Norman revisaba cada detalle con una mezcla de nerviosismo y emoción.
Hoy era un día especial: la primera fiesta de cumpleaños de su pequeño Rafael. Todo tenía que salir perfecto.
Había contratado payasos, inflables, un enorme jardín adornado con globos y luces de colores. No había escatimado en nada.
Quería que su hijo tuviera un recuerdo feliz, una imagen luminosa que compensara todas las sombras del pasado.
El niño, al ver aquel jardín lleno de vida, gritó de emoción. Corría de un lado a otro, riendo, con esa risa pura que desarma el alma.
Norman lo observaba con el corazón apretado, con esa ternura que se siente cuando uno entiende que la felicidad de un hijo puede ser la redención de un padre.
—Es demasiado, Norman —dijo Viena, mirándolo con una sonrisa entre dulce y resignada.
—No, nada es demasiado para compensar a mi hijo —respondió él con voz firme, pero los ojos le brillaban de emoción.
Viena sonrió de verdad entonces, y su corazón se ablandó.
Poco después llegaron Javier y P