Mundo ficciónIniciar sesiónUn contrato selló su unión, solo el amor podrá redimirlos. Alexandra Devereux, una joven bondadosa y soñadora, vive a la sombra de su hermana caprichosa. Su vida tranquila y sus estudios de Historia del Arte se ven brutalmente truncados cuando su padre, al borde de la ruina, la obliga a casarse con Adriano De'Santis, un magnate hotelero italiano tan poderoso como amargado. Para Adriano, el matrimonio es un mero contrato: una transacción para obtener una figura materna para su pequeña hija, Aurora. Herido por el abandono de su primera esposa, no cree en el amor y ve en Alexandra a otra cazafortunas. Atrapada en una jaula de lujo en Venecia, Alexandra deberá navegar la hostilidad inicial de Adriano y la envidia de su hermana, que no puede perdonarle haber ocupado "su lugar". Pero la conexión inmediata y genuina que forma con Aurora comenzará a derretir el hielo que rodea el corazón de Adriano, despertando en él una atracción que lo aterra. Sin embargo, el pasado acecha. Sofia, la ex esposa, y Victoria, la hermana celosa, urdirán una cruel trampa que llevará a Adriano, cegado por los celos y sus propios fantasmas, a cometer un error imperdonable que destrozará la frágil confianza que estaban construyendo. Herida en lo más profundo, Alexandra, a pesar de descubrir que alberga un amor profundo por su esposo, exigirá su libertad. Pero un inesperado embarazo y la lucha incansable de un Adriano arrepentido, decidido a demostrarle que su amor es real, tejerán un nuevo camino para esta familia. Juntos, deberán enfrentar las consecuencias de la traición, luchar contra las sombras del pasado y descubrir si los lazos forjados en el perdón pueden llegar a ser más fuertes que cualquier contrato, creando un amor tan indestructible como la propia Venecia. Una historia de pasión, traición, redención
Leer másLa lluvia golpeaba los cristales de la biblioteca como un presagio. Alexandra permanecía inmóvil en el rellano de la escalera, la voz de su hermana atravesando la pesada madera de la puerta entornada.
La luz de la tarde se filtraba por los altos ventanales, iluminando las motas de polvo que danzaban en el aire como espíritus libres. Sus dedos, delgados y adornados solo con un pequeño anillo de plata, acariciaban la textura rugosa de una página que reproducía *El Nacimiento de Venus* de Botticelli. Soñaba con el día en que, en lugar de solo admirar reproducciones, pudiera estar frente a la obra maestra real en la Galería Uffizi, con una placa a su lado que dijera: "Curaduría: Alexandra Devereux". Sería su victoria personal, su huida definitiva de la "basura dorada" donde había crecido, un mundo de apariencias, transacciones y mentiras elegantes.
—¡Pero papá, es injusto! ¡Ese hombre es un salvaje, un amargado! Tú mismo lo dijiste —la voz de Victoria era un quejido caprichoso—. Que sea Alexandra. Al fin y al cabo, ¿qué vida tiene ella? Se pasa los días entre polvorientos libros de arte. Ni siquiera notará la diferencia.
Alexandra sintió que el suelo cedía bajo sus pies. *¿Notar la diferencia? * Iba a venderse para saldar una deuda que no era suya. Iba a ser entregada a un desconocido, un hombre del que solo sabía que era rico, poderoso y, según los rumores, profundamente cicatrizado.
—Victoria tiene razón —la voz de su madre, Amelia, sonó fría y distante—. Alexandra es... más dócil. Aceptará las condiciones. Es por el bien de la familia.
El bien de la familia. Las palabras resonaron en su mente como una sentencia. Soñar con libertad, con recorrer museos y darle sentido a la belleza, había sido su único consuelo. Ahora, ese sueño se trocaba por un contrato. Su padre no dijo una palabra. Su silencio fue la confirmación final.
Apretó el libro de historia del arte que llevaba contra el pecho, como si fuera un escudo. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, salada como la traición. No aspiraba a su dinero, ni a su poder. Solo anhelaba una vida propia. Pero esa noche, en la lujosa y fría casa que siempre fue su jaula, aprendió que hasta los sueños más simples tienen un precio, y que a veces, son los inocentes quienes deben pagarlo.
Mientras, en un ático milanés, Adriano De'Santis observaba la ciudad a sus pies. El silencio era tan absoluto que podía oír el latido de su propio corazón, un eco vacío en una fortaleza de cristal y acero. Una foto de su hija Aurora sonriendo era el único punto de luz en la sobria decoración. Detrás de él, sobre el escritorio, descansaba un contrato matrimonial. Cláusulas precisas, condiciones frías. Una transacción limpia. No necesitaba una esposa, necesitaba una solución. Una niñera permanente y un acuerdo comercial disfrazado de alianza familiar.
No creía en las segundas oportunidades. El amor era un espejismo que ya había perseguido una vez, y el precio había sido su alma. Pero por Aurora, por asegurar su futuro, estaba dispuesto a todo. Incluso a comprar una esposa.
Dos vidas rotas por caminos diferentes, a punto de chocar. Un contrato que marcaría el comienzo de una guerra entre el orgullo y la vulnerabilidad, entre el rencor y la esperanza. Y en el centro de todo, una niña que anhelaba una familia y un amor que se atrevería a nacer entre las ruinas.
La luz del atardecer se filtraba por los ventanales de la Galería Uffizi en Florencia, iluminando las partículas de polvo que danzaban como polvo de hadas. En una de las salas principales, un grupo de invitados de etiqueta escuchaba con atención a una mujer que hablaba frente a un lienzo majestuoso.Alexandra De'Santis, con la elegancia serena que le daban los años y la realización profesional, guiaba al grupo a través de la exposición "*El Legado Viviente: Familia y Mecenazgo en el Renacimiento*", una muestra que ella misma había concebido y curado, y que era aclamada internacionalmente.Su voz, clara y segura, resonaba en la sala. —Y así, a través de la mirada de estos artistas, no solo vemos su genio, sino el latido de las familias que los apoyaron, el amor que los sostuvo y los lazos que perduran a través de los siglos en cada pincelada.Mientras hablaba, su mirada se desvió inadvertidamente hacia el fondo de la sala. Allí, de pie junto a una columna de mármol, estaba Adriano. No
El jardín del palacio era un laberinto de risas. Bajo la glorieta cubierta de glicinas, la mesa estaba puesta para una celebración íntima. Había pastel de chocolate, el favorito de Aurora, y un pequeño regalo envuelto para Alessandro.Alessandro, ahora un terremoto de seis años con la seriedad ocasional de su padre y la curiosidad brillante de su madre, correteaba tras una mariposa con su hermana mayor. Aurora, a sus doce años, había heredado la elegancia de Alexandra y una confianza tranquila que hablaba de una infancia rodeada de amor incondicional.—¡Es mía! —gritó Alessandro, saltando para alcanzar el insecto.—¡Cuidado, Sandro! —rio Aurora, cogiéndolo de la mano antes de que tropezara con una raíz—. Las mariposas son libres, no se atrapan.Alexandra observaba la escena desde la mesa, una sonrisa serena en sus labios. El tiempo había suavizado sus facciones, no con la resignación, sino con la paz de quien ha encontrado su lugar en el mundo. En sus ojos ya no había rastro del miedo
El atardecer en Venecia era un espectáculo de oro y carmesí, pintando el Gran Canal con pinceladas de fuego líquido. En el embarcadero privado del Palazzo De'Santis, lejos del bullicio de los turistas y las góndolas, se desarrollaba una escena de una paz profunda y doméstica.Adriano estaba sentado en un banco de madera, con Alessandro, ahora de un año y medio, sentado sobre sus piernas. El niño, con sus rizos oscuros y sus ojos ámbar idénticos a los de su padre, señalaba con un dedo regordete hacia el agua.—*Acqua*, papá! —dijo, con esa solemnidad que tienen los niños cuando descubren el mundo.—Sí, *cucciolo*, *acqua* —respondió Adriano, su voz era un murmullo suave y amoroso que solo usaba con su familia. Besó la cabecita del niño, respirando su olor a bebé y a jabón suave.A unos pasos de distancia, Alexandra y Aurora estaban sentadas en el borde del embarcadero, con los pies descalzos colgando sobre el agua verdosa. Aurora, ya una niña de siete años con una inteligencia vivaz en
El Palacio Grassi, una de las sedes de arte contemporáneo más importantes de Venecia, brillaba como un faro en la noche. Su fachada neoclásica estaba bañada en luz, y una alfombra roja conducía a la entrada, donde se congregaba la élite cultural de la ciudad y más allá. Era la noche de la inauguración de la exposición "*El Hilo Invisible: Diálogos entre el Arte Antiguo y el Contemporáneo*", y todo el mundo quería estar presente.Dentro, el ambiente era eléctrico. Periodistas, críticos, coleccionistas y amantes del arte se movían entre las salas, admirando la audaz puesta en escena. La premisa era brillante: obras maestras del Renacimiento veneciano dialogaban con instalaciones y pinturas contemporáneas, creando un puente temporal que revelaba ecos y resonancias insospechadas. Un Tintoretto junto a una pieza de luz cinética; un Carpaccio enfrentado a una escultura de materiales reciclados.Y en el centro de todo, serena y radiante, estaba Alexandra De'Santis.Llevaba un vestido largo d
Un año había pasado desde el nacimiento de Alessandro. Un año de noches largas y días lentos, de pequeños pasos y grandes silencios que ya no dolían, sino que sanaban. El palacio ya no era una fortaleza de mármol, sino un hogar. Las risas de Aurora y los gorjeos de Alessandro llenaban cada rincón, y el amor, ese sentimiento que una vez fue una herida abierta, se había transformado en un tejido cicatrizado, fuerte y resiliente.Fue Aurora, con la sabiduría simple de los niños, quien plantó la semilla.—En la escuela, la mamá de Luca se volvió a casar con su papá —comentó una noche en la cena, jugando con su pasta—. Se pusieron muy guapos y dijeron otra vez que se querían. ¿Ustedes no quieren volver a casarse?Alexandra y Adriano se miraron por encima de la mesa. No fue una mirada incómoda, sino una de entendimiento. La idea, una vez dicha en voz alta, resonó con una verdad profunda.Fue Adriano quien, unas semanas después, se arrodilló no con un anillo, sino con un simple pergamino ata
La paz que lentamente se construía en el palacio era un bien preciado y frágil. Adriano la protegía con la ferocidad de un guardián, sabiendo que cualquier sombra del pasado podía amenazarla. Y una de las sombras más largas era la de los Devereux. Aunque Victor había sido despojado de su empresa, Adriano sabía que, mientras tuvieran algún tipo de acceso, serían una espina constante, un recordatorio para Alexandra de la transacción que había marcado el inicio de su calvario.La gota que colmó el vaso fue un paquete que llegó para Alexandra. No tenía remitente, pero la caligrafía era inconfundiblemente la de Amelia Devereux. Dentro, había una carta llena de reproches velados y una foto antigua de Alexandra y Victoria, sonrientes, de niñas. Era un intento burdo de apelar a la nostalgia y a la culpa.Alexandra lo dejó sobre la mesa del vestíbulo sin abrir, su rostro impasible, pero Adriano vio el leve temblor en sus manos. Eso fue suficiente.No hubo advertencia. No hubo llamada. Tomó el
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