Mundo ficciónIniciar sesiónAmanda López, heredera de un imperio familiar que se desmoronó bajo el peso de deudas y traiciones, se aferra a lo único que le queda: los restos de López & Asociados, la empresa que su padre construyó. Para salvarla de la ruina, acepta un matrimonio por conveniencia con Abel Rodríguez, un hombre cuya riqueza y ambición ocultan una crueldad implacable. El contrato es claro: si Amanda no le da un heredero, Abel tomará el control total de la empresa o lo que queda de ella. Tras años de tratamientos de fertilidad fallidos y humillaciones, Amanda regresa de un viaje de trabajo antes de lo previsto, solo para encontrar a Abel haciendo las maletas, dispuesto a abandonarla por su amante y a despojarla de lo poco que le queda, alegando que su incapacidad para tener hijos ha roto el acuerdo. Destrozada pero aferrada a una última esperanza, Amanda cree estar embarazada gracias a un reciente procedimiento de inseminación, convencida de que el hijo que lleva es de Abel, el hombre que la traicionó. Sin embargo, la verdad es un golpe devastador: el donante no es su esposo, sino Eric Sanders, un magnate arrogante y déspota que una vez la humilló en un encuentro brutal en el aeropuerto, tratándola como si no fuera nada. Eric, un enemigo jurado de la familia López, descubre que Amanda lleva en su vientre a sus hijos y ve en ellos la clave para consolidar su legado y aplastar cualquier resistencia. Decidido a no dejarla escapar, Eric despliega su poder y carisma para retenerla a su lado, dispuesto a todo para conquistarla y convertirla en su esposa. Amanda lucha por recuperar su dignidad y la feroz protección de los hijos que aún no nacen se enfrenta a un hombre que no acepta un “no” por respuesta.
Leer másEl vuelo había sido interminable, con turbulencias que sacudían el avión sin cesar. Amanda López bajó del avión con los hombros tensos, arrastrando una maleta pequeña que contenía lo justo para un viaje que Abel había insistido en que era indispensable.
De vez en cuando la movía de un lado a otro, a viajes absurdos en los que ella no podía alzar la voz para quejarse.
“Necesitas cerrar ese acuerdo en persona”, le había dicho él, con esa voz que siempre parecía dictar órdenes disfrazadas de consejos, pero en el fondo le gustaba hacerle ver que él era el jefe, que él mandaba. Pero la llamada de la clínica lo había cambiado todo. ¡Al fin una buena noticia!
Un chequeo urgente, decían, algo que no podía esperar. Así que había acortado el viaje en diez días, sin avisarle a nadie, pues también sería una gran sorpresa para Abel si ella al fin quedaba embarazada.
Sería hermoso… luego de todos los intentos, años tras años, por fin quedar embarazada.
Quería sorprenderlo, o tal vez solo necesitaba aferrarse a la posibilidad de que las noticias fueran buenas, por fin.
El aeropuerto bullía de gente, Amanda caminaba deprisa, sorteando a los viajeros que se arremolinaban en las salidas. Su mente ya estaba en la clínica, en las pruebas que podrían confirmar lo que tanto anhelaba.
No vio venir al grupo de hombres que avanzaba como una pared humana, claramente guardaespaldas de alguien importante.
Uno de los guardaespaldas, un tipo fornido con traje negro y auricular en la oreja, la rozó con el hombro al pasar, pero no fue un roce: fue un empujón deliberado que la hizo perder el equilibrio. Amanda tropezó, sus tacones resbalaron en el suelo pulido, y cayó de rodillas con un golpe fuerte y doloroso que le cortó la respiración.
“¡Hijo de…!”
El dolor en las rodillas fue inmediato, pero lo que la quemó por dentro fue la forma en que el grupo se detuvo. El hombre al centro, alto y con un abrigo largo, la miró desde arriba al percatarse de su caída. Sus ojos color avellana la escanearon como si fuera un insecto en la acera, sin una pizca de preocupación. Los guardaespaldas formaron un semicírculo a su alrededor, inmóviles, esperando órdenes.
—¿No ves por dónde vas? —gruñó el hombre, con una voz ronca y condescendiente, como si le hablara a una niña torpe—. Levántate y quítate del camino. Pareciera que esperas que alguien te socorra. ¿No puedes hacer nada por ti sola? Incluso para levantarte eres una inútil.
Amanda sintió la sangre subirle a la cara. Se levantó despacio, ignorando el ardor en las palmas donde se había apoyado. El tipo no se movió, solo la observaba con esa sonrisa torcida que decía: “No eres nadie”. Y eso fue un golpe bajo para ella.
Además, ¿por qué demonios le hablaba de esa manera? ¿Se refería a la caída o algo más?
Recordó las noches en vela revisando cuentas, los acreedores llamando a la puerta de la oficina de López & Asociados, la empresa que su padre había construido con sudor y que ahora estaba en manos de su esposo. La ruina había llegado como una avalancha: malas inversiones, traiciones de socios, y de pronto, nada. Solo Abel y su dinero habían mantenido a flote lo que quedaba. ¿Quién era ella ahora? Una López sin legado, una mujer que dependía de su esposo para no hundirse del todo. Y aquel hombre parecía saberlo.
Pero no iba a dejar que este desconocido la pisoteara. La rabia le nubló la vista, y antes de pensarlo, su mano voló hacia la cara del hombre, ni siquiera se percató de que camina hacia él, de que su cuerpo se movía en su dirección con una sola cosa en la cabeza.
Pocas veces se dejaba llevar de la ira… pero aquel hombre había sacado lo peor de ella.
El cachetazo resonó en el pasillo, un sonido llamativo que hizo que varios viajeros se volvieran. El guardaespaldas que la había empujado dio un paso adelante, pero el hombre levantó una mano para detenerlo.
—Tocarme a mí... —dijo él, tocándose la mejilla enrojecida, con una risa fría que no llegaba a sus ojos—. Qué audacia. Una López caída en desgracia, actuando como si aún importara. Vete a casa con tu esposo salvador, antes de que te arrepientas. Tu reino ha caído… Ya debes de quitarte la corona.
Amanda se quedó helada. ¿Cómo sabía su nombre? El tipo se dio la vuelta y siguió caminando, con sus guardaespaldas cerrando filas. Ella temblaba, pero no de miedo: de furia pura. Quería gritarle, exigirle que se explicara, pero el flujo de gente la empujó hacia adelante.
Ni siquiera hubo tiempo para procesar todo lo que él acababa de decir.
¿Quién era ese hombre? ¡¿Por qué sabía su nombre?!
No iba a dejar que esto la derrumbara. Tenía la clínica mañana. Buenas noticias, se repetía. Eso era lo que importaba. Enderezó los hombros, recogió su maleta y salió al aire fresco del exterior, donde un taxi la esperaba.
Intentaba dejar el rostro de ese hombre de lado, pero recordar su mirada era algo que la irritaba y la estremecía.
¿Quién era?
Amanda se miró en el espejo retrovisor del taxi, arreglando un mechón de cabello que se había soltado.
La mansión se erguía al final de una avenida arbolada, Abel había insistido en mudarse allí después de la boda, “para que vivas como mereces”, decía. Pero era el dinero de los Rodríguez lo que pagaba todo: las cortinas de seda, los jardines enormes y bien cuidados, incluso las deudas de López & Asociados que Abel había cubierto con un cheque y una sonrisa posesiva.
Bajó del taxi y pagó con una tarjeta que aún llevaba el logo de la empresa familiar. La puerta principal estaba entreabierta, lo que la sorprendió. Empujó y entró, dejando la maleta en el vestíbulo. El aire olía a perfume floral, el de Carmen, su suegra. Y allí estaba ella, en el pasillo, con un vestido ajustado y una copa de vino en la mano, los ojos abiertos como platos.
—Amanda... ¿qué haces aquí? —preguntó Carmen, con una voz que intentaba sonar casual, pero fallaba estrepitosamente—. Abel dijo que volverías en dos semanas.
—Regresé antes —dijo Amanda, forzando una sonrisa—. Hubo un cambio de planes. ¿Dónde está él?
Carmen vaciló, mirando hacia la sala de estar. Voces bajas se filtraban desde allí, una conversación tensa que se cortó de golpe. Amanda frunció el ceño y avanzó, ignorando la mano de su suegra que intentaba detenerla.
—Espera, no...
Pero ya estaba en la puerta. La sala era un desorden de maletas abiertas y ropa doblada a medias. Abel estaba de espaldas, metiendo camisas en una valija con movimientos precisos, como si empacara para un viaje de negocios. Pero no era eso.
Él se giró al oírla, y su expresión fue un muro de piedra: ni sorpresa, ni alegría, solo una frialdad que Amanda conocía demasiado bien.
—¿Abel? ¿Qué pasa aquí? —preguntó ella, la voz le salió más aguda de lo que quería.
Él cerró la maleta y se enderezó, cruzando los brazos.
—Me voy, Amanda—dijo despacio—. Esto se acabó. No puedo seguir casado con una mujer que no me da hijos. Llevamos años intentándolo, tratamientos, médicos... y nada. Estoy harto de esperar. Y me estás privando de un sueño muy importante.
Sus palabras la hirieron, pues ella había intentado todo para darle hijos. Amanda sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Se acercó un paso, buscando en su rostro alguna grieta, algún arrepentimiento.
—¿Qué? ¿Cómo que te vas? No puedes... Mañana tengo el chequeo en la clínica. Podría ser... Esta vez puede ser que sí.
Carmen irrumpió entonces, plantándose al lado de su hijo como una guardiana.
—Ah, por favor, no empieces con eso otra vez. Eres estéril, Amanda, admítelo de una vez. ¿Cuánto tiempo más vamos a fingir? Mi pobre Abel ha perdido años contigo, y ¿para qué? Una mujer que no sirve ni para lo básico. Ya no nos hagas perder el tiempo, no es nuestra culpa que tu vientre se encuentre de esa manera. Sí, es una mala suerte. Pero no nuestra culpa. Esto se ha acabado. Hemos permitido que durara demasiado, solo eras un capricho de mi hijo, hasta eso se esfumó.
Amanda se volvió hacia ella, las mejillas ardiendo.
—Carmen, por favor, esto es entre Abel y yo. No te metas en nuestra conversación, deja que lo resolvamos nosotros.
—¿Entre Abel y tú? —la mujer enarcó una ceja con desdén—. ¿Y quién crees que ha pagado por todo esto? Nosotros, los Rodríguez. Tu familia era un desastre antes de que mi hijo te sacara de la miseria. López & Asociados... ja, qué nombre tan grandioso para un pozo sin fondo. Inútiles, eso eran tus padres y tú. Sanguijuelas que se cuelgan de otros para no ahogarse. ¿Cuánto dinero hemos invertido en esa empresa tuya? Millones, Amanda. Millones que podrían haber ido a algo productivo, no a tapar los agujeros de una familia que no sabe manejar ni un puesto de frutas.
Cada palabra era un peso más a la humillación que siempre sufría a manos de su suegra. Amanda retrocedió un paso, sintiendo el peso de la verdad en ellas. Sí, los López habían caído. Su padre había muerto endeudado, su madre había vendido todo lo que quedaba. Abel había aparecido como un salvador, con promesas de reconstruir. Pero ahora...
Abel intervino, por fin.
—Y como no has quedado embarazada, el contrato se activa. Lo que queda de López & Asociados pasa a mi control. Era el acuerdo, Amanda. Tú lo firmaste. Si no podías darme una familia, al menos yo me quedo con el negocio.
—No... —susurró ella, las lágrimas quemándole los ojos—. Abel, por favor. No hagas esto. Dame una oportunidad. La clínica... podría haber noticias buenas. Te lo suplico, no me quites lo único que me queda de mi familia.
Él sacudió la cabeza, sin un atisbo de piedad.
—Es tarde. Mis abogados te contactarán pronto. Firma lo que tengas que firmar y acabemos con esto. Sabes que no puedes hacer nada. Te di tiempo. Esto es inútil.
Carmen dio un paso adelante, su rostro una máscara de triunfo.
—Y no te preocupes, querida. Mi hijo tendrá nietos, pero no contigo. No con una creída que aún se cree superior, aferrada a sus aires de grandeza pasadas. Alguien mejor le dará lo que merece. Tú... ve a buscar otra forma de parasitar.
Amanda se derrumbó en el sofá, las manos temblando. Abel tomó sus maletas y salió sin mirar atrás, seguido por Carmen que le murmuraba algo al oído.
La puerta se cerró dejándola sin nada, porque sin Abel ya no existía su empresa.
Ella se alejó rápidamente de él, intentaba recomponerse, las manos el temblaban y no tenía idea si era por el golpe que le propinó o por todos esos besos en el ascensor.—¿Qué te hace pensar que quiero algo contigo? —pregunta Amanda, sin darle la cara. Él camina delante de ella, pero la mujer vuelve a darle la espalda.—Amanda, de esa manera no podemos hablar. ¿Vas a estar evitando mi mirada todo el rato, huyendo?—¿Huir? —ella se gira, encendida—. ¡No eres quien para hablar de huir! Esta mañana desapareciste como si nada.—Y lo lamento.—¿Crees que tus daños van desapareciendo según te disculpas?—¿Qué puedo hacer para enmendarlo?—Empezar por ser sincero. ¿Por qué te fuiste de esa manera?Sincero.Eso era algo que él no podía emplear del todo en ese momento, pero intentaría hacerlo lo mejor posible.Él la miró como si quisiera decirlo todo y al mismo tiempo temiera decir algo.—Toma asiento, por favor.—No quiero—dijo Amanda, cruzándose de brazos.—Eres un poco terca, malcriada y ba
—Amanda —la llamó, pero su voz se ahogó entre el murmullo del vestíbulo, así que aceleró el paso hasta acercarse a ella—. Menos mal que sigues aquí…Ella levantó la vista, sorprendida por su cercanía. No tuvo tiempo de procesar sus palabras. Con el puño, impulsada por el dolor y la humillación, le soltó un golpe en la mejilla que resonó cerca lo suficiente para que la gente se girara.La cabeza de Eric giró con el impacto. No fue un golpe ligero. Amanda puso ahí toda la rabia que llevaba acumulada desde que salió de su oficina, desde antes, desde la cama vacía, desde la ducha, desde el “lárgate”.Hubo un breve silencio alrededor, de esos incómodos en el vestíbulo de una empresa donde nadie se atreve a hacer comentarios, pero todos miran.Amanda abrió la boca, aturdida por lo que acababa de hacer. No se creía capaz de haberlo golpeado allí, frente a todos. Le temblaron los dedos. Apretó la servilleta entre las manos.Eric se llevó la mano a la mejilla roja, sorprendido. Y entonces, en
¿Solo?Era una palabra fuerte y real a la que se había sentido ligado la mayor parte de su vida, de su infancia luego de la muerte de su padre, de su adolescencia y su vida adulta… cuando supo la verdad lo que le sucedió a su familia y los bienes de esta.Aprendió a no confiar en nadie y fue criado para dirigir imperios, un padre estricto, una madre cariñosa y dos hermanos que no tenían que cargar con el peso de lo que se esperaba de él.Su madre vio en él un niño que necesitaba amor, pero su padre vio el potencial para ser su sucesor; desde los trece años, Eric dejó de ser un niño normal y empezó a seguir los pasos de su padre.Su adolescencia no estuvo llena de las típicas cosas que hacían los niños de su edad. Mientras sus hermanos iban al cine entre amigos, acudían a fiestas o se rodeaban de personas alegres y divertidas, vivían las típicas cosas de la edad, los novios, las peleas, esos romances de veranos y las incontables horas divertidas, Eric estaba rodeado de inversionistas,
El día parecía olvidar lo que sucedió la noche anterior.Eric salió de la sala de juntas con la cabeza aún llena de cifras, decisiones, estrategias y todo lo que llevaba horas sosteniendo sin descanso.No había tenido tiempo de procesar nada personal, ni siquiera la tormenta que llevaba arrastrando desde que amaneció en la cama de Amanda y se obligó a irse antes de que ella despertara. Intentaba no pensarlo. Intentaba dejarlo en una caja interna, cerrada, hermética. Pero el recuerdo seguía allí, respirándole en el cuello.El día podía pasarlo por alto, pero el cuerpo de Eric no.Su secretaria se acercó con la tableta en brazos.—Señor Sanders… su esposa está en su oficina —dijo, con ese tono profesional que usaba cuando algo la sorprendía pero debía fingir que no.Eric se quedó quieto. Ni un paso más. Solo quieto.¿Su esposa… en su oficina?Una presión cálida le subió por el pecho y lo dejó sin aire.Amanda.En su oficina.Después de haber huido como un cobarde de su cama. Su pulso se
El camino hacia la empresa de los Sanders se sintió más corto de lo normal. Andrew conducía con una mano en el volante y la otra jugando con la pantalla del coche, tarareando algo sin tono mientras Amanda intentaba mantener la mente en orden.Ella misma se había sentido un tanto extraña por la forma en la que había descrito a Eric.¿Desde cuándo lo sentía así? Es decir, desde el primer encuentro había sentido su fuego abrasador, ese sol del mediodía en pleno verano, sofocante, angustiante, queriendo derretir todo a su paso. Pero… ese calor cálido era escaso, aun así ya lo conocía, ya sabía que existía ese hermoso atardecer en ese hombre.¿Cómo no querer sentirlo de nuevo?Cuando creías que todo era destrucción, en él existía una parte cálida que ella deseaba contemplar un poco más… tan solo un poco más.Ella lo observaba de reojo, pensando en lo surrealista que era todo: estaba yendo a ver a Eric después de despertarse sola en una cama donde él había dormido. Y no solo eso… lo estaba
Amanda despertó despacio, como si su cuerpo necesitara algunos segundos para recordar dónde estaba. Lo primero que sintió fue la tibieza de la cama, el olor familiar de su habitación y un hueco a su lado que no debería estar vacío. Abrió los ojos por completo y se encontró con ese espacio libre, marcado por la forma de un cuerpo que había estado allí durante horas. La almohada tenía una hendidura, la sábana conservaba su calor, como si él se hubiera ido no hacía mucho.Pero no estaba.Se incorporó con rapidez, todavía con el corazón acelerado por la memoria de la noche anterior. Buscó con la mano sobre el colchón, como si eso pudiera darle una respuesta. Nada. El silencio del apartamento le cayó como un golpe lento, inevitable. Fue al baño, seguro que estaba allí, y empujó la puerta.Vacío.Las toallas estaban como siempre, el espejo empañado por la humedad de la madrugada, pero no había señal de él.¿Dónde estaba?—¿Eric? —murmuró, sabiendo que no obtendría respuesta.Salió al pasillo





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