Selene Ashford fue durante años la esposa sumisa de un aristócrata cruel. Humillada, controlada y rota. Hasta que una noche se rebeló… y huyó con su hijo en brazos. Con el alma hecha trizas, viaja a Nueva York en busca de su primo, su última esperanza. Pero lo que encuentro no es solo protección… sino poder. Tres multimillonarios —dueños de los principales conglomerados del país— la rodean, la desean… y están dispuestos a todo por tenerla. Ya no son aquellos niños que solían atormentarla. Ahora son hombres capaces de derribar imperios. Pero Selene también ha cambiado. Ya no es la mujer sumisa que ellos recuerdan. Ahora es una madre y sobreviviente. Y está a punto de descubrir que el deseo también puede ser fuerza, que el amor cuando es real, no se pide… se reclama aunque este venga en forma de harem inverso.
Leer más—No vas a ir a ninguna parte —me dijo Edmund sin alzar la voz, sin siquiera mirarme. Su tono era tan plano como el mar aquella tarde. Sin olas. Sin viento. Sin alma.
—No te pedí permiso.
—Eso no importa. No necesitas hablar para provocar. Tu mera existencia es un agravio constante.
Me observaba desde el otro extremo de la cubierta como si yo fuera una molestia menor. Como si su opinión fuera una verdad universal. Como si tuviera derecho a dictar mi destino… y yo la obligación de obedecer.
—Bajemos —añadió, esta vez sin sonreír—. Quiero hablar contigo. A solas.
Y por “hablar” siempre se refería a una sesión cuidadosamente planificada de castigo. De control. De destrucción medida.
Edmund Ravenshire no era impulsivo. Era meticuloso, metódico, paciente. Muy inteligente. Nunca dejaba huellas visibles. Sus golpes no tocaban mi cara ni me rompían los huesos. Sabía exactamente cómo quebrarme. Cómo dejarme al borde del colapso para que nadie pudiera acusarlo. Solo dejaba marcas donde nadie pudiera verlas.
—Facilítalo —dijo, acercándose lentamente—. Sabes cómo termina esto cuando te resistes.
—¿Y si esta vez no termina?
—¿Estás insinuando que tienes elección?
—Estoy insinuando que esta vez… no me importa si me matas.
Me abofeteó tan rápido que no lo vi venir. Mi cabeza giró y el mareo llegó antes que el dolor. Pero no caí. No esta vez.
—¿Me desafías, Selene? —preguntó con ese tono venenoso que usaba cuando oscilaba entre el placer y la furia—. ¿Después de todo lo que he hecho por ti?
—¿Hecho por mí? ¿Encerrarme? ¿Torturarme? ¿Hacerme suplicar por aire? No confundas sadismo con cuidado.
—No soy un sádico —respondió, aunque sus ojos lo contradecían—. Solo disfruto del orden. Y tú… tú eras un caos que acogí por compasión.
Me reí. Me reí con la poca fuerza que me quedaba.
—No, Edmund. Me elegiste porque sabías que nadie vendría a salvarme. Porque sabías que nadie me creería. Porque soy la Ashford solitaria, la huérfana, la que no tiene adónde correr cuando grita pidiendo ayuda.
Entonces sonrió. No porque mis palabras le dolieran. Sonrió porque sabía que era verdad.
—Y sin embargo, sigues aquí. Porque me necesitas.
—No. Estoy aquí porque he estado sobreviviendo. Pero hoy… se acabó.
Intentó arrastrarme hacia el camarote. Me resistí. Forcejeamos. Era más fuerte, pero yo estaba harta. Y a veces, estar harta te da fuerza.
—¡Suéltame!
—¡Maldita sea, te comportas como una perra callejera!
—¡Y tú como un psicópata elegante con diploma!
El golpe me dio directo en el estómago. Perdí el aire. Me doblé. Me empujó contra la pared. Su brazo alrededor de mi cuello.
—Voy a enseñarte a respetar —dijo entre dientes—. Esta vez entenderás quién manda.
Sus dedos apretaban fuerte, pero no tanto como la última vez. Estaba confiado. Creía que me desmayaría otra vez como siempre, que me levantaría con la voz rota y la voluntad hecha trizas.
Pero esta vez, mis manos no temblaron.
Agarré el tubo metálico que sobresalía del borde del mástil. Lo levanté sin pensar.
—Nunca más vas a encerrarme.
Y golpeé.
Una vez.
Otra vez.
Y otra vez.
—¡Selene! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó tambaleándose.
—Lo que debí hacer la primera noche que me pusiste una mano encima.
Cuando se incorporó, tropezó, dio un paso atrás y la barandilla cedió bajo su peso. No gritó. Simplemente cayó, y yo vi su cuerpo desaparecer en el agua. Esperé. Busqué señales pero no había ninguna.
No sentí alivio ni culpa, solo una calma extraña.
Respiré hondo y seguía de pie. Seguía viva y, por primera vez en años, también era libre.
Salté al agua sin pensar. Nadé sin mirar atrás. Llegué a la orilla antes de que el sol se pusiera, y al llegar a casa me duché. Cuando me preguntaron por Edmund, simplemente dije:
—Salió a navegar. Estaba molesto. No sé cuándo volverá.
No era exactamente una mentira.
Esa noche, cuando el reloj marcó la medianoche y no había señales de él, una tormenta brutal azotó la ciudad. Los relámpagos desgarraban el cielo, los truenos hacían vibrar las ventanas, el viento se colaba por las rendijas de la casa como buscando respuestas.
No dormí.
Al amanecer fingí ignorancia cuando mi suegra me preguntó:
—¿Dónde está mi hijo?
—No lo sé. Salió a navegar anoche. Estaba molesto. No regresó.
—¿Eso no te alarmó?
—No me sorprende. Casi no me comparte detalles. De nada. Usted lo sabe bien.
Guardó silencio; sabía lo que su hijo me hacía. Sabía del abuso, pero mientras las apariencias se mantuvieran intactas, prefería callar.
Al final fue ella quien notificó a las autoridades, no yo. Ella los condujo al área donde Edmund solía navegar. Lloró ante la prensa, pidió discreción, exigió tiempo. Yo no dije nada, no aparecí en público, me limité a cuidar de mi hijo, a sobrevivir y fingir.
Pasaron los días. Luego las semanas.
Cuando hallaron el yate a la deriva cerca de una isla sin nombre, cuando confirmaron que el motor había fallado, que no había señales de lucha, ni sangre, ni cuerpo… la versión oficial fue un accidente en el mar.
Mi suegra se desplomó y yo aproveché.
Esa misma noche, mientras ella lloraba en la capilla familiar y el personal evitaba mirarme, entré en el despacho de Edmund. Tomé mi pasaporte, el de Theo, algo de dinero y los documentos con mi apellido de soltera.
Miré por última vez la cuna de mi bebé y aquella habitación donde había dormido dos años con un hombre que nunca me amó, que solo me tomó por la fuerza. Cerré la puerta sin hacer ruido, sin despedidas. Cuando abordé el avión a Nueva York, todo lo que sentí fue miedo.
Pero aun así, tenía que seguir —por Theo y por mí, por la Selene que ya no esperaría ser salvada.
Dejaba atrás un cadáver sin cuerpo y él no volvería.
Las burbujas del champán rozaban mi paladar con una elegante amargura que se deshacía. Un lujo fugaz, incapaz de llenar el vacío en mi pecho.—Señor Kessler, estamos a punto de aterrizar en París —anunció la azafata.Asentí sin palabras, dejando la copa sobre la mesa mientras el jet descendía.Me recibieron con la formalidad habitual: reverencias, sonrisas medidas, gestos calculados. No perdí tiempo en protocolos.—Directo a Le Palace —ordené al chofer.París se deslizaba tras la ventanilla como un espejismo mientras mi mente volvía a lo inevitable. Había inventado un viaje de negocios para evitar encontrarme con Julian y Grayson en cuanto supe que Selene vivía en casa de Julian. Ese bastardo —casi un hermano— se había atrevido a traicionar nuestro pacto: no involucrarnos con ella… la única mujer capaz de destruir nuestra hermandad.—Bienvenido de nuevo, señor Kessler. Lo hemos extrañado.La anfitriona me recibió con su sonrisa impecable. Le Palace era lo de siempre: un decadente teat
Llevábamos un mes en el penthouse de Julian, y cada día llegaba con algo nuevo para Theo y para mí. Al principio eran detalles inofensivos: un osito de peluche, un set de bloques de madera, algunas prendas de ropa. Pero pronto los regalos se volvieron excesivos: una cuna de diseño italiano, el modelo más reciente de cochecito, libros infantiles encuadernados en cuero, vestidos de diseñador, bolsos exclusivos… incluso contrató a un pianista para que tocara solo para Theo.Lo que cualquiera vería como un gesto de cuidado, para mí se sentía cada vez más inquietante. Julian siempre afirmaba que era por orden de Nathan, pero en el fondo yo sabía que mi primo no tenía nada que ver. Era Julian quien decidía todo, quien movía los hilos con un propósito que aún no lograba descifrar. Y lo peor no eran los regalos, sino su insistencia en que no debía salir sola con Theo, como si quisiera mantenernos encerrados en una jaula dorada. Quizá por eso apenas usaba lo que me daba —y esa resistencia come
Yo no suelo perder el control. Es una regla silenciosa que aprendí de niño, rodeado de hombres que castigaban el más mínimo error. Me entrenaron para liderar, para mandar, para resistir. Pero cuando la vi de pie en la entrada de aquel refugio destartalado, su imagen me golpeó como una bala en el pecho.Selene.No la había visto desde el funeral de sus padres. Entonces era frágil —demasiado elegante para su edad, demasiado callada para no estar rota—. Pero hoy… hoy era distinto. Ya no dolía solo mirarla. Dolía imaginar todo lo que había soportado para terminar así.—¿Mi primo te envió? —preguntó, avanzando hacia mí.Llevaba una sudadera gris que le colgaba como si no fuera suya, unos vaqueros gastados y un maquillaje mal aplicado que no podía ocultar la pequeña cicatriz junto a su ojo izquierdo. Y aun así seguía siendo hermosa, como si hasta la miseria se negara a borrarla por completo.—¿Nathan te envió? —insistió. Su voz no era firme; estaba tensa y seca.Mentí sin dudarlo.—Sí. Me p
*************************************************************—¡Por favor… Edmund, detente!Mi grito no detuvo el golpe.Su pie se estrelló contra mi estómago, haciéndome rodar hacia un lado. Mis manos instintivamente intentaron proteger mi cuerpo, pero era inútil. Ya estaba demasiado débil.—¿Crees que puedes hablarme así? —rugió, con la voz llena de odio—. ¿A mí?!Otra patada, esta vez en la espalda. Sentí que algo crujía y pensé que quizá era una costilla.Intenté levantar la cabeza, y entonces lo vi.Al fondo de la habitación, mi bebé lloraba. Theo, mi pequeño, con los ojos desbordados de lágrimas, sus puñitos golpeando el colchón como si supiera lo que me estaban haciendo.—¡No mires al bebé, maldita sea! —espetó Edmund, arrastrándome por el tobillo.—Por favor… no delante de él… —mi voz se quebró, apenas un hilo.—Esto es lo que pasa cuando hablas de divorcio. Cuando intentas quitarme lo que es mío. ¡Y ese maldito bebé también es mío! ¡MÍO!Sus puños eran martillos. Y mi hijo… m
—No vas a ir a ninguna parte —me dijo Edmund sin alzar la voz, sin siquiera mirarme. Su tono era tan plano como el mar aquella tarde. Sin olas. Sin viento. Sin alma.—No te pedí permiso.—Eso no importa. No necesitas hablar para provocar. Tu mera existencia es un agravio constante.Me observaba desde el otro extremo de la cubierta como si yo fuera una molestia menor. Como si su opinión fuera una verdad universal. Como si tuviera derecho a dictar mi destino… y yo la obligación de obedecer.—Bajemos —añadió, esta vez sin sonreír—. Quiero hablar contigo. A solas.Y por “hablar” siempre se refería a una sesión cuidadosamente planificada de castigo. De control. De destrucción medida.Edmund Ravenshire no era impulsivo. Era meticuloso, metódico, paciente. Muy inteligente. Nunca dejaba huellas visibles. Sus golpes no tocaban mi cara ni me rompían los huesos. Sabía exactamente cómo quebrarme. Cómo dejarme al borde del colapso para que nadie pudiera acusarlo. Solo dejaba marcas donde nadie pud
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