El rugido de los motores era el único lenguaje que Adriano De'Santis comprendía sin lugar a dudas. A treinta mil pies de altura, en la cabina de su jet privado, el mundo se reducía a datos, coordenadas y control. Aquí, encajado en el asiento del capitán, no era el hombre roto por el abandono, ni el padre sobreprotector, ni el hijo cuya familia le recordaba constantemente su fracaso. Era simplemente un piloto, dueño de su destino y de la máquina que lo llevaba.—Aproximación final a Linate, señor —anunció el copiloto, un hombre joven y eficiente que mantenía una respetuosa distancia profesional.Adriano asintió, sus manos, fuertes y con cicatrices casi invisibles de un pasado menos pulido, se cerraron con firmeza sobre los mandos. Sus ojos, del color del ámbar y con una intensidad que podía ser tanto fascinante como aterradora, escanearon los instrumentos. A los 31 años, su rostro era un mapa de triunfo y amargura. Líneas marcadas alrededor de la boca, no de sonrisas, sino de apretar l
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