El atardecer en Venecia era un espectáculo de oro y carmesí, pintando el Gran Canal con pinceladas de fuego líquido. En el embarcadero privado del Palazzo De'Santis, lejos del bullicio de los turistas y las góndolas, se desarrollaba una escena de una paz profunda y doméstica.
Adriano estaba sentado en un banco de madera, con Alessandro, ahora de un año y medio, sentado sobre sus piernas. El niño, con sus rizos oscuros y sus ojos ámbar idénticos a los de su padre, señalaba con un dedo regordete hacia el agua.
—*Acqua*, papá! —dijo, con esa solemnidad que tienen los niños cuando descubren el mundo.
—Sí, *cucciolo*, *acqua* —respondió Adriano, su voz era un murmullo suave y amoroso que solo usaba con su familia. Besó la cabecita del niño, respirando su olor a bebé y a jabón suave.
A unos pasos de distancia, Alexandra y Aurora estaban sentadas en el borde del embarcadero, con los pies descalzos colgando sobre el agua verdosa. Aurora, ya una niña de siete años con una inteligencia vivaz en