El reloj marcaba las once y treinta de la mañana, pero Marcus no había avanzado nada.
El informe de inversiones seguía abierto en la pantalla, con la misma gráfica inmóvil que llevaba una hora mirando sin leer.
Melissa jugaba a pocos metros, sobre la alfombra, haciendo hablar a sus muñecas con voces distintas.
De vez en cuando lo miraba, como si intuyera que algo lo tenía molesto.
Marcus frotó su frente, intentando borrar de su cabeza la voz de Laila.
“Usted habla de su hija como si fuera un trámite.”
Las palabras resonaban con una claridad insoportable.
Nadie le hablaba así. Nadie lo enfrentaba así.
Y, sin embargo, lo que más lo irritaba no era la insolencia… sino el hecho de que tenía razón.
Había tratado la entrevista como una negociación más.
Había calculado, ofrecido, controlado.
Y aun así, había perdido.
Melissa dejó caer una muñeca y se acercó a él con su andar tambaleante, tirándole del pantalón.
—Papá… ¿por qué estás triste?
Marcus se giró, sorprendido.
Su hija lo miraba con esos ojos azules idénticos a los suyos, tan limpios que parecían leerle el alma.
—No estoy triste, princesa. Solo… cansado.
—Pero tienes la cara fea —dijo ella, frunciendo el ceño—. Como cuando te duele la cabeza.
Marcus rió, a pesar de sí mismo.
—Puede ser. Quizá me duele un poco.
Melissa le acarició la mejilla con una mano diminuta.
—Podemos hacer galletas. Cuando hago galletas, a mí se me pasa todo.
El nudo en su pecho se aflojó.
Marcus la alzó en brazos, besándole la frente.
—Eso suena bien. Pero haremos galletas después de que llegue el abuelo, ¿sí?
Los ojos de la niña brillaron.
—¿Viene el abuelo William?
—Sí. Dijo que pasaría a almorzar con nosotros.
Ella aplaudió emocionada y volvió corriendo a su rincón de juguetes.
Marcus la observó un instante.
Había pasado tres años moldeando su vida alrededor de esa pequeña, pero aún sentía que cada día aprendía algo nuevo sobre lo que significaba ser padre.
Y justo ahora, ese aprendizaje dolía.
El sonido del ascensor lo sacó de sus pensamientos.
William Blackthorne entró con la dignidad que le era natural: bastón en mano, traje oscuro, expresión impasible.
A sus setenta y cuatro años seguía proyectando la misma autoridad que había dominado durante décadas los negocios de la familia.
Pero había algo distinto en él desde que Marcus había salido de prisión y se había convertido en padre.
Una especie de ternura disimulada tras su habitual severidad.
—Te ves como un toro al que le quitaron la pelea —dijo apenas cruzó el umbral.
Marcus exhaló con una sonrisa cansada.
—Buenos días, abuelo.
William dejó el bastón junto al sofá y lo observó con detenimiento.
—¿Te ocurre algo? Tienes cara de haber discutido con el mundo.
—No con el mundo —corrigió Marcus—. Con una chica de diecinueve años.
—Ah. Entonces fue peor.
Melissa corrió a abrazar a su bisabuelo, y William se agachó con torpeza para cargarla.
—Mi niña preciosa… —dijo, besándole la cabeza—. ¿Y tú qué tal portas a tu padre?
—Bien —respondió ella, risueña—, pero hoy tiene la cara fea.
William soltó una carcajada.
—Eso explica todo. Cuéntame, Marcus, ¿quién es la culpable de esa cara?
Marcus le contó.
Todo.
Desde la entrevista, hasta la risa de Laila, las palabras, el rechazo.
Lo hizo sin adornos, como si necesitara sacarlo de su pecho, aunque el orgullo lo obligara a fingir que solo era una molestia profesional.
William escuchó en silencio, moviendo el bastón entre las manos.
Cuando Marcus terminó, el anciano suspiró.
—Déjame ver si entiendo. Una chica te dice en tu cara que tratas a tu hija como una operación comercial, te deja sin argumentos, y luego se va… y eso te tiene sin dormir.
—No es eso —replicó Marcus, aunque sabía que sí lo era.
—Entonces, ¿qué es?
—Es la insolencia. La falta de respeto.
William arqueó una ceja.
—O quizá la honestidad.
Marcus lo fulminó con la mirada.
—No necesito sermones.
—No te estoy dando uno —dijo el viejo, con serenidad—. Solo te recuerdo que, a veces, la gente que te irrita más… es la que te está diciendo lo que no quieres oír.
Marcus miró hacia la ventana.
El reflejo del cristal le devolvía la imagen de un hombre que ya no reconocía del todo.
Frío. Calculador. Exhausto.
Y debajo de todo eso… vulnerable.
William se acomodó en el sofá, dejando a Melissa sobre sus rodillas.
—¿Sabes? Tu madre solía decir que los Blackthorne no sabíamos amar, solo poseer. Y cada generación ha intentado probarle lo contrario.
Marcus frunció el ceño.
—No soy como mi padre.
—No, hijo. Eres peor. —William lo miró fijo—. Porque te crees diferente, pero sigues usando el mismo lenguaje: contratos, acuerdos, control. Hasta para hablar del amor.
Marcus se pasó una mano por el rostro.
—No estoy hablando de amor. Solo quiero lo mejor para Melissa.
—Y lo mejor para Melissa —replicó William— puede ser alguien que te incomoda. Alguien que te haga bajar la guardia.
Esa chica vio lo que ni tú ves: que a veces amas tanto que olvidas demostrarlo.
Marcus guardó silencio.
Melissa jugaba con los botones del bastón de su bisabuelo, ajena a la conversación.
William le acarició el cabello.
—¿Sabes por qué ella confió en esa muchacha? —preguntó.
Marcus negó.
—Porque los niños sienten la verdad, aunque los adultos la disfracen.
El almuerzo pasó en calma.
Melissa hablaba sin parar, William la escuchaba con ternura, y Marcus se limitó a observar.
Cuando el anciano se despidió, Marcus lo acompañó hasta el ascensor.
—No te estoy diciendo que la contrates, muchacho —dijo William antes de irse—. Solo que escuches lo que te dijo. A veces la verdad viene envuelta en una bofetada.
Marcus sonrió con ironía.
—Sí, una muy efectiva.
William palmeó su hombro.
—No pierdas a la gente que le cae bien a tu hija. No te sobran aliados en esta vida.
El ascensor se cerró, y el silencio volvió.
Marcus se quedó un momento mirando el pasillo vacío.
Por la tarde, su asistente, Evelyn, llegó con la carpeta en mano.
—Aquí está el informe completo sobre la señorita Woods, señor Blackthorne.
Marcus la invitó a pasar a su oficina privada dentro del penthouse.
El lugar estaba impecablemente ordenado, con paredes de vidrio y vistas a la ciudad.
—Siéntese —dijo, sin levantar la vista de la carpeta.
Evelyn era eficiente, leal y discreta.
Sabía cuándo hablar y cuándo no.
—¿Alguna novedad relevante? —preguntó Marcus, hojeando los documentos.
—Solo lo que ya sospechábamos. La señorita Woods trabaja medio tiempo en el restaurante “Linden & Co.”, apoya en el refugio de animales “Hope Paws”, y estudia en línea por las noches.
No tiene antecedentes, su historial médico es limpio, y todos los lugares donde trabajó la recomiendan. Incluso… —Evelyn hizo una pausa—, el dueño del restaurante dijo que es la única empleada que nunca ha pedido un aumento.
Marcus levantó la mirada.
—¿Nunca?
—Nunca. Dice que no necesita más de lo que gana.
Marcus cerró la carpeta lentamente.
Había leído cientos de perfiles. Todos buscaban algo.
Dinero, poder, posición.
Pero ella no.
Y eso lo desconcertaba más que cualquier otra cosa.
—¿Le pareció una chica… confiable? —preguntó, sin saber por qué lo hacía.
Evelyn lo pensó.
—Sí. Aunque… no creo que le caiga bien a usted.
Marcus arqueó una ceja.
—¿Y por qué dice eso?
—Porque la gente que no busca impresionarlo, señor, suele hacerlo enojar.
Marcus sonrió apenas.
—Es una observación peligrosa, Evelyn.
—Lo sé —respondió ella con una mueca.
Cuando Evelyn se fue, Marcus se quedó solo con la carpeta.
Leyó cada línea, cada palabra.
El informe incluía incluso una foto de su cuarto: pequeño, pero limpio.
Una cama ordenada, una mesa con libros, una planta en la ventana.
No había lujos, pero había algo que Marcus envidiaba: calma.
¿Qué haces perdiendo el tiempo con esto? —se dijo mentalmente.
Pero su mente no lo obedecía.
Volvía una y otra vez a la imagen de ella, con su voz tranquila, sus ojos que no bajaban ante los suyos, y esa manera insoportable de decir la verdad.
Marcus se levantó, caminó hacia la ventana y miró la ciudad.
Miles de luces encendidas, millones de personas, y solo una le había dicho que no.
Por la noche, cuando Melissa ya dormía, Marcus encendió su laptop y abrió un nuevo correo.
Durante minutos, no escribió nada.
Solo miró el cursor parpadeando.
Era absurdo. Era ridículo.
Pero no podía dejarlo así.
Finalmente escribió:
Asunto: Sobre la entrevista.
Laila,
No suelo hacer esto. Normalmente, si alguien rechaza una oferta, sigo adelante. Pero esta vez no.
No porque crea tener razón, sino porque me di cuenta de que quizá la manera en que te hablé fue la equivocada.
No busco una empleada. Busco a alguien que entienda a mi hija como tú lo hiciste sin siquiera intentarlo.
Si todavía estás dispuesta a escuchar, quiero hacerlo bien esta vez. Sin intermediarios.
Marcus Blackthorne.
Leyó el mensaje tres veces.
Era demasiado humano.
Demasiado… personal.
Estuvo a punto de borrarlo.
Su dedo flotó sobre la tecla
delete.
Pero entonces pensó en Melissa, en su sonrisa cuando veía a Laila, en esa paz que él no sabía darle.
Y apretó
enviar.
El sonido del correo saliendo fue casi imperceptible.
Pero Marcus sintió el peso en su pecho aliviarse, aunque fuera un poco.
Cerró la laptop, se recostó en el sofá y cerró los ojos.
En su mente, la voz de William resonaba una vez más:
“A veces la verdad viene envuelta en una bofetada.”Y Marcus, por primera vez en años, sonrió ante la idea de que quizás… necesitaba otra.