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CAPITULO 2: El desfile de niñeras

El penthouse de Marcus Blackthorne no era un lugar acogedor. Al menos no lo parecía. Las paredes blancas, los ventanales que ofrecían una vista privilegiada del Central Park, los muebles minimalistas en tonos grises y negros… todo transmitía la sobriedad y la frialdad de su dueño. Solo en un rincón, donde los juguetes de Melissa se acumulaban como un pequeño caos multicolor, se percibía vida.

Fue allí, en ese espacio que contrastaba con el resto de la vivienda, donde Marcus decidió organizar las entrevistas para la niñera de tiempo completo. Había pasado semanas aplazando la decisión, confiando en asistentes, empleadas temporales o en su propia capacidad para organizarse. Pero la realidad era clara: con la empresa reclamando cada vez más de su tiempo, necesitaba a alguien estable que cuidara de su hija.

Melissa jugaba en el suelo, con un rompecabezas de animales, mientras él revisaba los expedientes de las candidatas. Todas parecían perfectas en papel: experiencia, títulos, recomendaciones. Y, sin embargo, Marcus sentía una incomodidad extraña. Tal vez porque sabía que su hija no necesitaba solo a alguien eficiente, sino a alguien que supiera verla como él la veía: como lo más importante de su vida.

La primera candidata llegó puntual, vestida con un traje beige impecable, el cabello recogido en un moño pulcro. Sonrió con corrección al entrar, inclinándose un poco hacia Melissa.

—Buenos días, señor Blackthorne. Y buenos días, preciosa.

Melissa levantó la vista, la observó un segundo y volvió a su rompecabezas sin decir palabra.

—Tengo diez años de experiencia en el cuidado de niños, formación en pedagogía, y también puedo ayudar con tareas escolares cuando llegue el momento —explicó la mujer, sentándose muy recta en el sillón.

Marcus la escuchaba en silencio, con el ceño levemente fruncido. Había aprendido a detectar cuando alguien recitaba un guion. Esa mujer sonaba perfecta… demasiado perfecta. Como si se estuviera vendiendo a un inversionista.

—¿Qué hace cuando un niño no quiere comer? —preguntó él, directo.

La mujer parpadeó, como si la pregunta no estuviera en el libreto. 

—Le explico la importancia de la alimentación balanceada y trato de negociar.

Marcus arqueó una ceja. 

—Tiene tres años. No negocia. O come o no come.

La candidata forzó una sonrisa. 

—Entonces insisto con paciencia, hasta que lo haga.

Marcus no respondió. Observó a Melissa, que seguía ignorándola, y supo de inmediato que esa mujer nunca lograría conectar con su hija. A los diez minutos, la despidió con cortesía, aunque sin promesas.

La segunda candidata fue todo lo opuesto. Llegó con un vestido floreado, maquillaje impecable y un perfume tan fuerte que llenó la sala en segundos. Melissa torció la nariz de inmediato, alejándose de ella.

—¡Dios mío, qué muñequita! —exclamó la mujer, acercándose con un entusiasmo exagerado—. ¿Cómo te llamas, cariño?

—Melissa —respondió la niña con voz baja, escondiéndose detrás de su padre.

Marcus la observó de reojo. Su hija no era tímida con todos, solo con quienes no le inspiraban confianza.

—Tengo experiencia como profesora de preescolar, y además sé cantar y bailar. ¡Le enseño a los niños canciones educativas muy divertidas!

La mujer empezó a tararear un tema infantil mientras daba palmadas. Melissa la miró un segundo, sin sonreír, y volvió a esconderse en el hombro de Marcus.

—No me interesa un espectáculo —interrumpió él, con voz fría—. Me interesa alguien que sepa poner límites, además de cuidar.

La sonrisa de la mujer se congeló. Trató de mantener la compostura, pero Marcus ya había tomado una decisión. Cuando la acompañó a la puerta, Melissa exhaló un suspiro de alivio.

—No me gustó —dijo la niña, directa.

—A mí tampoco —respondió Marcus, acariciándole el cabello.

La tercera candidata era una mujer madura, de cabello corto y lentes. Llegó con un portafolio lleno de referencias y diplomas. Su currículum era impecable: años de servicio en familias adineradas, cartas de recomendación, cursos de primeros auxilios.

Marcus apreció la profesionalidad, pero la observó con cautela. Melissa, al principio, se mostró curiosa, pero pronto perdió interés.

—Con niños pequeños, la disciplina es fundamental —explicaba la mujer, con tono severo—. Horarios claros, rutinas estrictas, nada de caprichos.

Melissa levantó la vista y frunció el ceño. 

—¿Rutinas?

—Claro, querida. Acostarse a la misma hora, comer a la misma hora, no interrumpir a los adultos…

La niña se cruzó de brazos y lo miró a él como pidiéndole rescate. Marcus, aunque valoraba la disciplina, no pudo evitar sentir que la mujer trataba a su hija como un soldado. Y Melissa no necesitaba un general, necesitaba un refugio.

—Gracias por su tiempo —dijo al final, cerrando la carpeta.

La mujer se marchó sin sospechar que la decisión estaba tomada desde el momento en que usó la palabra “caprichos” para referirse a su hija.

La cuarta entrevista fue casi cómica. Una joven nerviosa, recién graduada, que derramó café en la mesa nada más sentarse. Balbuceaba al responder, y cuando Melissa le preguntó si sabía construir castillos de bloques, ella dijo que no, que nunca había jugado con eso. La niña perdió interés de inmediato. Marcus, paciente pero inflexible, la despidió con un apretón de manos.

Al final del día, había revisado seis candidatas. Todas diferentes, todas con fortalezas y defectos, pero ninguna había logrado lo esencial: ganarse a Melissa.

Su hija, recostada en el sofá, bostezaba con un peluche entre los brazos. 

—Papá, no me gustan —dijo, arrugando la nariz.

Marcus la cubrió con una manta ligera. 

—Lo sé.

—¿Y si no encontramos a nadie?

La pregunta lo golpeó más de lo que esperaba. Porque la verdad era que nadie parecía suficiente. Nadie podía cuidar de su hija como él lo hacía, como él quería. Pero también sabía que no podía estar en dos lugares a la vez.

—Encontraremos a alguien —aseguró, con firmeza—. Alguien que te entienda.

Melissa lo miró con esos ojos azules que siempre lo desarmaban. 

—¿Prometido?

—Prometido —respondió, besándole la frente.

Durante las semanas siguientes, las entrevistas continuaron. Una tras otra, las candidatas desfilaban por el penthouse: niñeras de agencias, mujeres con experiencia en casas ricas, estudiantes que buscaban un ingreso extra. Algunas eran demasiado estrictas, otras demasiado superficiales. Algunas buscaban un sueldo, otras una oportunidad de ascender en círculos sociales.

Marcus analizaba cada palabra, cada gesto. Había aprendido a leer a las personas en los negocios, y ahora aplicaba la misma lupa a quienes pretendían cuidar lo más valioso que tenía.

Melissa, sin embargo, era aún más implacable. Bastaba con verla esconderse, bostezar o encogerse de hombros para que Marcus supiera que esa candidata estaba descartada.

—Tienes mejor instinto que yo —le dijo una noche, mientras la acostaba.

—Es que yo soy la que voy a estar con ella —respondió la niña, abrazando su peluche.

Marcus sonrió. No había forma de contradecir esa lógica.

Una tarde, después de rechazar a la décima candidata, Marcus se quedó solo en la sala, mirando los currículums esparcidos sobre la mesa. Todos parecían papeles vacíos. Ninguno decía lo que realmente necesitaba leer: “Voy a querer a tu hija como si fuera mía”.

Se sirvió un whisky y se sentó en el sillón, observando a Melissa jugar en el suelo. La niña intentaba armar un rompecabezas demasiado grande para su edad, pero no se rendía. Con cada intento fallido, fruncía el ceño, apretaba los labios y volvía a probar.

—Eres igual que yo —murmuró él, con una mezcla de orgullo y preocupación.

Cuando ella notó su mirada, sonrió y levantó una pieza. 

—¿Me ayudas, papá?

Marcus dejó el vaso a un lado y se arrodilló junto a ella. Mientras encajaban las piezas, pensó que tal vez no existía niñera perfecta. Tal vez nadie estaría a la altura. Pero no podía rendirse. Tenía que encontrar a alguien, porque su hija merecía más de lo que él podía darle solo.

Lo que no sabía, lo que no podía prever, era que la persona adecuada no llegaría a través de currículums ni entrevistas formales.

Sino en el lugar más inesperado.

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