El cielo estaba despejado aquella mañana, azul intenso, con el sol filtrándose entre las ramas de los árboles del parque natural. Marcus ajustaba las correas de la mochila mientras Melissa saltaba de un pie al otro, demasiado emocionada como para quedarse quieta. El campamento mensual era su tradición, una dinámica que él había instaurado desde que la niña cumplió dos años. Cada mes, apartaba un día de su agenda —por más imposible que pareciera— y lo dedicaba exclusivamente a ella.
No eran excursiones salvajes. El lugar estaba diseñado para niños de entre dos y ocho años: un terreno cercado, con monitores especializados, actividades pensadas para enseñar lo básico de supervivencia en la naturaleza. Marcus sabía que, cuando Melissa creciera, la llevaría a acampar de verdad, pero por ahora esos campamentos controlados eran la mejor forma de enseñarle disciplina, paciencia y confianza.
—¿Lista, dragoncita? —preguntó él, usando el apodo que ella misma había inventado.
Melissa levantó los brazos en alto, mostrando sus botas de montaña nuevas.
—¡Lista, papá! Hoy voy a encender un fuego de verdad.Marcus arqueó una ceja.
—Un fuego seguro, bajo supervisión.Ella rió, y él no pudo evitar sonreír. A pesar de su naturaleza rígida, con su hija siempre cedía un poco.
El campamento estaba lleno de familias, niños correteando con mochilas pequeñas y adultos que observaban con mezcla de orgullo y preocupación. Marcus, sin embargo, se mantenía aparte. Su porte elegante desentonaba con la ropa deportiva de los demás padres, aunque había optado por unos jeans oscuros y una camiseta negra. Aun así, su mirada intensa y su manera de caminar lo hacían destacar como si no perteneciera del todo al escenario.
Melissa, en cambio, se mezclaba con naturalidad. Saludaba a otros niños, observaba todo con curiosidad y preguntaba a cada rato:
—¿Qué vamos a aprender ahora, papá?La primera actividad era sencilla: aprender a montar una tienda de campaña infantil. Marcus se arrodilló, desplegando las piezas con precisión militar. Melissa intentaba ayudar, pasando las varillas y sosteniendo la lona, aunque más de una vez se enredaba.
—No, Melissa, así no —corrigió él con firmeza, ajustando un nudo.
Ella frunció el ceño.
—¡Déjame intentar!Marcus suspiró. No estaba acostumbrado a ceder en nada, pero verla frustrada le dolía. Le entregó una cuerda y la dejó probar. El resultado fue un nudo imposible que enredó la lona y torció la estructura.
Marcus soltó un bufido, dispuesto a corregirlo, cuando una voz femenina sonó detrás de él.
—Perdón que me meta, pero lo está haciendo mal.
Marcus levantó la cabeza, sorprendido. Una joven de cabello castaño oscuro y mirada vivaz lo observaba, con las manos en la cintura y una sonrisa divertida. Vestía el uniforme del campamento: camiseta verde con el logo bordado y pantalones cortos resistentes. Parecía no tener más de veinte años.
—¿Perdón? —preguntó Marcus, con un tono que mezclaba incredulidad y molestia.
La joven se agachó junto a Melissa y tomó la cuerda.
—El nudo no va así. Si lo aprieta demasiado, la lona se tensa mal y termina rompiéndose con el viento. Mira, cariño, prueba de este modo.Melissa abrió los ojos como platos y siguió cada movimiento. La joven le mostró cómo pasar la cuerda y hacer un lazo sencillo. La niña lo intentó y, para sorpresa de Marcus, lo logró a la primera.
—¡Mira, papá! ¡Sí pude! —exclamó Melissa, orgullosa.
Marcus entrecerró los ojos, observando el resultado. El nudo era correcto. Más que correcto, estaba perfecto.
—Hmph —gruñó, poco dispuesto a admitir que la joven tenía razón.
—Soy Laila —dijo ella, extendiendo una mano a Marcus con naturalidad—. Encargada del campamento esta semana.
Él estrechó su mano brevemente, sin mucho entusiasmo, pero se sorprendió al notar la firmeza de su apretón. No era la típica cordialidad fingida que estaba acostumbrado a recibir.
—Marcus Blackthorne.
—Ya lo sabía —respondió ella, con una sonrisa que no dejaba claro si hablaba en serio o en broma.
El resto de la mañana transcurrió entre actividades. Marcus solía ser estricto con los ejercicios, guiando a su hija con paciencia limitada, pero esa vez Laila se mantuvo cerca, corrigiendo aquí y allá. No imponía reglas con severidad, sino que enseñaba jugando. Cuando Melissa se equivocaba, en lugar de regañarla, la animaba a reír y volver a intentar.
—Si la cuerda se escapa, no pasa nada, la cuerda no tiene sentimientos —decía, y Melissa estallaba en carcajadas.
Marcus observaba en silencio. Se sorprendía a sí mismo midiendo cada gesto de la joven. Había algo en ella que lo desconcertaba: no mostraba miedo al corregirlo, ni a desafiar su manera rígida de hacer las cosas. Y lo más importante, había conectado con Melissa de inmediato.
En la actividad de rastreo, donde los niños seguían huellas marcadas en el suelo, Melissa no se separó de Laila en ningún momento. Le hacía preguntas constantes:
—¿Cómo sabes que pasó un conejo por aquí? —¿Y si en vez de un pájaro fue un dragón?Laila respondía con paciencia, inventando historias que convertían cada paso en una aventura. Marcus, a unos metros, los seguía en silencio, con los brazos cruzados. Melissa no había sonreído tanto en semanas.
Durante el almuerzo, los grupos se sentaron en mesas de madera bajo una pérgola. Marcus abrió la mochila y sacó los recipientes preparados por su asistente: comida balanceada, nutritiva y cuidadosamente empacada. Melissa miró de reojo el plato de la niña sentada a su lado: sándwiches aplastados, galletas y jugo de manzana.
—Papá… yo quiero eso —susurró, señalando el jugo.
Marcus apretó la mandíbula.
—Esto es mejor para ti.Antes de que la discusión escalara, Laila apareció con dos vasos de jugo extra.
—¿Un trato? —propuso—. Comes tu almuerzo y después compartimos jugo.Melissa aceptó encantada. Marcus, resignado, bajó la vista al plato. No le gustaba perder el control, pero tampoco podía negar la efectividad de la joven.
Por la tarde, los niños intentaron encender una fogata controlada con supervisión de adultos. Marcus se inclinó sobre la yesca, frotando las piedras con movimientos precisos, pero no lograba prender chispa. Melissa lo imitaba, frustrada.
—No, así no va a funcionar —intervino Laila de nuevo, sonriendo—. Están gastando energía a lo tonto.
Marcus levantó la cabeza, exasperado.
—¿Otra vez?—Otra vez —respondió ella, sin disculparse—. Mira, Melissa, lo importante es la paciencia. Primero el acomodo de las ramitas pequeñas, después el aire. Como cuando soplas velas, pero suave.
Melissa siguió las instrucciones con concentración. Al cabo de un par de intentos, un hilo de humo apareció y, enseguida, una pequeña llama.
—¡Papá, mira! ¡Lo logré! —gritó la niña, saltando de emoción.
Marcus observó la chispa crecer. Por primera vez en mucho tiempo, admitió algo sin decirlo: solo, no lo habría conseguido.
Al final del día, mientras los demás niños se despedían, Marcus guardaba las mochilas en el auto. Melissa corría alrededor de Laila, contándole historias inventadas sobre dragones, cuerdas mágicas y castillos de bloques. Laila la escuchaba con atención, riendo y asintiendo como si cada palabra fuera importante.
Marcus las observó en silencio, con una mezcla de sorpresa y recelo. No era común que alguien entrara tan rápido en el mundo de su hija. Anotó mentalmente el nombre: Laila. Quizá era pedagoga, quizá solo una instructora temporal. Pero sabía tratar a los niños, y eso era lo que él más necesitaba.
Cuando finalmente se despidieron, Melissa se abrazó a la cintura de Laila.
—¿Vas a estar aquí la próxima vez?—No lo sé, pequeña. Pero me encantaría —respondió ella con dulzura.
En el camino de regreso, Melissa no dejó de hablar.
—Papá, ¿viste cómo Laila me enseñó? ¿Y cómo supo lo del fuego? ¿Y el cuento del conejo que era dragón disfrazado?Marcus la escuchaba en silencio, con las manos firmes en el volante. Cada palabra de su hija era un recordatorio. Había entrevistado a decenas de candidatas en su propio hogar, sin éxito. Y de pronto, en un campamento cualquiera, había aparecido alguien que en cuestión de horas había logrado lo que nadie más: conectar con Melissa.
La ciudad apareció a lo lejos, iluminada por las luces del atardecer. Marcus, aún sin admitirlo en voz alta, tomó una decisión: Laila no desaparecería de su radar. Tal vez era joven, tal vez inexperta para el nivel de exigencia que él buscaba. Pero tenía lo que importaba: la confianza de su hija.
Y para Marcus Blackthorne, eso lo cambiaba todo.