Marcus Blackthorne lo tenía todo: un apellido poderoso, una fortuna recuperada tras años de escándalos y una reputación como el CEO más frío y calculador de Nueva York. Pero bajo esa coraza de acero, había un secreto que solo pocos conocían… su única debilidad tenía apenas tres años, ojos azules idénticos a los suyos y el poder de derribar sus muros con una sola sonrisa. Melissa era su vida, su razón de seguir en pie. Y para protegerla, Marcus había rechazado una y otra vez a niñeras, maestras y asistentes que no estaban a la altura. Nadie parecía suficiente. Hasta que, en un campamento infantil, apareció Laila Woods: una joven inesperada, sin títulos, sin pedigrí, con un pasado marcado por la tragedia… pero con un don que ni el propio Marcus pudo ignorar: sabía cómo llegar directo al corazón de su hija. Ella no buscaba un trabajo con millonarios. Él no buscaba enamorarse. Pero cuando la ternura de Laila empieza a romper la frialdad de Marcus, y cuando Melissa la abraza como si la hubiera esperado toda su vida, ambos descubrirán que hay batallas que ni el poder ni el dinero pueden ganar. Porque el verdadero desafío para el hombre más temido de Wall Street no será mantener su imperio… Sino resistirse a la niñera que está a punto de cambiarlo todo.
Leer másEl pasillo del hospital olía a desinfectante y a urgencia. La luz blanca, demasiado intensa, parecía querer borrar cualquier sombra, pero no lograba ocultar la tensión en el aire. Marcus Blackthorne caminaba de un lado a otro, con las manos crispadas en los bolsillos del abrigo. La corbata colgaba desajustada en su cuello; había salido de la oficina sin pensarlo, como un animal que reacciona al instinto.
Un médico joven intentó acercarse, con gesto conciliador.
—Señor, por favor, cálmese. Están trabajando con la paciente…Marcus lo interrumpió, la voz cargada de rabia y miedo.
—¿Qué paciente? ¡Es la madre de mi hija! ¡Díganme dónde está!El médico parpadeó, sorprendido por el plural involuntario. Esa palabra —hija— parecía pesar en la boca de Marcus, como si nunca hubiera pensado en pronunciarla. Aun así, el joven asintió, bajando el tono.
—La señora está en sala de partos, en este momento. Hay complicaciones, están preparando una cesárea de emergencia.El golpe de esas palabras lo dejó inmóvil. Cesárea. Complicaciones. Marcus sintió que el aire se le escapaba del pecho, como si hubiera olvidado cómo respirar. Llevaba meses sabiendo de ese embarazo, viéndolo crecer a la distancia, como un hecho inevitable, pero nunca lo había mirado de frente. Nunca lo había tomado como algo suyo. Y ahora, frente a esas puertas cerradas, el fantasma de perderlo todo lo golpeaba con la violencia de un tren.
William, que había acudido al hospital al enterarse del escándalo, lo observaba desde el extremo del pasillo. Su rostro severo no mostraba compasión.
—Por fin te das cuenta de lo que significa ser responsable —le dijo con voz grave—. Y ni siquiera sé si eres capaz de soportarlo.Marcus no contestó. No tenía respuesta mordaz ni sarcasmo preparado. Por primera vez en mucho tiempo, el silencio le ganó. Se quedó mirando esas puertas que lo separaban de Vanessa, con el estómago encogido y el miedo mordiéndole las entrañas.
Dentro de la sala, la escena era un caos organizado. Vanessa estaba recostada en la camilla, el cuerpo arqueado de dolor, la respiración entrecortada, los ojos abiertos de par en par. El sudor perlaba su frente y las lágrimas corrían sin freno.
—No quiero… no quiero —susurraba con un hilo de voz—. No estoy lista, no puedo…Una enfermera le apretó la mano, tratando de calmarla.
—Tranquila, estás en buenas manos. Vamos a sacar a tu bebé.Pero Vanessa no sentía calma. Nunca había imaginado este momento como real. Había usado la idea del embarazo como un arma, como estrategia para manipular, pero nunca pensó en lo que significaba realmente ser madre. Ahora, en esa camilla fría, bajo esas luces despiadadas, comprendía que estaba atrapada en algo más grande que ella.
El cirujano jefe levantó la voz.
—Anestesia lista. Prepárense. Incisión en dos minutos.Los monitores comenzaron a emitir alarmas suaves. El corazón del bebé mostraba alteraciones, y el tiempo se volvía enemigo.
Del otro lado de la puerta, Marcus golpeaba con la palma abierta.
—¡Quiero estar ahí! ¡Quiero ver lo que pasa!Una enfermera salió, interponiéndose con firmeza.
—No puede entrar. La situación es crítica.—¡Soy el padre! —gritó él, la desesperación quebrándole la voz.
La mujer lo miró con dureza.
—Precisamente por eso debe esperar. Si entra, alterará más la situación.Marcus se dejó caer contra la pared, cubriéndose el rostro con las manos. Nadie lo había visto así: derrotado, pequeño, vulnerable. Nunca había pensado en ser padre, y ahora el simple hecho de imaginar a Vanessa muriendo lo dejaba paralizado. Criar a un bebé solo. Hacerse cargo de una vida inocente. No tenía herramientas, ni paciencia, ni siquiera fe en sí mismo para lograrlo.
Dentro, la cesárea avanzaba. El bisturí abrió la piel con precisión, y los murmullos del equipo llenaban la sala con un ritmo tenso. Vanessa apenas se mantenía consciente, los labios temblorosos, la mirada fija en un punto del techo.
—Empujamos… ya casi… —dijo el médico.
Un minuto que pareció eterno transcurrió. Entonces, un sonido cortó el aire como un relámpago: el llanto de un bebé.
Fuerte. Claro. Innegable.
Vanessa giró la cabeza, lágrimas nuevas desbordando sus ojos. Un sollozo escapó de su garganta, mezcla de alivio y terror.
El médico levantó al recién nacido unos segundos antes de pasarlo al equipo de neonatología.
—Es una niña.Vanessa cerró los ojos, como si esa frase fuera un golpe en el pecho. Una niña. Una hija que no había esperado amar.
Afuera, una enfermera salió de prisa y se acercó a Marcus.
—La bebé está viva. Es una niña. Se la llevan a incubadora.La frase lo atravesó. Sintió un temblor recorrerle los brazos y las piernas, una emoción extraña, imposible de nombrar. Orgullo, miedo, amor, todo mezclado. Una niña. Su hija.
Quiso entrar, verla aunque fuera un segundo, pero no lo permitieron. Dentro, Vanessa empezaba a complicarse. La hemorragia aumentaba, y los médicos intercambiaban miradas graves.
—Estamos perdiendo sangre. Aumenten la transfusión. ¡Más rápido!Un médico salió a toda prisa, se acercó a Marcus y lo tomó del brazo.
—Tiene que esperar afuera. La señora está en situación delicada. Haremos todo lo posible.Lo sacaron del área, cerrando la puerta tras él. Marcus se quedó solo en el pasillo, con las manos en el cabello, la mirada perdida. Por primera vez en su vida, el miedo era absoluto. No por su reputación, ni por el apellido Blackthorne, ni por el poder. Sino por la idea de quedarse con una hija recién nacida, frágil y diminuta, y sin nadie que lo guiara.
El llanto de la niña seguía resonando en su cabeza. No la había visto. No la había tocado. Y aun así, ya lo marcaba como una cadena invisible que lo ataba al mundo.
Un médico lo llamó desde el final del pasillo.
—Señor Blackthorne, puede verla unos minutos. La niña está en incubadora, estable, aunque necesita cuidados.Las palabras lo golpearon con fuerza. Su niña. Lo guiaron hasta la sala de neonatología. Las luces eran más suaves allí, el aire cálido, cargado con el olor estéril de la vida recién llegada.
Y entonces la vio.
Pequeña. Frágil. Con la piel enrojecida, cubierta por una manta diminuta. Un gorrito blanco sobre su cabeza, y aún así mechones oscuros escapaban, idénticos a los suyos.
Marcus se acercó al cristal, conteniendo la respiración. Nunca había sentido algo parecido. No era miedo ni rabia ni deseo. Era otra cosa, un vértigo que lo hacía tambalearse, como si su mundo entero se hubiera encogido hasta caber en esa cápsula transparente.
—Es muy fuerte para ser tan pequeña —dijo una enfermera, con una sonrisa—. Tiene buen peso y responde bien.
Marcus no contestó. Tragó saliva, incapaz de apartar la vista. La niña movió un brazo débilmente, como si buscara tocar algo, y el corazón de Marcus se encogió. Instintivamente apoyó la palma de la mano contra el cristal, como si pudiera alcanzarla.
Susurró apenas, la voz quebrada:
—Eres mi hija…El eco de esas palabras lo atravesó. Nunca había dicho nada semejante. Una lágrima inesperada resbaló por su mejilla, y Marcus se la limpió rápido, como si no quisiera aceptar que estaba llorando.
En su mente aparecieron imágenes que lo desarmaban: un nombre, una risa, los primeros pasos. Todo lo demás —las peleas con Julian, la rabia contra Richard, el orgullo del apellido— se desvanecía.
Dio un paso atrás, llevándose la mano al rostro. Nunca había sentido tanta claridad.
—Voy a cuidarte… —murmuró con firmeza—. Aunque no sepa cómo, aunque todo lo demás se derrumbe, tú no vas a estar sola.El silencio lo envolvió, roto solo por el pitido de las máquinas. Una enfermera se acercó, hablándole en voz baja.
—Puede hablarle, ¿sabe? Los bebés reconocen las voces. Eso les da fuerza.Marcus tragó saliva. No sabía qué decir. Nunca había hablado de nada que no fueran negocios, insultos o sexo. Pero su hija movió apenas un piecito, y el aire se le atascó en la garganta.
Se inclinó un poco, susurrando:
—Hola, pequeña… soy tu padre.Las palabras lo liberaron. Y, por primera vez, Marcus Blackthorne dejó de ser solo un hombre frío y calculador. En ese instante se convirtió en algo distinto, en algo que jamás pensó que podría ser: un padre.
Y aunque el mundo siguiera derrumbándose a su alrededor, supo que ya nada volvería a ser igual.
El ascensor se detuvo en el último piso, y un suave pitido anunció la llegada. Laila respiró hondo, ajustó la correa de su mochila y salió. El pasillo era silencioso, con alfombra gruesa y luces cálidas que parecían diseñadas para que cada paso se escuchara más de lo normal.La puerta doble del penthouse estaba abierta, y una mujer rubia —la misma que le había entregado la tarjeta— la recibió con una sonrisa impecable.El penthouse estaba en silencio cuando la asistente llevó a Laila hasta la sala. Marcus había pasado toda la mañana encerrado en reuniones virtuales, y aún sentía la tensión de cada llamada clavada en la nuca. Sin embargo, apenas escuchó la risa de su hija en el recibidor, algo en su pecho se aflojó.
El refugio de animales siempre olía a una mezcla de desinfectante, pelo mojado y comida para perros. Para muchos era desagradable, pero para Laila era un segundo hogar. Allí, entre ladridos y maullidos, encontraba paz.Aquel sábado, después de su turno en el restaurante y de una noche corta de estudio, había decidido pasar la tarde en el refugio. Necesitaba despejarse. Había pasado dos días enteros mirando la tarjeta de presentación de Marcus Blackthorne, sin atreverse a tirarla ni a usarla. El rectángulo blanco con letras sobrias parecía mirarla desde el escritorio como una tentación peligrosa.Oscar estaba en el patio trasero, cepillando a un pastor alemán. El chico tenía veinte años, cabello oscuro enredado y sonrisa fácil. Cuando vio a Laila, la saludó levantando la mano.—¡Mira quién apareció! Pensé que hoy ibas a hacerte la dormida.Laila dejó su mochila en una banca y se sentó a su lado, acariciando la cabeza del perro.—No pude dormir mucho.Oscar la observó de reojo. Conocía
El despertador sonó a las seis de la mañana, un pitido insistente que rompió el silencio de la habitación pequeña. Laila Woods estiró el brazo y lo apagó con un golpe seco, quedándose unos segundos mirando el techo desconchado. El cuarto era reducido: una cama de una plaza, una mesa con cuadernos y una lámpara vieja, un par de estantes improvisados con cajas de madera. No era mucho, pero estaba limpio, ordenado, suyo.Se levantó, se puso unas mallas deportivas y una camiseta, y amarró el cabello en una coleta alta. Afuera la esperaba su primera tarea del día.El refugio de animales quedaba a quince minutos caminando. Allí, los ladridos se escuchaban desde la calle, un coro desordenado que siempre le arrancaba una sonrisa. Apenas cruzó la puerta, dos perros medianos comenzaron a saltar de alegría al verla.—Tranquilos, ya sé que quieren salir —les dijo, inclinándose para acariciarlos.Les colocó las correas y salió con ellos a la calle. Los primeros pasos fueron lentos, los perros olfa
Marcus Blackthorne no confiaba en la suerte. Nunca lo había hecho. En los negocios, no existía la casualidad: existía la información, el cálculo, el control. Por eso, cuando un nombre comenzó a rondarle la cabeza desde el último campamento —Laila Woods—, supo que antes de tomar cualquier decisión debía hacer lo que siempre hacía: investigarla hasta desarmarla. No le bastaba con que su hija hubiese reído con ella, ni con que hubiese demostrado tener instinto para tratar con niños. Una sonrisa no era un currículum. Y Marcus no iba a confiar el futuro de su pequeña a alguien sin conocerlo todo. Por eso, esa mañana, mientras el resto del edificio aún despertaba, Marcus esperaba en su oficina con una carpeta cerrada sobre el escritorio. Su investigador privado, un hombre gris como la pared de fondo, estaba sentado frente a él. —Todo lo que encontramos está en ese informe —dijo el investigador, empujando la carpeta hacia él. Marcus la abrió. Fotografías, documentos, notas escritas a m
El cielo estaba despejado aquella mañana, azul intenso, con el sol filtrándose entre las ramas de los árboles del parque natural. Marcus ajustaba las correas de la mochila mientras Melissa saltaba de un pie al otro, demasiado emocionada como para quedarse quieta. El campamento mensual era su tradición, una dinámica que él había instaurado desde que la niña cumplió dos años. Cada mes, apartaba un día de su agenda —por más imposible que pareciera— y lo dedicaba exclusivamente a ella. No eran excursiones salvajes. El lugar estaba diseñado para niños de entre dos y ocho años: un terreno cercado, con monitores especializados, actividades pensadas para enseñar lo básico de supervivencia en la naturaleza. Marcus sabía que, cuando Melissa creciera, la llevaría a acampar de verdad, pero por ahora esos campamentos controlados eran la mejor forma de enseñarle disciplina, paciencia y confianza. —¿Lista, dragoncita? —preguntó él, usando el apodo que ella misma había inventado. Melissa levantó l
El penthouse de Marcus Blackthorne no era un lugar acogedor. Al menos no lo parecía. Las paredes blancas, los ventanales que ofrecían una vista privilegiada del Central Park, los muebles minimalistas en tonos grises y negros… todo transmitía la sobriedad y la frialdad de su dueño. Solo en un rincón, donde los juguetes de Melissa se acumulaban como un pequeño caos multicolor, se percibía vida. Fue allí, en ese espacio que contrastaba con el resto de la vivienda, donde Marcus decidió organizar las entrevistas para la niñera de tiempo completo. Había pasado semanas aplazando la decisión, confiando en asistentes, empleadas temporales o en su propia capacidad para organizarse. Pero la realidad era clara: con la empresa reclamando cada vez más de su tiempo, necesitaba a alguien estable que cuidara de su hija. Melissa jugaba en el suelo, con un rompecabezas de animales, mientras él revisaba los expedientes de las candidatas. Todas parecían perfectas en papel: experiencia, títulos, recomend
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