El sonido metálico de la pluma contra el cristal resonaba en la sala de juntas. Marcus Blackthorne firmaba los documentos uno tras otro, sin levantar la vista más de lo necesario. La ciudad de Nueva York se extendía tras él como un tablero de ajedrez que conocía a la perfección: rascacielos grises, luces que aún titilaban a pesar de que el sol empezaba a ganar espacio, tráfico que parecía nunca dormir.
—La adquisición está cerrada, señor Blackthorne —informó su asistente con tono seguro, aunque los dedos le temblaban al sostener la carpeta.
Marcus asintió apenas. Su rostro era una máscara impasible: traje gris oscuro, corbata negra, la barba recortada con precisión. Nadie en esa sala hubiera adivinado que había pasado tres años caminando en la cuerda floja de la libertad condicional, ni que había sido capaz de reconstruir un imperio que la prensa había dado por muerto.
—Quiero un informe completo de la transición en veinticuatro horas —dijo con voz grave, sin matices.
Los ejecutivos presentes intercambiaron miradas incómodas. Marcus había perfeccionado el arte de intimidar sin necesidad de levantar la voz. No discutía, no negociaba; ordenaba. Y en ese estilo frío, casi quirúrgico, había devuelto a los Blackthorne al centro de los titulares económicos, borrando lentamente el sabor amargo que su padre y Richard habían dejado en la memoria colectiva.
Pero detrás de esa fachada había algo más. Algo que solo se revelaba cuando las luces de la oficina se apagaban y los papeles dejaban de importar.
Al llegar al penthouse, el olor a café y a pan tostado lo recibió. Marcus dejó el maletín junto a la entrada, se desabrochó la chaqueta y aflojó el nudo de la corbata. Apenas había cruzado la sala cuando un chillido infantil llenó el aire.
—¡Papá!
Melissa apareció corriendo por el pasillo, con un vestido azul claro y el cabello negro recogido en una coleta desordenada. Tenía tres años, pero la energía de diez. Los ojos azules —los mismos que Marcus veía cada mañana en el espejo— brillaban con entusiasmo mientras se lanzaba a sus brazos.
Marcus la levantó con un gesto firme pero tierno, apretándola contra su pecho. La niña olía a jabón y a fresas, y cada vez que él la sostenía, recordaba la primera vez que la vio en aquella incubadora. Esa sensación de vértigo aún lo perseguía, pero ya no lo asustaba: se había convertido en su combustible.
—Otra vez escapaste del desayuno —le dijo con una media sonrisa.
—No me gusta la avena —replicó ella, arrugando la nariz con gesto de disgusto exagerado.
—La avena te hace fuerte. ¿Quieres ser fuerte como papá? —le preguntó, levantándola en el aire.
Melissa rió a carcajadas, moviendo los brazos como si volara.
—¡Ya soy fuerte!Marcus no pudo evitar sonreír. En la oficina, nadie lo había visto reír en años. Con su hija, la risa le salía sola, aunque siempre contenida, como si tuviera miedo de romper algo frágil dentro de él.
La dejó sobre la encimera de la cocina y se quitó el saco. Melissa empezó a jugar con la corbata, intentando hacer un nudo. Marcus la observó en silencio, notando lo mucho que había crecido. Tres años parecían un parpadeo, pero para él habían sido una vida entera.
Dividir su tiempo era una batalla diaria. Por las mañanas, Marcus era el CEO implacable, tomando decisiones que cambiaban fortunas en segundos. Por las tardes, en casa, se transformaba en padre: el hombre que recogía juguetes, que escuchaba historias inventadas, que aceptaba té servido en vasitos de plástico.
La prensa lo describía como un hombre de hielo, incapaz de apego, pero en la intimidad del penthouse había un calor que nadie más conocía. Melissa llenaba los espacios vacíos con su risa, con sus preguntas, con su curiosidad inagotable. Y Marcus, aunque seguía siendo frío en todo lo demás, la rodeaba con un cariño feroz, protector hasta la obsesión.
Algunas noches, después de acostarla, la observaba dormir desde la puerta. El cabello negro enredado sobre la almohada, la respiración suave, los párpados cerrados sobre esos ojos azules que siempre le recordaban que, en algún lugar, había algo bueno en su sangre. En esos momentos, Marcus sentía que el mundo podía derrumbarse siempre que ella siguiera respirando.
Ese martes, sin embargo, el día tenía un peso distinto. Al salir de la oficina, su chofer lo condujo directamente a la corte. Marcus entró al edificio con el mismo porte con que entraba a una sala de juntas: erguido, distante, con las manos en los bolsillos. Pero dentro, por primera vez en mucho tiempo, el corazón le latía con fuerza.
El juez repasó los informes, las evaluaciones, los registros de tres años. Marcus escuchaba en silencio, como si todo aquello no tuviera que ver con él. Hasta que el hombre levantó la mirada y pronunció las palabras que había esperado escuchar desde hacía tanto:
—Señor Blackthorne, se declara cumplida su libertad condicional. A partir de hoy, queda libre de restricciones legales.
Marcus no parpadeó. No se permitió sonreír, ni mostrar alivio. Se limitó a asentir con frialdad. Pero cuando salió del edificio y la luz de la tarde lo golpeó en el rostro, soltó el aire que había estado conteniendo durante años.
Libre.
El mundo no lo sabía, pero para Marcus esa palabra no significaba volver a los excesos, ni recuperar el tiempo perdido. Significaba algo mucho más simple: poder ser padre sin miedo a que un error burocrático lo separara de su hija. Significaba que Melissa nunca tendría que visitarlo en un tribunal, ni crecer con la sombra de un padre vigilado.
Se subió al auto en silencio, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo. Por un instante, dejó que la tensión se le escapara de los hombros. No había cadenas visibles, pero las había sentido todos esos años. Ahora, por fin, podía respirar.
Al llegar al penthouse, encontró a Melissa jugando en la sala con bloques de colores. Al verlo, corrió hacia él con la energía de siempre. Marcus la levantó y la abrazó con fuerza.
—¿Por qué sonríes? —preguntó ella, sorprendida.
Marcus la miró a los ojos. Azules, intensos, iguales a los suyos.
—Porque hoy papá es libre.Melissa frunció el ceño, confundida.
—¿Libre de qué?Él rió suavemente, acariciándole el cabello.
—Libre para estar contigo. Siempre.La niña no entendió del todo, pero se aferró a su cuello, y ese gesto fue suficiente. Marcus supo que no necesitaba explicar nada más.
La noche cayó sobre la ciudad, y Marcus observó a su hija dormir, arropada hasta la barbilla. En la mesa de su oficina privada, los contratos y documentos esperaban, pero por primera vez en mucho tiempo, no tenían poder sobre él. Su vida ya no se definía solo por balances y firmas.
Era un hombre dividido: el CEO frío, temido, calculador… y el padre que se derretía con una sonrisa infantil. Esa dualidad lo mantenía vivo, lo mantenía humano. Y aunque sabía que el mundo seguiría probando su dureza en los negocios, también sabía que, en casa, Melissa era la única capaz de arrancarle lo que nadie más lograba: ternura.
La libertad había llegado, y con ella un futuro incierto. Pero Marcus ya no lo temía. Mientras su hija respirara tranquila en la habitación contigua, todo lo demás podía esperar.
Porque, al final del día, todo lo que había hecho —cada batalla ganada, cada enemigo aplastado, cada sacrificio— había sido por ella.
Y ahora, al fin libre, estaba dispuesto a hacerlo aún más.