Felicia se levantó de golpe, como si un rayo la hubiera atravesado.
Miró al abogado con ojos encendidos de impaciencia.
—¡Quiero escuchar su voz! —exigió, con un tono que no admitía réplica.
El hombre, que no solo era su abogado, sino también su cómplice de confianza en aquella guerra silenciosa por el poder, asintió con un leve gesto.
De inmediato le indicó a su joven asistente que se retirara del despacho.
Cuando la puerta se cerró, la tensión se hizo más espesa que el aire mismo.
Con dedos temblorosos, el abogado tomó el teléfono y puso la llamada en altavoz. Por un segundo eterno, no se escuchó nada… hasta que una voz clara, firme y dolorosamente reconocible rompió el silencio.
—¿Señor López? Tengo un problema muy serio... Necesito hablar con usted cuanto antes sobre el testamento de mi madre.
Felicia palideció. Su cuerpo se quedó inmóvil, congelado, como si el tiempo se hubiera detenido. La sangre pareció abandonar su rostro. Se llevó una mano a la boca para contener un grito de r