El viaje en helicóptero desde Milán había sido una experiencia surrealista. Alexandra había visto los Alpes deslizarse debajo como un mar de picos nevados, para luego dar paso a la llanura padana y, finalmente, a la costa y la laguna veneciana, un mosaico de verdes azulados y canales serpenteantes. Pero la belleza del paisaje no lograba penetrar el caparazón de entumecimiento que la envolvía. Solo era una espectadora pasiva, siendo transportada a su nuevo destino como un paquete valioso.
El helicóptero aterrizó con suavidad en la *heliporto* privado de la Isla de la Giudecca. Al descender, el aire húmedo y salino de Venecia le golpeó el rostro, cargado con el olor a agua salada, algas y una promesa de historia. Ante ella, recortado contra el esplendor decadente del Gran Canal, se alzaba el Palazzo De'Santis.
No era un palacio cualquiera. Era una fortaleza de piedra Istría blanqueada por el sol y la sal, con fachadas góticas ornamentadas, ventanas de arco ojival y balcones de hierro fo