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Capítulo 7 La Firma del Destino

La misma sala de juntas. La misma mesa de ébano pulido. La misma atmósfera cargada de una solemnidad funeraria. Pero hoy había un elemento nuevo, un torbellino de furia contenida que hacía vibrar el aire: Victoria.

Había insistido en acompañarlos, argumentando con una dulzura venenosa que no podía perderse un momento tan "feliz" para su hermana pequeña. Ahora, sentada junto a Amelia, era la imagen viva de la belleza iracunda. Llevaba un ajustado vestido de color fucsia que gritaba por atención, y cada uno de sus movimientos era tan brusco y cortante como el filo de un cuchillo. Sus ojos verdes, normalmente llenos de desdén, hoy brillaban con un fuego celoso que no podía disimular.

Alexandra, en cambio, se sentía como un espectro. Se había puesto un sencillo vestido negro, como si ya estuviera de luto por su propia vida. Las palabras del contrato, que Lorenzo estaba repasando por última vez, resonaban en su mente como un eco lejano. "...actuará como esposa devota... cesará toda actividad laboral o educativa que interfiera... no se espera intimidad física..." Cada cláusula era un clavo en el ataúd de sus sueños.

Sostenía el bolígrafo de oro que le habían entregado como si pesara una tonelada. Su mano temblaba ligeramente. Firmar significaba renunciar a todo. A su nombre, a su cuerpo, a su futuro. Se convirtió en un objeto, una posesión más de Adriano De'Santis.

Él, por su parte, estaba tan impasible como la última vez. Vestido de un azul marino oscuro, firmó las páginas con una firma enérgica y segura, un garabato arrogante que sellaba su dominio sobre la situación. No miró a Alexandra ni una sola vez durante el proceso. Para él, esto era una formalidad, la adquisición de un activo.

—Señorita Devereux —la voz neutra de Lorenzo la sacó de su ensimismamiento—. Si es tan amable.

Todos los ojos se posaron en ella. Los de sus padres, suplicantes y ansiosos. Los de Victoria, cargados de odio. Los de Adriano, fríos y evaluadores, como esperando a ver si el animalito que estaban comprando iba a dar problemas en el último momento.

Alexandra contuvo el aliento. Miró la línea punteada al final de la última página. Allí estaba. El punto de no retorno.

—Alexandra, por favor —murmuró su madre, con una sonrisa tensa.

Con un esfuerzo sobrehumano, apretó los dedos alrededor del bolígrafo. La punta se posó sobre el papel. Sintió una náusea repentina. Esto estaba mal. Todo estaba mal. Pero las alternativas—la ruina, la cárcel para su padre, la pobreza—eran peores. O al menos, eso se repetía a sí misma para poder seguir adelante.

Con un movimiento rápido, casi espasmódico, trazó su nombre. "Alexandra Marie Devereux". La tinta negra y brillante sobre el papel blanco parecía gritar su rendición. Dejó el bolígrafo sobre la mesa como si le hubiera quemado los dedos.

—Excelente —declaró Lorenzo, recogiendo los documentos con la satisfacción de un hombre que acaba de cerrar un trusó millonario.

Fue en ese preciso instante, con la tinta aún húmeda, cuando Victoria no pudo contenerse más.

—¡Qué conmovedor! —su voz, aguda y cargada de sarcasmo, cortó el aire como un cristal—. Mi hermana menor, vendiéndose para salvar a la familia. Deberían ponerle una placa. "Aquí yació la dignidad de Alexandra Devereux".

—¡Victoria! —rugió Victor, poniéndose pálido.

—¿Qué? ¿Es mentira? —ella se levantó, señalando a Alexandra con un dedo acusador—. ¡Ella no merece esto! ¡Ni siquiera sabe comportarse en una cena formal! ¡Va a ser el hazmerreír de los De'Santis! —Sus ojos se clavaron entonces en Adriano, y su tono cambió, adoptando una dulzura falsa y empalagosa—. Usted, señor De'Santis, se merece a alguien que esté a su altura. Alguien que entienda este mundo. No a esta… ratona de biblioteca.

Alexandra sintió que las palabras de su hermana le golpeaban como piedras, pero estaba demasiado entumecida por el dolor de la firma para reaccionar. Solo pudo quedarse allí, quieta, humillada, mientras su hermana intentaba dinamitar lo poco que le quedaba.

Adriano, que había permanecido en silencio observando la escena con desprecio, alzó lentamente la vista hacia Victoria. Su mirada no era de enfado, sino de un aburrimiento profundo, como si estuviera viendo a un insecto particularmente molesto.

—La elección ya está hecha, señorita Devereux —dijo, su voz tan fría que pareció bajar la temperatura de la sala—. Y fue mía. —Hizo una pausa deliberada, dejando que sus palabras calaran—. Prefiero una "ratona de biblioteca" a una arpía malcriada que solo piensa en vestidos y en llamar la atención. Al menos la primera sabe cuándo guardar silencio.

El golpe fue tan preciso y demoledor que Victoria retrocedió como si la hubieran abofeteado. Su rostro, perfectamente maquillado, se descompuso en una mueca de furia y humillación. Ni siquiera sus padres se habían atrevido a hablarle así.

—¿Cómo se atreve? —consiguió escupir, temblando de rabia.

—Fácilmente —respondió Adriano, levantándose. Su sola estatura era una amenaza. Se volvió hacia Lorenzo—. Está todo en orden. Cuéntame cuando esté listo lo de la boda.

Luego, por primera vez desde que Alexandra había firmado, sus ojos se posaron en ella. No había calidez, ni compasión. Solo una posesividad gélida.

—Recoge tus cosas. Te mudarás a mi residencia en Milán esta tarde. Un coche te recogerá a las cinco. —Fue una orden, no una sugerencia.

Y sin otra palabra, sin un gesto hacia sus futuros suegros, salió de la sala, dejando atrás los restos humeantes de la dignidad de la familia Devereux.

Victoria rompió a llorar de rabia, gritando improperios contra Adriano y contra su "estúpida" hermana antes de salir corriendo de la sala.

Victor y Amelia se acercaron a Alexandra, intentando consolarla con palabras vacías sobre "el bien de la familia" y "el futuro brillante" que le esperaba.

Pero Alexandra no los oía. Miraba la puerta por donde había salido Adriano. El eco de sus palabras a Victoria aún resonaba en sus oídos. *"La elección fue mía"*. Él la había elegido a ella, la sombra, sobre la deslumbrante Victoria. No por amor, ni por deseo, sino por alguna razón retorcida que solo él entendía.

Y en ese momento, mientras sus padres hablaban y su hermana gritaba en otra habitación, Alexandra entendió la verdadera naturaleza de su prisión. No era solo el contrato, ni la obligación familiar. Era la voluntad de hierro de Adriano De'Santis. Él era el carcelero, el juez y el verdugo. Y ella acababa de firmar su propia sentencia.

Con las manos aún temblorosas, comenzó a recoger sus cosas. A las cinco en punto, un coche negro con vidrios polarizados la estaría esperando. El destino, sellado con tinta y firmado con desesperación, había comenzado.

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