El despertador sonó a las seis de la mañana, un pitido insistente que rompió el silencio de la habitación pequeña. Laila Woods estiró el brazo y lo apagó con un golpe seco, quedándose unos segundos mirando el techo desconchado. El cuarto era reducido: una cama de una plaza, una mesa con cuadernos y una lámpara vieja, un par de estantes improvisados con cajas de madera. No era mucho, pero estaba limpio, ordenado, suyo.Se levantó, se puso unas mallas deportivas y una camiseta, y amarró el cabello en una coleta alta. Afuera la esperaba su primera tarea del día.El refugio de animales quedaba a quince minutos caminando. Allí, los ladridos se escuchaban desde la calle, un coro desordenado que siempre le arrancaba una sonrisa. Apenas cruzó la puerta, dos perros medianos comenzaron a saltar de alegría al verla.—Tranquilos, ya sé que quieren salir —les dijo, inclinándose para acariciarlos.Les colocó las correas y salió con ellos a la calle. Los primeros pasos fueron lentos, los perros olfa
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