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CAPITULO 4: Bajo la lupa

Marcus Blackthorne no confiaba en la suerte. 

Nunca lo había hecho.

En los negocios, no existía la casualidad: existía la información, el cálculo, el control. Por eso, cuando un nombre comenzó a rondarle la cabeza desde el último campamento —Laila Woods—, supo que antes de tomar cualquier decisión debía hacer lo que siempre hacía: investigarla hasta desarmarla.

No le bastaba con que su hija hubiese reído con ella, ni con que hubiese demostrado tener instinto para tratar con niños. Una sonrisa no era un currículum. Y Marcus no iba a confiar el futuro de su pequeña a alguien sin conocerlo todo.

Por eso, esa mañana, mientras el resto del edificio aún despertaba, Marcus esperaba en su oficina con una carpeta cerrada sobre el escritorio. Su investigador privado, un hombre gris como la pared de fondo, estaba sentado frente a él.

—Todo lo que encontramos está en ese informe —dijo el investigador, empujando la carpeta hacia él.

Marcus la abrió. Fotografías, documentos, notas escritas a mano. La vida de Laila Woods desplegada como un expediente judicial.

Nació hacía diecinueve años. No tenía estudios superiores, ni certificados en pedagogía, ni títulos rimbombantes que otras candidatas mostraban. Pero lo que sí tenía era una historia marcada por la tragedia.

Sus padres y su hermana habían muerto en un accidente de coche. Ella había sobrevivido milagrosamente, aunque permaneció en coma durante seis meses y medio. Al despertar, había entrado en el sistema de acogida estatal. Varios hogares temporales, ninguno estable. El informe detallaba episodios de descuido, traslados, incluso registros de discusiones en las casas donde había vivido.

A los dieciocho, se independizó. Terminó la secundaria abierta por su cuenta y ahora estudiaba la preparatoria en clases nocturnas. Durante el día trabajaba en un restaurante a medio tiempo, y los fines de semana se unía como asistente en actividades infantiles y refugios de animales.

Marcus observó las fotografías adjuntas. Una mostraba el cuarto donde vivía: pequeño, paredes descascaradas, pero ordenado hasta el detalle. Una cama bien hecha, una mesa con cuadernos, una lámpara vieja, todo colocado con precisión. En otra, Laila sonreía mientras acariciaba un perro en el refugio. Había algo en esa expresión que Marcus reconoció: era la sonrisa de alguien que había aprendido a sobrevivir sin quejarse.

—Los lugares donde ha trabajado hablan maravillas de ella —continuó el investigador—. En el restaurante dicen que es puntual y responsable. En el refugio, que tiene don de gente. Y los encargados del campamento aseguran que conecta con los niños como pocas personas.

Marcus pasó una página y encontró comentarios escritos por antiguos supervisores. “Es joven, pero tiene madurez”. “Paciencia infinita”. “Cree en lo que hace”.

Frunció el ceño. 

—¿Y la educación formal?

—No tiene más que secundaria terminada y la preparatoria en curso. Sin certificaciones en pedagogía ni primeros auxilios avanzados.

Esa era la grieta. La carencia que para Marcus era inaceptable.

—Demasiado joven —gruñó, cerrando la carpeta de golpe.

El investigador no replicó. Conocía el tono que cerraba un tema.

Horas después, de regreso en el penthouse, Marcus se dejó caer en el sillón. Melissa jugaba en el suelo con bloques de construcción, parloteando para sí misma.

—Papá —dijo de pronto, sin levantar la vista—, ¿crees que Laila venga la próxima vez?

Marcus sintió un nudo en el estómago. 

—No lo sé, dragoncita.

—Me gustó mucho. Ella me entendía.

Marcus se quedó en silencio. Esa frase, tan simple, se le clavó como un cuchillo. Ella me entendía. Ninguna de las candidatas entrevistadas había logrado eso. Ni las más experimentadas, ni las más tituladas. Y ahí estaba Laila, una muchacha de diecinueve años sin diplomas, que en cuestión de horas había conquistado a su hija.

Al día siguiente, durante la reunión semanal de estrategia, Marcus no pudo evitar distraerse. Mientras uno de los directivos exponía cifras de ventas, él recordaba la escena del campamento: Melissa riendo mientras intentaba encender el fuego, con Laila animándola a soplar suave. Su hija no había sonreído así con nadie más.

Por la noche, revisó de nuevo la carpeta. Las fotos del cuarto sencillo, el informe del accidente, las notas sobre su esfuerzo por terminar la preparatoria nocturna. Había algo en esa historia que lo incomodaba y lo intrigaba a la vez. Una joven que lo había perdido todo y, aun así, se mantenía en pie. ¿Acaso no era eso lo que él quería enseñar a Melissa?

Pero la lógica lo detenía: No tiene formación. No es pedagoga. Es demasiado joven.

Pasaron dos semanas. Marcus entrevistó a otras candidatas, esta vez con perfiles académicos más sólidos. Ninguna convenció a Melissa. La niña se mostraba educada, pero distante. Cuando Marcus le preguntaba, ella solo decía: 

—No es como Laila.

Una noche, mientras la arropaba, Melissa habló medio dormida: 

—Quiero que Laila me lea cuentos…

Marcus se quedó de pie junto a la cama, con los puños cerrados. No soportaba esa sensación de no poder darle lo que su hija necesitaba.

Al mes exacto de aquel campamento, Marcus dio la orden a su asistente: 

—Contacta con la administración del programa. Pide el ingreso de Laila Woods para una entrevista privada.

La asistente parpadeó, sorprendida. 

—¿Está seguro, señor Blackthorne?

—Sí. Pero deja claro que no es una oferta definitiva.

La cita se fijó en una tarde de viernes. Marcus pasó todo el día convencido de que rechazaría a la joven. No importaba lo bien que hablara la gente de ella, no importaba su sonrisa o su disciplina en trabajos previos. Lo que él buscaba era profesionalismo, y ella no podía ofrecérselo.

Pero cada vez que cerraba los ojos, veía la sonrisa de Melissa, esa risa limpia que había llenado el campamento. Y la voz de su hija regresaba, insistente: Ella me entendía.

Cuando la puerta del penthouse se abrió y Laila entró, con su andar sencillo y los ojos claros de determinación, Marcus supo que esa entrevista no sería como las demás.

Aun así, su máscara permaneció intacta. 

—Señorita Woods. Pase.

Laila lo saludó con naturalidad, sin rastro de nerviosismo. Marcus notó que no llevaba traje ni atuendo formal: jeans limpios, camiseta blanca, cabello suelto. Como si no pretendiera impresionar a nadie.

Melissa apareció desde el pasillo, y en cuanto vio a Laila corrió hacia ella con un grito de alegría. La abrazó con fuerza, como si hubieran pasado años desde la última vez.

Marcus observó la escena, con el ceño fruncido. No le gustaba perder control de la situación. Pero en su interior, una voz silenciosa empezaba a repetirse: Quizá… quizá no necesito lo que siempre he creído.

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