—¿Sabes quién intentó matarte, niña?
La voz de la anciana era firme, pero no dura.
Paula, con el rostro aún cubierto por las sombras del trauma, asintió lentamente. Claro que lo sabía. Sabía exactamente quién había querido verla muerta.
Podía escuchar sus risas en su cabeza, ver sus rostros, recordar la frialdad de sus manos traicioneras.
—¿Puedes denunciarlos?
El silencio cayó como un abismo entre ambas. Paula bajó la mirada. ¿Denunciarlos? ¿A quién? ¿Y con qué pruebas?
Nadie iba a creerle. Nadie.
La gente solo ve lo que quiere ver… y ella ya había sido condenada con miradas, con palabras que la señalaron como una vergüenza, como una traidora.
Apretó los labios, conteniendo el llanto que le ardía en la garganta.
—¡Debo ver a mi esposo! —dijo al fin, con voz temblorosa pero desesperada—. Solo él… solo él puede creerme. Él me conoce.
La anciana asintió despacio, sin hacer preguntas.
Se levantó en silencio, y volvió minutos después con una taza caliente entre las manos.—Bebe, mujer… y come algo —le dijo con dulzura, acercándole un plato de pan—. Tus hijos no deben pasar hambre. Si tú estás asustada, ellos también sufren. Si tú padeces, ellos sienten. Y si no comes… ¿Cómo vas a tener fuerzas para alimentarlos?
Paula tomó la taza con manos temblorosas. El calor del café le rozó los dedos como una caricia tibia, como un recordatorio de que todavía estaba viva.
Comió como si fuera el único alimento en días. En realidad, lo era. Pero más que el hambre, lo que devoraba era el miedo.
Ese miedo que le había encogido el alma desde que la traición la había sepultado en la oscuridad.
Afuera, el viento golpeaba las ventanas de la cabaña con fuerza. Dentro, el silencio era sagrado.
Por primera vez en días, Paula sintió una pizca de alivio.
No seguridad. No paz. Pero al menos… algo parecido a la esperanza.—Te acompañaré a buscar a tu esposo, mujer. ¿Te parece bien?
Paula alzó la vista. Por un instante, se quebró. Esa mujer, esa desconocida, era como un ángel enviado en medio del infierno.
No tenía por qué ayudarla. Nadie lo hacía. Nadie lo había hecho.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Con una sonrisa temblorosa, Paula asintió.
Tal vez… solo tal vez… alguien allá arriba sí había escuchado sus ruegos.
***
Cuando Javier despertó, el martilleo en su cabeza era insoportable. La resaca no solo le taladraba las sienes, también le oprimía el pecho.
Se levantó a duras penas, tambaleante, como si cada paso fuese una carga más de los errores que había cometido. No quería pensar. No quería recordar. Solo quería ahogar la culpa en rutina.
Se metió a la ducha con agua casi helada, buscando borrar de su piel los rastros de una noche que ni siquiera recordaba por completo.
Al salir, se vistió como autómata y salió rumbo a la empresa. No porque le importara lo que sucediera ahí… sino porque necesitaba ocupar la mente.
Necesitaba olvidar que la había perdido.
La empresa Bourvaine seguía funcionando como siempre, imponente, elegante, implacable… como lo era él antes de que Paula llegara a su vida. Como lo fue antes de destruirla.
Era uno de los socios más poderosos, admirado, temido… pero hoy, nada de eso importaba.
Hoy era solo un hombre vacío que cargaba con el peso de la rabia y el dolor.
Apenas entró a su oficina, sus ojos fueron directo a la fotografía que aún permanecía sobre su escritorio, como una cruel ironía.
Paula, sonriendo, con aquella mirada luminosa que le robaba el aliento… esa que ya no volvería a ver dirigida hacia él. La tomó con brusquedad, como si el marco quemara, y la metió en el cajón más profundo.
Cerró con fuerza. Pero el golpe no acalló el dolor que brotaba en su pecho.
Se dejó caer en el sillón, agotado. Sus dedos temblorosos acariciaron el borde del teléfono. Estuvo a punto de llamarla. Su nombre temblaba en sus labios, como un ruego que no se atrevía a pronunciar.
Pero no lo hizo. Porque no sabía si aún tenía derecho. Porque no sabía si Paula seguiría viva siquiera… y si lo estaba, tal vez lo odiaba. Tal vez con toda el alma.
Una lágrima, solitaria y cobarde, resbaló por su mejilla. Se la limpió con rabia, como si odiara su propia debilidad. No podía más.
Decidió irse. Dejó documentos sin firmar, reuniones sin atender. Se levantó y salió como un fugitivo de sí mismo.
Y justo en ese instante, mientras él se marchaba, Paula llegaba al estacionamiento, ella quería ver si su auto estaba ahí, acompañada por la anciana que le había salvado la vida.
Paula había reunido el valor.
Sus pasos eran firmes, pero su corazón latía con fuerza, al borde del abismo. Estaba allí para verlo, para decirle la verdad. Para enfrentar el infierno sí era necesario.
Pero el destino, cruel y burlón, tenía preparada una escena que le partió el alma en dos.
Desde la entrada, antes de que pudieran verlo, sus ojos se posaron sobre Javier. Él estaba allí, de pie, aún apesadumbrado. Pero no estaba solo.
Alicia, con su inquebrantable descaro, lo abrazaba con fuerza. Se aferraba a él como si le perteneciera.
Y entonces, como si el mundo se quebrara ante sus ojos, Paula vio cómo la mujer alzaba el rostro de Javier con ambas manos… y lo besaba. Lo besó con una intensidad que dolía.
Por un segundo eterno, Javier no la apartó.
Paula se quedó helada. Su cuerpo tembló. Las piernas le flaquearon. El alma se le comprimió como un cristal roto en mil fragmentos. Sintió ganas de gritar, de correr, de desaparecer.
—¿Paula…? —murmuró la anciana, con voz temblorosa—. ¿Ese es tu esposo? ¿Te está engañando, niña?