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CAPITULO 7: El precio de lo que no tiene precio

El ascensor se detuvo en el último piso, y un suave pitido anunció la llegada. Laila respiró hondo, ajustó la correa de su mochila y salió. El pasillo era silencioso, con alfombra gruesa y luces cálidas que parecían diseñadas para que cada paso se escuchara más de lo normal.

La puerta doble del penthouse estaba abierta, y una mujer rubia —la misma que le había entregado la tarjeta— la recibió con una sonrisa impecable.

El penthouse estaba en silencio cuando la asistente llevó a Laila hasta la sala. Marcus había pasado toda la mañana encerrado en reuniones virtuales, y aún sentía la tensión de cada llamada clavada en la nuca. Sin embargo, apenas escuchó la risa de su hija en el recibidor, algo en su pecho se aflojó.

Melissa apareció corriendo con esa torpeza encantadora de los tres años, y se aferró a las piernas de Laila. Marcus la observó desde la distancia. Melissa no solía encariñarse rápido. Era desconfiada, como él. Y, sin embargo, en los pocos minutos que compartió con aquella muchacha en el campamento, había nacido un vínculo que no había podido ignorar.

Marcus se acercó despacio, con el porte frío que usaba en la oficina.

—Señorita Woods. —Su voz grave llenó la estancia—. Siéntese, por favor.

Laila obedeció, con Melissa aún en brazos. La muchacha parecía incómoda ante el lujo del lugar, pero no lo demostraba con nerviosismo, sino con una calma que desconcertaba. Sus ojos oscuros miraban todo como si estuviera evaluando, igual que él.


Marcus se acomodó en el sillón de enfrente, cruzando una pierna sobre la otra, como en cualquier junta. No iba a perder tiempo.

—Sé que no tiene estudios universitarios ni experiencia formal como institutriz. Usted trabaja en un restaurante, en un refugio de animales y estudia por las noches. Dígame, ¿qué me garantiza que puede cuidar a mi hija mejor que alguien con un título?

Por dentro, Marcus esperaba verla titubear. La mayoría lo hacía. Era un recurso deliberado: menospreciar primero, presionar después, y ver si la persona se quebraba. Así había logrado leer y descartar a decenas de candidatos. Pero ella… no pestañeó.

—Nada me garantiza —respondió tranquila—. Y tampoco yo busqué estar aquí. Usted me mandó a llamar, no al revés.

Melissa sonrió como si no entendiera la tensión, y Marcus apretó los labios. El descaro de la chica le sacudía los nervios.

—No se equivoque, señorita Woods —replicó, con un deje de frialdad—. Le estoy ofreciendo una oportunidad que muchos en su situación aceptarían sin dudar.

—Entonces búsquelos a ellos —contestó, sin levantar la voz.

Marcus sintió un hormigueo de irritación recorrerle la piel. Pocas veces alguien se atrevía a devolverle sus propias palabras con tanta calma.


Él intentó retomar el control.

—Bien. Supongamos que aceptara. —Sacó una carpeta del portafolio junto a él, como si hablara de un contrato más—. Las condiciones serían claras: tres mil dólares mensuales, seguro médico completo y todas las comidas cubiertas. El doble de lo que recibe ahora en sus tres trabajos juntos, incluidas propinas.

Laila arqueó las cejas, sorprendida, pero no impresionada.

—Veo que investigó mis ingresos.

—Por supuesto —admitió Marcus, sin culpa—. Sería negligente confiar a mi hija a alguien sin conocerlo a fondo.

Por un instante, la joven lo miró con algo que Marcus no pudo descifrar. ¿Ira? ¿Tristeza? ¿Decepción? Era difícil saberlo. Pero cuando habló, su voz era firme.

—Investigar a alguien para ofrecerle lo que usted cree que vale no es generosidad, señor Blackthorne. Es control.

Marcus se tensó. El comentario lo atravesó más de lo que esperaba. Era cierto. La propuesta había sido calculada, estratégica, como cualquier negociación. Él veía el mundo en términos de costo-beneficio. Y aunque sabía que Melissa era diferente, su manera de manejar la situación no se apartaba de lo que conocía: los negocios.

—Esto no es caridad —dijo, endureciendo el tono—. Es un trato. Usted me brinda un servicio, yo le pago.

Laila soltó una risa breve, amarga, y negó con la cabeza.

—Suena más sucio cuando lo dice así.

Marcus parpadeó, comprendiendo de inmediato la insinuación. Una descarga de molestia le recorrió el pecho.

—Está sugiriendo…

—No sugiero nada —lo interrumpió—. Solo digo que su manera de hablar hace que parezca otra cosa. Y estamos hablando del cuidado de su hija, no de un trámite de oficina.

Melissa lo miraba curiosa, como si intuyera que algo importante estaba pasando entre los adultos.


Marcus respiró hondo. Por dentro, el orgullo le quemaba. Estaba acostumbrado a dominar las conversaciones, a imponerse. Pero aquella joven no se doblaba.

—Quizá usted no lo entienda —dijo finalmente, apoyando los codos en las rodillas—, pero esta es mi manera de asegurar que mi hija reciba lo mejor. No puedo arriesgarme a improvisaciones.

Laila inclinó la cabeza, casi con compasión.

—Lo entiendo más de lo que cree. Pero, ¿sabe qué es lo triste? Que usted habla de Melissa como si fuera un activo que proteger, no como la niña que lo único que necesita es que alguien la mire a los ojos y le preste atención.

Marcus tragó saliva. El golpe fue directo. Y lo irritaba admitir que, de alguna forma, tenía razón. Sí, Melissa era lo más importante de su vida, pero en su desesperación por protegerla había terminado viéndola como un proyecto más que debía gestionarse.

—Cuidado con lo que dice, señorita Woods —murmuró, con la voz grave—. No tiene idea de lo que hago por ella.

—No. —Laila lo miró fijamente—. No tengo idea. Porque en vez de hablarme usted, me mandó a su asistente. Y si realmente quisiera que yo trabajara con Melissa, habría tenido la decencia de buscarme usted mismo.

Marcus sintió cómo esas palabras le atravesaban el orgullo. Ella lo había desenmascarado con una facilidad insultante.


El silencio se alargó. Melissa, confundida, tomó la mano de Laila.

—¿Entonces no vas a quedarte conmigo?

Laila le sonrió con ternura, acariciándole la mejilla.

—Pequeña, yo quisiera estar contigo siempre… pero no puedo aceptar algo que no está bien para mí. Quizá nos veamos en el campamento otra vez, ¿sí?

Marcus observó la escena con una mezcla de rabia y desconcierto. Quería detenerla, obligarla a aceptar, mostrarle que con él no se jugaba. Pero al mismo tiempo, una parte de él sabía que esa honestidad brutal era exactamente lo que lo atraía, lo que lo desarmaba.

Cuando Laila se levantó, se disculpó con Melissa y caminó hacia la puerta, Marcus permaneció inmóvil, con los puños apretados sobre las rodillas.

La puerta se cerró. El eco resonó en la sala amplia.

Marcus exhaló lentamente, clavando la mirada en el vaso de agua que había dejado sobre la mesa. Se sentía molesto, pero no con ella. Con él mismo. Porque por primera vez en mucho tiempo, alguien lo había enfrentado sin miedo… y había ganado.

Se recargó en el respaldo, con los ojos clavados en el techo. Su orgullo le decía que debía olvidarla, buscar otra candidata, seguir adelante. Pero la imagen de Melissa abrazada a esa joven, la manera en que se miraban como si se conocieran de toda la vida, lo perseguía.

Marcus Blackthorne no aceptaba un no. Y mucho menos de alguien que, sin proponérselo, acababa de ponerlo contra las cuerdas.

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