El jardín del palacio era un laberinto de risas. Bajo la glorieta cubierta de glicinas, la mesa estaba puesta para una celebración íntima. Había pastel de chocolate, el favorito de Aurora, y un pequeño regalo envuelto para Alessandro.
Alessandro, ahora un terremoto de seis años con la seriedad ocasional de su padre y la curiosidad brillante de su madre, correteaba tras una mariposa con su hermana mayor. Aurora, a sus doce años, había heredado la elegancia de Alexandra y una confianza tranquila que hablaba de una infancia rodeada de amor incondicional.
—¡Es mía! —gritó Alessandro, saltando para alcanzar el insecto.
—¡Cuidado, Sandro! —rio Aurora, cogiéndolo de la mano antes de que tropezara con una raíz—. Las mariposas son libres, no se atrapan.
Alexandra observaba la escena desde la mesa, una sonrisa serena en sus labios. El tiempo había suavizado sus facciones, no con la resignación, sino con la paz de quien ha encontrado su lugar en el mundo. En sus ojos ya no había rastro del miedo