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Capítulo: Escapar por segunda vez

Felicia se levantó de golpe, como si un rayo la hubiera atravesado.

Miró al abogado con ojos encendidos de impaciencia.

—¡Quiero escuchar su voz! —exigió, con un tono que no admitía réplica.

El hombre, que no solo era su abogado, sino también su cómplice de confianza en aquella guerra silenciosa por el poder, asintió con un leve gesto.

De inmediato le indicó a su joven asistente que se retirara del despacho.

Cuando la puerta se cerró, la tensión se hizo más espesa que el aire mismo.

Con dedos temblorosos, el abogado tomó el teléfono y puso la llamada en altavoz. Por un segundo eterno, no se escuchó nada… hasta que una voz clara, firme y dolorosamente reconocible rompió el silencio.

—¿Señor López? Tengo un problema muy serio... Necesito hablar con usted cuanto antes sobre el testamento de mi madre.

Felicia palideció. Su cuerpo se quedó inmóvil, congelado, como si el tiempo se hubiera detenido. La sangre pareció abandonar su rostro. Se llevó una mano a la boca para contener un grito de rabia que le ardía en la garganta.

Era ella.

¡Era su voz!

¡Paula estaba viva!

Una descarga de odio le recorrió las venas. Cerró los ojos con fuerza, y apretó los dientes para no lanzar algo contra la pared.

«¡Maldita perra! —pensó, con un fuego oscuro naciendo en su interior—. ¡Sobreviviste! ¡Pero no por mucho tiempo!»

Afuera llovía, como si el universo también presintiera, que algo terrible estaba por ocurrir.

Felicia alzó la mano, exigiendo silencio. El abogado comprendió sin necesidad de palabras.

Mantuvo su rostro imperturbable mientras continuaba la conversación.

—Claro, señora Bourvaine. ¿Puedo verla mañana mismo en mi despacho?

—No —respondió la voz al otro lado de la línea—. No puedo ir a su oficina, no quiero que nadie me vea. Le enviaré una dirección. Necesito que venga usted. Es urgente.

El abogado miró a Felicia, quien asintió con una mueca de satisfacción que parecía más una amenaza.

—Por supuesto —dijo el hombre con aparente tranquilidad—. Será un placer hablar en persona. Envíeme la ubicación.

Paula dictó la dirección. Felicia sonrió con frialdad. Una sonrisa rota, viciosa, llena de intención.

«Creíste que podrías volver a la vida, pero no. Yo terminaré lo que empecé. No llegué hasta aquí, no me manché las manos, no enterré secretos y cadáveres para que tú vengas a reclamar lo que no te pertenece».

Apenas finalizó la llamada, Felicia salió del despacho con el alma encendida en venganza.

Caminó directo a su auto, sacó su teléfono satelital —el que no podía ser rastreado— y marcó el número de los hombres que la habían fallado la primera vez.

Cuando atendieron, no esperó saludos.

—¡Imbéciles! ¡Fallaron! ¡No mataron a Paula! —rugió como una fiera—. ¡Si no terminan el trabajo hoy mismo, juro que los haré pedazos! No tengo tiempo para inútiles. Les voy a dar la nueva dirección. Esta vez, no puede haber errores.

Hizo una pausa, inhalando profundo para no estallar del todo, pero el veneno en su voz era innegable.

—Y escúchenme bien —añadió, con un tono gélido y mortal—: si vuelven a fallar... yo misma los voy a enterrar. Esta noche, Paula Bourvaine debe morir. O ustedes lo harán primero.

Colgó sin esperar respuesta. Su reflejo en el espejo le devolvió la imagen de una mujer implacable, despiadada... y desesperada.

Porque el regreso de Paula lo amenazaba todo.

Y Felicia no estaba dispuesta a perderlo todo. No ahora.

***

Paula estaba sola en ese departamento prestado, con los nervios destrozados y las manos heladas. Temblaba.

En el bolsillo de su abrigo llevaba el dinero que Iñaki le había dado, y en el otro, un cuchillo que apretaba como si fuera su única esperanza.

Su respiración era agitada, errática.

No podía dormir. Por más que cerrara los ojos, la tensión en su pecho no le permitía abandonarse al descanso.

Se sentía como un animal acorralado.

Pasaba horas sentada frente a la pequeña pantalla que mostraba la imagen de la puerta de entrada.

Esperaba... aunque no sabía qué. ¿La salvación? ¿La muerte?

El miedo la mantenía despierta, con los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse.

El corazón le latía tan fuerte que podía escucharlo en sus oídos.

Entonces, la imagen en la pantalla cambió.

La cámara captó movimiento, y en cuanto enfocó, Paula sintió que se le helaba la sangre.

Allí estaban. Ellos.

Los hombres de sus pesadillas.

Los mismos que habían intentado matarla.

Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se puso de pie de un salto, tropezando con una silla, y corrió hacia el fondo del departamento.

No pensó. Solo actuó. El instinto de supervivencia era más fuerte que cualquier pensamiento racional.

No podía quedarse allí.

Escuchó la cerradura forcejeada. Golpes.

Estaban entrando.

El cuchillo resbaló de sus dedos, pero no volvió por él.

Con el corazón a punto de estallar, corrió hacia el balcón.

El aire frío de la madrugada la golpeó en el rostro.

Miró hacia abajo: cinco pisos. Moriría si saltaba. Miró hacia el costado. El balcón del vecino estaba cerca… no tanto como para sentirse segura, pero tal vez lo suficiente.

Sin pensarlo más, trepó por la barandilla. Las manos le temblaban. El cuerpo le dolía, pero el terror le daba fuerza.

Se aferró al borde con desesperación, estiró el pie… y logró impulsarse. Ella consiguió aferrarse al barandal del balcón vecino.

Justo cuando sus pies tocaron el suelo, escuchó la puerta del departamento abrirse violentamente.

Habían entrado.

Luna Ro

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