La paz que lentamente se construía en el palacio era un bien preciado y frágil. Adriano la protegía con la ferocidad de un guardián, sabiendo que cualquier sombra del pasado podía amenazarla. Y una de las sombras más largas era la de los Devereux. Aunque Victor había sido despojado de su empresa, Adriano sabía que, mientras tuvieran algún tipo de acceso, serían una espina constante, un recordatorio para Alexandra de la transacción que había marcado el inicio de su calvario.
La gota que colmó el vaso fue un paquete que llegó para Alexandra. No tenía remitente, pero la caligrafía era inconfundiblemente la de Amelia Devereux. Dentro, había una carta llena de reproches velados y una foto antigua de Alexandra y Victoria, sonrientes, de niñas. Era un intento burdo de apelar a la nostalgia y a la culpa.
Alexandra lo dejó sobre la mesa del vestíbulo sin abrir, su rostro impasible, pero Adriano vio el leve temblor en sus manos. Eso fue suficiente.
No hubo advertencia. No hubo llamada. Tomó el