El refugio de animales siempre olía a una mezcla de desinfectante, pelo mojado y comida para perros. Para muchos era desagradable, pero para Laila era un segundo hogar. Allí, entre ladridos y maullidos, encontraba paz.
Aquel sábado, después de su turno en el restaurante y de una noche corta de estudio, había decidido pasar la tarde en el refugio. Necesitaba despejarse. Había pasado dos días enteros mirando la tarjeta de presentación de Marcus Blackthorne, sin atreverse a tirarla ni a usarla. El rectángulo blanco con letras sobrias parecía mirarla desde el escritorio como una tentación peligrosa.
Oscar estaba en el patio trasero, cepillando a un pastor alemán. El chico tenía veinte años, cabello oscuro enredado y sonrisa fácil. Cuando vio a Laila, la saludó levantando la mano.
—¡Mira quién apareció! Pensé que hoy ibas a hacerte la dormida.
Laila dejó su mochila en una banca y se sentó a su lado, acariciando la cabeza del perro.
Oscar la observó de reojo. Conocía bien ese tono. Habían compartido demasiadas noches en hogares de acogida, hablando en susurros para no despertar a los demás niños. Sabía cuándo Laila estaba inquieta.
—¿Qué pasa? —preguntó, sin rodeos.
Ella dudó unos segundos antes de sacar la tarjeta del bolsillo de su chaqueta. La sostuvo entre los dedos y se la mostró.
—Me ofrecieron un trabajo.
Oscar arqueó una ceja.
—De niñera. Para la hija de un tipo llamado Marcus Blackthorne.
Oscar dejó de cepillar y la miró fijamente.
—Sí. Lo conocí en el campamento, con su hija Melissa. —Una leve sonrisa se dibujó en sus labios al recordar a la pequeña—. La niña es un sol. Pero él… él es intimidante.
Oscar soltó una carcajada.
—No lo entiendes, Oscar. Es diferente. Esa mujer que vino a verme —una rubia de oficina, guapísima, con cara de que nunca le han dicho que no en su vida— me dio esta tarjeta, me dijo que Marcus quería que yo cuidara de su hija. Nada más. Sin detalles.
Oscar tomó la tarjeta y la giró en sus manos.
Ella apretó los labios.
—¿Te asusta qué? —preguntó él, paciente.
—Que me usen otra vez. Que sea una trampa. ¿Y si después resulta que esperan algo más? ¿O que me despiden a la primera equivocación? He trabajado tanto para tener mi independencia, Oscar. No quiero perderla.
Él dejó el cepillo a un lado y la miró con seriedad.
Ella bajó la mirada, acariciando distraída al perro.
—No se trata de depender —respondió él con firmeza—. Se trata de aprovechar oportunidades. Tú siempre dices que quieres estudiar pedagogía o psicología infantil. ¿Cómo vas a hacerlo si sigues partiéndote en tres trabajos? Necesitas algo estable, algo que te dé aire para enfocarte en estudiar.
Laila lo miró, dudando.
Oscar sonrió.
La frase la dejó en silencio. Recordó a Melissa abrazándola en el campamento, riendo con ella como si fueran amigas de toda la vida. Recordó cómo la niña la había mirado al despedirse, con la esperanza de volver a verla.
—Oscar… ¿y si no soy suficiente? —preguntó en un susurro.
Él negó con la cabeza.
Ella lo observó, conmovida. Oscar siempre había sido su ancla, su recordatorio de que valía más de lo que pensaba.
—¿Y si voy y resulta que es un error? —insistió.
—Entonces lo rechazas y listo —dijo él encogiéndose de hombros—. Pero al menos te habrás dado la oportunidad de escuchar.
Laila mordió su labio inferior. La idea de entrar al mundo de un hombre como Marcus le parecía surreal. Ella, una chica de barrio, sin estudios formales, frente a un CEO millonario.
Oscar pareció leerle la mente.
Ella cerró los ojos unos segundos, respirando hondo. Sabía que él tenía razón. Parte de ella seguía desconfiando, pero otra parte, la que soñaba con un futuro mejor, veía en esa tarjeta algo más que un riesgo: una puerta.
Abrió los ojos y sonrió débilmente.
Oscar se echó a reír.
Ella lo golpeó suavemente en el brazo.
—Anda, ve a esa entrevista. Y si el señor millonario se pone pesado, ya sabes darle un portazo en la cara.
Laila rió por primera vez en días. Guardó la tarjeta en su bolsillo, más segura de lo que estaba cuando llegó.
—Está bien. Iré.
Oscar asintió, satisfecho.
Ella negó con la cabeza, sonriendo.
—Trato hecho. —Oscar levantó la mano para chocar los cinco, y Laila lo hizo.
En ese gesto simple había años de amistad, de confianza construida en la adversidad. Ella sabía que, si Oscar lo decía, valía la pena intentarlo.
Esa noche, de regreso en su cuarto, Laila sacó la tarjeta y la dejó sobre el escritorio. Esta vez no la miró con miedo, sino con decisión.
El lunes, pensó. El lunes iría a escuchar la propuesta.
Por primera vez en mucho tiempo, la idea de lo que vendría después no le causó temor, sino expectación.