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CAPITULO 5: La tina de Laila

El despertador sonó a las seis de la mañana, un pitido insistente que rompió el silencio de la habitación pequeña. Laila Woods estiró el brazo y lo apagó con un golpe seco, quedándose unos segundos mirando el techo desconchado. El cuarto era reducido: una cama de una plaza, una mesa con cuadernos y una lámpara vieja, un par de estantes improvisados con cajas de madera. No era mucho, pero estaba limpio, ordenado, suyo.

Se levantó, se puso unas mallas deportivas y una camiseta, y amarró el cabello en una coleta alta. Afuera la esperaba su primera tarea del día.


El refugio de animales quedaba a quince minutos caminando. Allí, los ladridos se escuchaban desde la calle, un coro desordenado que siempre le arrancaba una sonrisa. Apenas cruzó la puerta, dos perros medianos comenzaron a saltar de alegría al verla.

—Tranquilos, ya sé que quieren salir —les dijo, inclinándose para acariciarlos.

Les colocó las correas y salió con ellos a la calle. Los primeros pasos fueron lentos, los perros olfateando cada poste, cada arbusto. Pero luego, cuando llegaron al parque, Laila comenzó a trotar. El aire frío de la mañana le despejaba la mente mientras corría con ellos a su lado. Cinco kilómetros. Siempre la misma distancia. No era solo ejercicio, era una manera de liberar la tensión, de sentir que avanzaba aunque el mundo se resistiera.

Al terminar, los devolvió al refugio, se despidió con una caricia y emprendió el regreso a su cuarto. Una ducha rápida, jeans, camiseta limpia, un par de tenis gastados. Desayunó pan con mermelada y un café instantáneo antes de salir de nuevo.


El restaurante en el que trabajaba quedaba en una avenida concurrida. No era un lugar de lujo, pero tenía clientela constante: oficinistas que buscaban un almuerzo rápido, parejas jóvenes, estudiantes. Laila se colocó el delantal, saludó al equipo y se lanzó al torbellino de mesas, bandejas y pedidos.

—¡Buenos días, Woods! —la saludó Carlos, uno de los cocineros, con una sonrisa descarada—. ¿Lista para otro día de esclavitud?

—Mientras no me pongas a lavar platos, siempre estoy lista —respondió ella con picardía, y él soltó una carcajada.

En el salón, algunos clientes habituales la saludaban por nombre. Su carácter alegre, aunque prudente, la hacía querida por la mayoría. A veces los compañeros de trabajo intentaban coquetearle.

—¿Sabes que si me dices que sí, te llevo a cenar algo mejor que la sopa de la casa? —bromeó uno de los meseros mientras acomodaba vasos en una bandeja.

Laila le sonrió con paciencia, pero respondió con firmeza:

—No gracias. Ya tuve suficiente con alguien que me prometía cenas y solo me dejaba la cuenta.

El comentario arrancó risas entre los demás, pero también marcaba los límites. Laila sabía ponerlos. Aprendió a golpes que no todo acercamiento era sincero. Una vez, con dieciséis años, se había “enamorado” de un chico que terminó usando lo poco que ganaba para sus caprichos. Nunca más.


Las horas pasaron entre bandejas, platos y charlas con clientes. Al terminar el turno, cerca de las cuatro de la tarde, Laila salió agotada pero con una sonrisa ligera. El restaurante no era su sueño, pero le permitía pagar la renta y mantenerse a flote.

De camino a casa compró un par de cuadernos en una papelería. Sabía que esa noche debía avanzar con las tareas de la preparatoria en línea.

Su cuarto la recibió con silencio. Encendió la computadora vieja que tenía sobre el escritorio y abrió la plataforma de estudios. Psicología, matemáticas, literatura. No eran fáciles, pero Laila disfrutaba el reto.

Soñaba con estudiar pedagogía o psicología infantil. Quería dedicar su vida a los niños, ayudarles a crecer sin las carencias y el dolor que ella había vivido. Pero antes tenía que terminar la preparatoria. Paso a paso, como todo en su vida.

A veces iba a la guardería de su barrio a ayudar de voluntaria. Jugaba con los niños, inventaba historias, los escuchaba. Allí sentía que su lugar estaba claro.


Su vida era dura, sí. Tenía tres trabajos: el refugio, el restaurante, la guardería de vez en cuando. Estudiaba por las noches, dormía poco, vivía con lo justo. Pero no se quejaba. Había aprendido a encontrar satisfacción en la lucha misma.

Al día siguiente, la rutina se repitió. Perros, trote, restaurante, estudio. Cada tanto, una tarde distinta en la guardería. Entre juegos y cuentos, su sonrisa surgía con naturalidad. Laila era consciente de que no tenía lujos, pero sí sueños, y cada día que sobrevivía era un paso más hacia ellos.


Hasta que una tarde, después de un turno pesado en el restaurante, algo rompió la monotonía.

Laila salía por la puerta trasera, con el cabello suelto y el delantal en la mano, cuando una mujer la interceptó. Era imposible no notarla: traje beige elegante, cabello rubio perfectamente alisado, tacones discretos pero firmes. Tenía la presencia de alguien que pasaba sus días en oficinas y juntas ejecutivas.

—¿Laila Woods? —preguntó con una voz segura.

Laila se tensó. Su nombre no era algo que muchos conocieran fuera de su pequeño círculo.

—Sí… ¿la conozco?

La mujer sonrió de manera cordial, aunque su mirada era calculadora.

—No, pero tenemos un conocido en común. Marcus Blackthorne.

El corazón de Laila dio un vuelco. Recordó de inmediato al hombre del campamento: alto, rubio, imponente. Y a la pequeña Melissa, con aquellos ojos azules idénticos a los de él, riendo mientras jugaban.

—Lo recuerdo —admitió con cautela—. Estuve con su hija en el campamento.

—Exacto. —La mujer sacó una tarjeta elegante de su bolso y se la extendió—. El señor Blackthorne está buscando un poco de ayuda en casa. Considera que usted podría encajar como niñera de Melissa.

Laila la tomó, desconfiada. El nombre de Marcus estaba impreso con sobriedad, junto a una dirección en Manhattan.

—¿Y qué exactamente tendría que hacer? —preguntó, con la ceja arqueada.

—Cuidar de la niña. Jugar, acompañarla. Sería un empleo estable, bien remunerado.

La joven apretó la tarjeta entre los dedos. Todo sonaba demasiado fácil, demasiado bonito. Su experiencia le había enseñado que las promesas doradas solían esconder garras.

—¿Y por qué yo? —preguntó con franqueza.

La rubia mantuvo la calma, aunque sus ojos se endurecieron apenas.

—Porque Melissa confía en usted. Y el señor Blackthorne confía en el juicio de su hija.

Laila se quedó callada. No podía evitar recordar la risa de la niña, la forma en que se había aferrado a ella aquel día como si fueran amigas de toda la vida.

—Entiendo… —murmuró.

—Si está interesada, puede ir a la dirección que figura allí. —La mujer asintió con un gesto breve y dio un paso atrás—. La decisión es suya.

Dicho eso, se marchó con el mismo aplomo con que había llegado, dejándola sola en la acera con la tarjeta entre las manos.


Laila la observó perderse entre la multitud. Su instinto la mantenía alerta. No era ingenua: demasiadas veces habían abusado de su ignorancia, de su juventud. Promesas de ayuda que terminaban en deudas, trabajos que no eran lo que decían.

Pero esa vez había algo diferente. Recordaba la mirada azul de Melissa, la manera en que se habían entendido en tan poco tiempo.

Cerró la mano sobre la tarjeta. Dudaba. Parte de ella quería romperla y olvidarse del asunto. Pero otra parte, la misma que siempre había luchado por salir adelante, le susurraba que tal vez era una oportunidad real.

Caminó hacia su pequeño cuarto con pasos pesados. Al llegar, dejó la tarjeta sobre el escritorio, al lado de sus cuadernos. La miró durante minutos, como si fuera una trampa disfrazada.

Suspiró y se sentó frente a la computadora para estudiar. El reloj avanzaba, las lecciones pasaban frente a sus ojos, pero en su mente solo había una pregunta:

¿Debería ir?

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