Mundo ficciónIniciar sesiónEl silencio era un lujo en la mansión Devereux, y Alexandra lo aprovechaba como quien roba momentos de libertad. Recostada en el viejo sillón de la biblioteca, con las piernas cruzadas y un pesado volumen de *Historia del Arte del Renacimiento* apoyado sobre ellas, era la única versión auténtica de sí misma. Aquí, entre el olor a papel antiguo y polvo de estrellas, no era la hermana menor de Victoria, sino simplemente Alexandra, la estudiante, la soñadora.
La luz de la tarde se filtraba por los altos ventanales, iluminando las motas de polvo que danzaban en el aire como espíritus libres. Sus dedos, delgados y adornados solo con un pequeño anillo de plata, acariciaban la textura rugosa de una página que reproducía *El Nacimiento de Venus* de Botticelli. Soñaba con el día en que, en lugar de solo admirar reproducciones, pudiera estar frente a la obra maestra real en la Galería Uffizi, con una placa a su lado que dijera: "Curaduría: Alexandra Devereux". Sería su victoria personal, su huida definitiva de la "basura dorada" donde había crecido, un mundo de apariencias, transacciones y mentiras elegantes.
Su meditación fue interrumpida por un estruendo familiar proveniente del vestíbulo. La voz de Victoria, aguda y imperiosa, cortó el aire como un cuchillo.
—¡Mamá! ¡Es absolutamente ridículo! ¡Ese vestido es de la temporada pasada! ¿Quieren que llegue a la gala de los Henderson pareciendo una indigente?
Alexandra cerró los ojos, apretándolos con fuerza. Intentó sumergirse de nuevo en los escritos de Vasari, pero la queja de su hermana era más penetrante que cualquier tinta. "Indigente", decía. Mientras, el vestido del que se quejaba costaba más que el semestre completo de su matrícula universitaria, un detalle que sus padres parecían ignorar por completo.
Nadie, ni siquiera su madre Amelia, sabía con exactitud qué estudiaba. "Algo con arte", decían con un gesto de desdén cuando alguien preguntaba. Para ellos, la universidad era solo un pasatiempo decorativo para ella, un lugar donde mantenerla ocupada hasta que un matrimonio conveniente la sacara de su lista de responsabilidades. Victoria, en cambio, había "estudiado" Relaciones Públicas en el extranjero, un título que era más un accesorio social que una verdadera formación.
—Alexandra! —la voz de su madre la hizo levantar la vista—. Baja, por favor. Tu hermana necesita tu opinión.
—¿Mi opinión?, pensó con ironía. Lo que Victoria necesitaba era un público para su monólogo. Con un suspiro resignado, marcó la página con una cinta de seda y se puso de pie. Su reflejo en el cristal de una vitrina le devolvió la imagen de una joven de 21 años, de pelo castaño liso que caía como una cascada sobre sus hombros, y ojos grandes de un color avellana que a veces parecían ver demasiado. Iba vestida con unos jeans sencillos y un suéter de cuello alto, beige y cómodo. Un contraste deliberado con los tacones altos y los vestidos ajustados que eran el uniforme de su hermana.
Al llegar al vestíbulo de mármol, el espectáculo era el de siempre. Victoria, de 26 años, posaba como una diosa griega enfadada frente a un espejo de marco dorado. Llevaba un vestido rojo escarlata que se adhería a sus curvas como una segunda piel.
—Mira, Alexandra —dijo Victoria sin siquiera volver la cabeza, clavando sus ojos verdes y calculadores en su propio reflejo—. Dime sinceramente, ¿este tono de rojo no me apaga el cutis?
Alexandra contuvo otro suspiro. "Caprichosa, envidiosa, calculadora". Los adjetivos le venían a la mente sin esfuerzo.
—Te ves espectacular, Victoria. Como siempre —respondió con una neutralidad que había perfeccionado a lo largo de los años.
—¡Lo sabía! —exclamó Victoria, lanzando una mirada triunfante hacia su madre—. Es del año pasado, se nota en el dobladillo. No puedo usarlo.
Amelia, una mujer siempre impecable cuyo peinado parecía esculpido en piedra, asintió con preocupación.
—Tienes razón, cariño. Iremos mañana primero cosa a comprar uno nuevo. —Luego, como si recordara de repente la presencia de su otra hija, Amelia giró la cabeza hacia Alexandra—. Y tú, ¿no tienes nada que hacer hoy? Podrías acompañar a tu hermana, ayudarla a elegir.
—Tengo que estudiar, mamá —respondió Alexandra, aferrándose a su excusa como a un salvavidas—. Un trabajo final muy importante.
—Ah, sí, tus… clases —dijo Amelia, con un leve gesto de desinterés—. Bueno, como quieras.
Victoria lanzó una mirada de superioridad a su hermana.
—Sí, déjala, mamá. Alexandra prefiere vivir entre sus libros polvorientos. Es mucho más emocionante que la vida real.
Alexandra no respondió. Era la dinámica de siempre. Ella era la sombra, el personaje secundario en la brillante obra de la vida de Victoria. Pero esa sombra le había permitido algo invaluable: la tranquilidad de pasar desapercibida, de construir sus sueños en secreto, lejos de las expectativas agobiantes que aplastaban a su hermana.
Mientras subía de nuevo a la biblioteca, un lugar que era más su hogar que cualquier otra habitación de la casa, una sensación de paz volvió a invadirla. Dejó que sus dedos recorrieran el lomo de los libros, sus verdaderos amigos. Soñaba con el día en que su nombre estaría en uno de ellos. Soñaba con la libertad de caminar por un museo que ella hubiera ayudado a crear, de respirar el aire limpio de la autenticidad, lejos de las mentiras y las apariencias que constituían los cimientos de su mundo.
Lo que no sabía, mientras la tarde caía sobre la ciudad, era que los cimientos de esa jaula dorada estaban a punto de fracturarse. Y que cuando cayeran, serían sus hombros, los más frágiles, los que tendrían que cargar con todo el peso del derrumbe. Porque en el mundo de los Devereux, la sombra siempre era la primera en ser sacrificada para salvar la luz.







