Mundo ficciónIniciar sesiónLa lluvia que había empezado como un suave repiqueteo contra los ventanales de la biblioteca se había convertido en un aguacero persistente que azotaba los cristales. Alexandra encontraba un cierto consuelo en el sonido, un ritmo monótono que ahogaba el silencio opresivo de la mansión. Estaba sumergida en un ensayo sobre el mecenazgo de los Médici, trazando líneas con un lápiz en un bloc de notas, cuando la voz de su madre, inusualmente tensa, la sacó de su ensoñación florentina.
—Alexandra, cariño. ¿Podrías venir al estudio de tu padre?
Alzó la vista. Amelia estaba en el marco de la puerta, su impecable traje de chaqueta color crema parecía una armadura. Su rostro, normalmente sereno y un tanto distante, mostraba una rigidez que Alexandra no pudo evitar notar.
—¿Pasa algo, mamá? —preguntó, cerrando lentamente el libro.
—Es… una cuestión familiar importante —respondió Amelia, evitando su mirada—. No te preocupes. Solo ven.
Esa frase, "no te preocupes", tuvo el efecto contrario. Una fría punzada de aprensión le recorrió la espina dorsal. Las "cuestiones familiares importantes" rara vez la incluían a ella, a menos que se tratara de anunciar algún evento social al que estaba obligada a asistir como decoración silenciosa.
La siguió por los pasillos alfombrados, sus pies descalzos apenas hacían ruido. El estudio de su padre era un santuario de caoba y cuero, un lugar donde se tomaban las decisiones que gobernaban sus vidas. Al entrar, la atmósfera era tan pesada como el aire antes de una tormenta.
Victor estaba de pie frente a la chimenea apagada, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente los troncos carbonizados. Su espalda, normalmente recta, estaba ligeramente encorvada. Victoria no estaba. Eso era lo primero que registró Alexandra. Si era una "cuestión familiar importante", la ausencia de su hermana era, en sí misma, un mensaje alarmante.
—Siéntate, Alexandra —dijo su padre sin volverse.
Su voz sonaba ronca, cargada de una fatiga que iba más allá de lo físico. Alexandra se sentó en el borde de un sillón de cuero, entrelazando los dedos en su regazo para evitar que temblaran. Amelia se situó junto a su marido, una estatua de ansiedad contenida.
Victor respiró hondo y finalmente se giró. Su rostro la sobresaltó. Parecía haber envejecido diez años desde la mañana. Ojeras profundas, piel cetrina. Parecía un hombre acorralado.
—Hija —comenzó, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Sé que esto… va a ser difícil de escuchar.
Alexandra no dijo nada. Solo lo miró, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, como un pájaro atrapado.
—Nuestra familia —continuó Victor, eligiendo las palabras con dolorosa lentitud— se encuentra en una… situación financiera muy delicada. Más que delicada. Crítica.
Eso no fue una sorpresa total. Alexandra había captado fragmentos de conversaciones telefónicas a puerta cerrada, había visto el nerviosismo creciente en su padre, la forma en que su madre revisaba las cuentas con el ceño fruncido. Pero la gravedad en sus ojos le decía que estaba subestimando el problema.
—¿Crítica? —repitió, buscando una claridad que temía encontrar.
—Estamos al borde de la bancarrota, Alexandra —declaró Amelia, su voz aguda, incapaz de contenerlo por más tiempo—. De perderlo todo. Esta casa, las inversiones… el apellido. Todo.
La palabra "bancarrota" resonó en la habitación como un disparo. Alexandra la había leído en libros, asociada a familias de novelas del siglo XIX, no a su vida moderna y opulenta.
—Pero… ¿cómo? —logró articular—. Pensé que…
—¡No importa cómo! —cortó Victor, con un destello de su antigua autoridad, que se apagó tan rápido como había aparecido—. Lo que importa es que hay una solución. Una única solución.
Se acercó a su escritorio y apoyó las manos temblorosas sobre la pulida superficie de caoba.
—He conseguido un acuerdo. Con Adriano De'Santis.
El nombre le resultó vagamente familiar. Lo había visto en revistas de negocios, asociado a un imperio hotelero, a una fortuna colosal. Un hombre joven, poderoso y, según los rumores, tan frío como el mármol de sus hoteles.
—¿Un acuerdo? —preguntó Alexandra, la confusión nublando su aprensión.
—Sí —asintió Victor, clavando finalmente sus ojos en los de ella—. Él inyectará el capital necesario para salvar nuestra empresa, para saldar las deudas. A cambio… a cambio, pide una alianza.
El aire se le escapó de los pulmones. "Alianza". La palabra sonaba arcaica, peligrosa.
—¿Qué tipo de alianza? —susurró.
Fue Amelia quien respondió, con una frialdad que hizo que Alexandra se estremeciera.
—Matrimonial, Alexandra. Debes casarte con Adriano De'Santis. —.El mundo se detuvo. El sonido de la lluvia desapareció. El latido de su corazón se convirtió en un tambor sordo en sus oídos. Miró a uno y a otro, esperando una risa, una broma de mal gusto. Pero solo vio desesperación en los ojos de su padre y una resignación pragmática en los de su madre.
—¿C… casarme? —La palabra le quemó la lengua—. Con un… un desconocido. ¿Me están vendiendo?
—¡No es una venta! —protestó Victor, con vehemencia—. Es una unión estratégica. Es por el bien de la familia. Él es un hombre poderoso, te dará una vida de lujos, de estabilidad.
—¡Yo no quiero sus lujos! —exclamó Alexandra, levantándose de un salto, la incredulidad convirtiéndose en una oleada de pánico—. ¡Tengo una vida! ¡Tengo mis estudios, mis sueños! ¡Dios, papá, ni siquiera lo conozco!
—¡Eso no importa! —la voz de Amelia fue un látigo, cortante y definitiva—. Alexandra, mira a tu alrededor. ¿Crees que esta vida, tu educación, todo, se mantiene solo con buenas intenciones? Es tu deber. Tu hermana… Victoria no es adecuada para este tipo de… acuerdo. —. No es adecuada La frase cayó como una losa. Claro que no. Victoria era volátil, impredecible, demasiado orgullosa para ser un peón silencioso. Ella, Alexandra, la dócil, la que nunca causaba problemas, la sombra… ella era la candidata perfecta para el sacrificio.
—Así que… porque Victoria es demasiado valiosa para esto, me eligen a mí —dijo, su voz temblorosa por la rabia y el dolor—. Porque yo no tengo una vida propia que importe. ¿Es eso?
—No digas tonterías —espetó Amelia—. Es una oportunidad. Un futuro seguro.
—¡Es una prisión! —gritó Alexandra, las lágrimas empezando a nublar su visión—. ¡No puedo creer que estén haciendo esto! ¡Soy su hija!
Victor se acercó, y por un momento, ella pensó que iba a abrazarla, a retractarse. Pero solo puso una mano en su hombro, una mano pesada como el plomo.
—Alexandra, por favor —suplicó, y en su voz había un eco de genuina angustia, pero era la angustia de un hombre que pierde su fortuna, no la de un padre que pierde a su hija—. No tenemos otra opción. Si no lo hacemos, lo perdemos todo. Todo. Y tú también. Tus estudios, tu… tu libertad. Todo se iría a pique con nosotros. Esto… esto te da una salida.
Era el argumento más retorcido que había escuchado. La estaban condenando a una vida de servidumbre disfrazada de matrimonio, y lo enmarcaban como si le estuvieran haciendo un favor. Le estaban robando su futuro y pretendían que era un regalo.
—Y si me niego —desafió, mirándolo a los ojos, desafiando la última chispa de autoridad paterna que le quedaba.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier grito. Victor retiró la mano. Amelia cruzó los brazos.
—Si te niegas —dijo su madre, con una calma aterradora—, tu padre irá a la cárcel por fraude. Esta familia será el hazmerreír de la alta sociedad. Y tú, querida, te quedarás sin un céntimo, sin un techo y sin el apellido que hasta ahora te ha dado todo. Incluidos esos libros que tanto amas.
Alexandra retrocedió como si la hubieran abofeteado. No era una elección. Era un ultimátum. Podía ser la víctima sacrificial y mantener la farsa de la opulencia familiar, o podía ser egoísta y ver cómo su mundo, y el de sus padres, se desmoronaba, cargando para siempre con la culpa.
Miró a su padre, un hombre derrotado que no la veía a ella, sino un salvavidas. Miró a su madre, cuya lealtad estaba con su estatus y su comodidad, no con el corazón de su hija.
Y supo, con una certeza que le partió el alma en dos, que estaba sola.
Las lágrimas que había estado conteniendo rodaron por sus mejillas, silenciosas y calientes. No eran lágrimas de miedo ahora, sino de duelo. Duelo por sus sueños de independencia, por su futuro como curadora, por la libertad que siempre había anhelado y que ahora se esfumaba para siempre.
—¿Cuándo? —preguntó, su voz no era más que un susurro roto.
—Los abogados están redactando el contrato —respondió Victor, aliviado por su rendición, aunque no pudiera mirarla a los ojos—. Se firmará en unos días. La boda… será discreta. Y rápida.
Asintió lentamente, mecánicamente. No había nada más que decir. Dio media vuelta y caminó hacia la puerta, sus pasos eran los de un condenado camino al cadalso.
—Alexandra —llamó su madre. Ella se detuvo, sin volverse—. Sé fuerte. Es lo que las mujeres de nuestra familia hemos hecho siempre.
Alexandra no respondió. Salió al pasillo, cerró la puerta del estudio detrás de ella y se apoyó contra la pared fría, jadeando. El sonido de la lluvia volvió a llenar sus oídos, pero ahora ya no era un consuelo, sino el ruido de una celda que se cerraba.
Su vida, tal como la conocía, había terminado. Iba a ser la Sra. De'Santis. Una esposa por contrato. Una prisionera en una jaula aún más dorada. Y en el centro del huracán de su dolor, una sola pregunta comenzó a arder con una llama fría: ¿quién era ese hombre, Adriano De'Santis, que compraba esposas como quien compra un cuadro, y qué precio, más allá del firmado en un papel, le haría pagar?
¡Capítulo 5
La Firmeza del León
La lluvia de Milán había cesado, dejando a su paso un cielo plomizo y lavado que se reflejaba en las impolutas superficies de cristal del ático de Adriano. Aquí, en la penumbra de su estudio, la única luz provenía de una lámpara de escritorio de acero cepado que iluminaba un bloc de notas de cuero negro y una tableta digital. El mundo exterior, con sus sonidos amortiguados y su luz gris, era una mera abstracción. Aquí dentro, Adriano De'Santis estaba creando un nuevo universo, uno gobernado por la lógica férrea de los términos y condiciones.
Después de la patética reunión con Victor Devereux, una fría determinación se había apoderado de él. La propuesta, aunque repugnante en su concepción, era pragmáticamente sólida. Pero Adriano no era un hombre que confiara en acuerdos verbales o en promesas basadas en la desesperación. Todo, absolutamente todo, debía quedar registrado, cuantificado y asegurado legalmente. La emoción era un virus; el contrato, la vacuna.
Se reclinó en su silla de titanio y cuero, sus dedos entrelazados sobre su estómago plano. Sus ojos, ámbar y penetrantes, se perdieron en la ciudad que se extendía a sus pies. No veía belleza en el perfil de los edificios; veía activos, propiedades, territorios en su mapa de conquista. Y ahora, estaba a punto de añadir un nuevo activo, humano, a su cartera.
— "Acuerdo Matrimonial de Conveniencia entre Adriano Giovanni De'Santis y Alexandra Marie Devereux" — murmuró para sí, probando el título. Sonaba frío, profesional. Perfecto.
Tomó la tableta y comenzó a dictar, su voz un murmuro grave y preciso que el software de reconocimiento capturaba sin falla.
Cláusula 1: Duración y Objetivo."
—"El presente contrato tendrá una vigencia de sesenta (60) meses consecutivos, a partir de la fecha de la ceremonia matrimonial civil. Su único propósito es establecer una unión conyugal de fachada que beneficie la imagen pública de ambas partes y proporcione una figura materna estable para Aurora De'Santis. No se espera, ni se requiere, la existencia de afecto o relación romántica alguna."
Las palabras salían fáciles, naturales. Eran la cristalización de su credo. No creía en el amor, pero creía en los pactos. Este era un pacto.
—Cláusula 2: Obligaciones de la Parte B (Alexandra Devereux)."**
Aquí, sus dedos se posaron sobre la tableta, desplazándose para crear subpuntos. Cada uno era un eslabón en la cadena que ataría a esta mujer desconocida.
—"Sub cláusula 2.1: La Parte B actuará en todo momento como esposa devota y compañera discreta en todos los eventos públicos y familiares que la Parte A (Adriano De'Santis) considere necesarios. Se espera elegancia, compostura y silencio, a menos que se le solicite expresamente su opinión."
—"Sub cláusula 2.2: La Parte B se encargará del bienestar y cuidado de Aurora De'Santis. Esto incluye, pero no se limita a: supervisar sus tareas, asegurar su asistencia a actividades extraescolares, proporcionar compañía y afecto..."—la palabra "afecto" la escribió con desgana, como una concesión necesaria para el bienestar de su hija— "y actuar como su principal cuidadora en ausencia de la Parte A."
—"Sub cláusula 2.3: La Parte B cesará toda actividad laboral o educativa que interfiera con sus obligaciones según lo estipulado en este contrato. Su ocupación principal será la de esposa y madrastra."
Una sonrisa torcida y amarga se dibujó en sus labios. Victor había dicho que la chica estudiaba "algo con arte". Bueno, esos días habían terminado. No necesitaba una curadora; necesitaba una niñera de lujo y un accesorio para el brazo.
—"Cláusula 3: Compensación y Beneficios."**
—"A cambio del cumplimiento estricto de sus obligaciones, la Parte A proveerá a la Parte B de alojamiento, manutención y un estipendio mensual de diez mil euros, depositados en una cuenta de la que ella será titular pero que estará sujeta a auditoría. Al término satisfactorio del contrato, la Parte B recibirá una suma global de cinco millones de euros, libres de impuestos, y conservará todas las joyas y bienes personales adquiridos durante el matrimonio."
Era un precio generoso por cinco años de servidumbre. Más que generoso. Compraría la juventud de esta Alexandra, su silencio, su sumisión. Era una transacción limpia.
—"Cláusula 4: Confidencialidad y No Divulgación."**
—"La Parte B se compromete a guardar la más estricta confidencialidad sobre todos los aspectos de la vida privada de la Parte A, así como de los términos de este contrato. Cualquier violación resultará en la terminación inmediata del mismo y la pérdida total de cualquier compensación futura."
No podía arriesgarse a que esta mujer fuera otra Sofia, vendiendo sus miserias a la prensa amarillista.
—"Cláusula 5: Infidelidad y Conducta."**
—"Cualquier acto de infidelidad, conducta escandalosa o comportamiento que dañe la reputación de la Familia De'Santis por parte de la Parte B, será causa de rescisión inmediata y sin compensación." —Hizo una pausa y añadió, casi para sí mismo—: "Y conllevará consecuencias legales y financieras adicionales."
No tenía intención de tocar a esa mujer. La sola idea le producía una fría indiferencia, cuando no un leve rechazo. Pero la idea de ser avergonzado públicamente, de que alguien manchara el nombre que tan duramente había protegido para Aurora, encendía en él una ira primaria.
—"Cláusula 6: Interacción Física."**
—"Dado el carácter estrictamente contractual de esta unión, no se espera ni se requiere la consumación del matrimonio o cualquier tipo de intimidad física. Las partes mantendrán dormitorios separados en todo momento."
Esa cláusula era fundamental. Era su línea en la arena, la barrera que separaría esta farsa de cualquier atisbo de una relación real. Su cuerpo y su lecho no eran parte del trato.
Revisó lo escrito. Era exhaustivo, implacable. Un documento que convertía un matrimonio, un sacramento para muchos, en un manual de procedimientos. No dejaba espacio a la ambigüedad, al error, a la emoción. Era perfecto.
Levantó el teléfono y marcó un número interno.
—Lorenzo —dijo cuando su abogado jefe respondió—. Te envío un borrador. Es el acuerdo Devereux. Quiero que lo revises, que le añadas toda la jerga legal necesaria para que sea a prueba de balas y que lo prepares para la firma en cuarenta y ocho horas. No quiero demoras.
Colgó sin esperar respuesta. Se levantó y se acercó a la ventana panorámica. La noche había caído sobre Milán, y la ciudad brillaba con miles de luces, cada una representando vidas, amores, caos. Su mundo, en cambio, estaba a punto de volverse aún más ordenado, más controlado.
Una parte de él, la parte que había amado y confiado, se estremeció de asco ante lo que acababa de hacer. Pero esa parte era pequeña, estaba enterrada bajo capas y capas de cicatrices. La dominante era el León, el estratega, el hombre que había aprendido que todo, hasta los lazos más sagrados, tenían un precio y podían ser negociados.
Alexandra Devereux era ahora un recurso más que gestionar. Un activo con una función específica: cuidar de su hija y mantener las apariencias. Si cumplía su parte al pie de la letra, sería recompensada generosamente. Si fallaba, si resultaba ser otra Sofia con una máscara de inocencia, entonces sentiría todo el peso de su decepción y su ira.
El contrato no era solo un documento legal; era una jaula dorada que él diseñaba para ella, y un escudo para sí mismo. Y mientras observaba el cielo nocturno, Adriano De'Santis, el hombre que lo tenía todo y nada a la vez, se prometió una vez más que nadie, y mucho menos una joven vendida por su padre, volvería a traspasar los muros de su fortaleza.





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