La noche era oscura y el viento soplaba con una fuerza que parecía presagiar lo peor.
El silencio de la madrugada se rompía solo por el eco de los pasos de Felicia
Caminó hacia su lujoso auto negro.
Abrió la cajuela y sacó una maleta de cuero, pesada, llena hasta el tope.
Caminó unos metros más hasta encontrarse con un hombre de rostro tosco y mirada vacía. Sin titubear, les arrojó la maleta a los pies.
—Aquí está —dijo con voz fría como el hielo—. Todo el dinero que pediste.
El secuestrador la miró, abrió un poco la cremallera y sonrió satisfecho al ver los fajos de billetes perfectamente ordenados.
—Bien —murmuró mientras sus ojos brillaban de codicia—. ¿Y la chica?
—Quiero que la maten. Que no quede rastro. Que nadie la encuentre jamás. Que su nombre se borre como si nunca hubiera existido —dijo ella con un desprecio casi demoníaco en su voz.
Los hombres a su alrededor rieron con complicidad. No era la primera vez que hacían algo así. Para ellos, un cuerpo más o menos no cambiaba nada.
Florencia volvió al auto. Alicia salió y entró al auto. Tenía los ojos llorosos, los labios temblorosos, y el corazón latiéndole con una fuerza que casi podía oírse.
—Mamá… —dijo con voz apenas audible—. Tengo miedo. ¿Y si algo sale mal? ¿Y si alguien descubre lo que hicimos?
Florencia giró el rostro hacia ella con una expresión dura, implacable.
—¡Tonta! ¿No entiendes? Esto es lo que debe pasar. ¡Muerta la perra, se acaba la rabia! No hay otra salida. ¿Acaso no fuiste tú la que dijo que lo querías solo para ti? ¿Que estabas cansada de que Javier solo tuviera ojos para esa estúpida?
Alicia asintió con lágrimas cayendo por sus mejillas.
—Sí… sí, lo dije. ¡Lo quiero, mamá! ¡Lo quiero para mí! ¡Quiero que me mire como la mira a ella! Javier ahora será todo mío.
—Entonces cállate y confía. Pronto, todo esto será un mal recuerdo. Nadie va a llorarla. Nadie la va a buscar.
***
Paula yacía en el suelo frío de una bodega abandonada.
No sabía cuántas horas llevaba ahí, no sabía si era de día o de noche.
Solo sabía que algo terrible iba a pasar. Lo sentía en cada fibra de su cuerpo.
Entonces, oyó pasos. Se tensó. Su cuerpo se encogió como si pudiera hacerse invisible.
Una puerta oxidada se abrió y un hombre se acercó. Alto, fuerte, con un olor rancio a sudor y cigarro.
Se agachó frente a ella, y sin mirarla a los ojos, cortó las cuerdas de sus muñecas y tobillos.
Paula empezó a suplicar desesperadamente.
—¡Por favor, no me mates! ¡Tengo una familia, por favor!
El hombre la golpeó con la culata de un arma.
—¡Cállate!
Sin darle más oportunidad de hablar, le puso una cinta en la boca y la arrastró por el suelo como si fuera un saco de basura.
Paula intentaba resistirse, lloraba, pataleaba, pero era inútil. Estaba perdida. Su cuerpo entero temblaba de miedo.
La arrojaron en el maletero de un auto viejo. El olor a gasolina, a metal caliente y a encierro era sofocante. Apenas podía respirar. Apenas podía pensar. Lo único que podía hacer era llorar en silencio.
—¿Seguro que puedes con esto tú solo? —le preguntó otro de los secuestradores al hombre que la había arrastrado.
Él giró con mirada asesina.
—Ustedes son unos inútiles. Nunca hacen bien nada. Guarden mi parte del dinero. Yo mismo acabaré con ella.
—¿Estás seguro? —insistió el otro, algo inquieto.
—Sí. No me sigan. Esta perra va a morir por mis propias manos. Se lo merece. ¡Todas se lo merecen!
El resto de los hombres asintió y se subieron a otro auto. El motor rugió y desaparecieron en la oscuridad.
Mientras tanto, Paula en el maletero sentía que el corazón le iba a explotar. No podía gritar. No podía huir. Solo podía rezar. Rogar.
Desear con cada célula de su cuerpo que todo fuera un mal sueño. Que alguien la salvara. Que no fuera así como terminara su historia.
Pero nadie venía.
Nadie sabía dónde estaba.
***
El hombre encendió otro cigarrillo con manos temblorosas mientras el reloj marcaba las tres y media de la madrugada.
La niebla empezaba a cubrir la carretera costera como un sudario silencioso.
Condujo en silencio, las luces del auto, abriendo camino entre la bruma espesa, y cada tanto, miraba por el retrovisor como si temiera ser seguido.
Pero no había nadie. Solo la oscuridad... y el peso de lo que llevaba en el maletero.
Dentro de la cajuela, Paula vivía un infierno sin nombre.
Estaba a oscuras, amordazada, con las muñecas y los tobillos quemando por las ataduras.
El aire era escaso, el calor sofocante. Su cuerpo iba del temblor al entumecimiento.
En algún momento, el miedo fue tan absoluto que su cuerpo colapsó. Se desmayó.
Cuando volvió en sí, ya no estaba en la cajuela. No sabía cómo, ni cuánto tiempo había pasado.
Solo sentía que no podía moverse. Su cuerpo estaba aprisionado dentro de un costal húmedo, apestoso, y algo duro y filoso le presionaba la espalda.
Comenzó a forcejear, a patalear con todas sus fuerzas, el corazón desbocado, mientras un sonido aterrador le helaba la sangre: el rumor de olas golpeando contra algo... un muelle, tal vez, o tal vez la orilla de una playa solitaria.
¿Dónde estaba?
Una brisa salada le acarició la piel a través del costal. Oyó una carcajada lejana. El zumbido de un motor.
Y después, la voz del hombre, áspera, despreocupada, como si todo fuera un juego para él.
—Que tengas buenas noches, mujercita... Nos vemos en el infierno.
Un instante después, Paula sintió que volaba. Luego, el golpe brutal contra el agua.
El mar la recibió como una tumba líquida.
Hundida, sin poder gritar, sin poder ver, sin poder escapar. Las piedras atadas al costal la arrastraban al fondo con rapidez.
Paula pataleó, se sacudió con furia, luchó contra la presión en sus pulmones y el ardor en los ojos.
Pero era inútil. El agua era implacable, y su cuerpo... su cuerpo ya empezaba a rendirse.
Pensó en su madre. Pensó en Javier. Pensó en todo lo que había perdido, en todo lo que no dijo, en todo lo que aún no vivía.
«¿Así termina todo...? Dios, por favor… no quiero morir. Mamá, si estás allá, ven por mí… Javier, si alguna vez me amaste, recuérdame… fui inocente… ¡Yo fui inocente!»