ni hablar. Una cinta adhesiva cubría su boca, sofocándole la respiración.
Le costaba tragar saliva.
Estaba desorientada, pero el terror la despertó por completo.
Tres hombres la observaban fijamente, sin piedad.
Eran altos, fornidos, de rostros duros y ojos fríos. Parecían hechos de piedra.
Paula sintió un escalofrío, subirle por la espalda y un nudo apretarle la garganta.
Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas sin que pudiera contenerlas. Su cuerpo entero temblaba.
De pronto, uno de los hombres recibió una llamada. El tono seco de su voz la heló aún más.
—Sí… ya está con nosotros. No se preocupe, señora… aquí la esperamos.
“¿Señora?”
Paula contuvo la respiración.
—Vamos afuera. Ya viene. En cuanto llegue, nos dará el dinero. —dijo con tranquilidad, como si todo fuera un simple trámite.
Los tres salieron de la habitación, dejando la puerta entreabierta.
Paula, sola, maniatada y vulnerable, rompió en llanto.
Sus pensamientos volaron a Javier. Su esposo. Su amor.
«Javier… yo nunca te engañé. ¡Nunca! ¿Cómo pudiste creer esas mentiras? ¿Cómo pudiste dejarme sola justo cuando más te necesitaba?»
Entonces, escuchó unas pisadas, Paula sintió que alguien se acercaba.
Le quitaron la venda de los ojos y cuando su vista se adaptó de nuevo a la luz, miró a esas mujeres, su madrastra Felicia y Alicia, la creyó su hermana y amiga.
Su madrastra se acercó y le quitó la cinta de un solo toque de la boca, ella soltó un quejido, le miró sorprendida.
—¿Por qué? ¿Ustedes… me traicionaron?